domingo, 21 de mayo de 2023

Galeotes modernos

 

Observe a ese hombre que duerme, descuidado, en un banco del parque. Desde aquí se oyen sus ronquidos: nada viene a alterarlos, ni preocupaciones, ni urgencias. No lleva en sus bolsillos las llaves de un coche, ni siquiera las de una casa. No debe dinero al banco —el banco nunca le prestaría—, ni se le ha ocurrido echarse a la espalda una familia numerosa que mantener. Ese hombre se encuentra cercano al nirvana. ¿De qué vive? No lo sé, pero va limpio y afeitado, no parece un indigente. ¿Lo mantiene el Estado? No lo creo: nuestra sociedad aún no ha evolucionado lo suficiente, pero con el tiempo puede que lo haga gracias a una adecuada redistribución de la riqueza. Sería bueno. Ese hombre del banco no parece tener preocupaciones, pero los que forman las colas en los locales de beneficencia gestionados por Caritas y diversas oenegés sí las tienen. En Málaga existen algunas propias, como la Fundación Corinto o los Ángeles Malagueños de la Noche, ambas en una estela de ayuda al necesitado cuyo espíritu puede rastrearse al menos hasta las cartas de San Pablo (2 Corintios 8:13-15), pero posee un precedente muy próximo en el tiempo y el espacio: la obra y la intención de doña Trinidad Grund. No sé si lo que actúa en los casos de probada caridad practicada por los poderosos es la mala conciencia, pero resulta efectiva. Y es necesaria. Debemos intentar nivelar. No es moralmente aceptable que existan unas pocas personas que atesoran oro por kilos y otras muchas que no pueden ni alimentar a su familia. Finalmente, el impuesto a las grandes fortunas a escala global, algo impensable por ahora, estaría presente en el Nuevo Testamento, texto inspirador de muchos de los pensadores de izquierdas. Pero vayamos a un caso concreto.

Durante estos años de pandemia se reformaron el muelle uno y parte del dos del puerto de Málaga y se instaló en ellos una marina de mega yates. Ahora pueden atracar allí navíos de hasta ciento ochenta metros de eslora y obtener todo tipo de servicios. Son embarcaciones ostentosas, siempre perfectas, brillantes como gemas. Cuentan con helipuerto, piscina cubierta y todo lo que se les ocurra. Alguna de ellas fue literalmente construida con metales preciosos, el History Supreme, por ejemplo, valorado, según la revista Forbes, en 2.400 millones de euros. Uno los mira y piensa en que algo funciona mal en este mundo, horriblemente mal. Estos días —escribo el 11 de mayo—está atracado allí el Yas, una embarcación de ciento cuarenta metros de eslora. Procede de la reforma de una fragata de guerra y conserva en parte la forma de su casco, imponente. Fue reformado acristalando la zona del castillo de proa y dándole forma de morro de delfín. No es de los más caros —está valorado «sólo» en ciento ochenta millones de dólares— y su mantenimiento requiere una cifra estimada entre los 10 y los 20 millones anuales. El dueño, por cierto, ni siquiera ha viajado en él en esta travesía; eso me contó un camarero del muelle que echaba un cigarro a la sombra mientras descansaba los pies.

Según las creencias de los más optimistas, la Revolución Francesa, tan cruenta, donde murieron de manera violenta y descontrolada miles de personas simplemente por tener un apellido, significó el fin del Antiguo Régimen. Viendo este barco, la cincuentena de servidores que forman su tripulación, las plantillas de bares y restaurantes del muelle y toda la infraestructura turística de la costa, hay que dudarlo. Sigue habiendo señores y sirvientes, verdaderos siervos, en la industria turística, que adora encantada al dios del dinero y ante él se humilla, como aquel repartidor de pesados paquetes que bajaba con la carga por unas escaleras de esas instalaciones portuarias porque tenía prohibido usar los ascensores, que «solo son para las personas». De Málaga a Rota, por la costa, se extiende como un continuo un mundo en el que el tiempo parece haber retrocedido a la época de la servidumbre. Para eso hemos quedado los españolitos.

 

La fotografía, del Yas, es de Juan Carlos Cilveti (malagahoy.es)

 

Víctor Espuny.

viernes, 19 de mayo de 2023

Mi Feria de Osuna

 

Mi feria, la que viví en la infancia, la inolvidable, era otra, una feria cercana. Uno llegaba a ella desde las estrechas calles que comunican las calles Aguilar y Alfonso XII y se la encontraba de sopetón. Allí estaba la caseta del Casino, coronando el parque. Esta era la que contaba con mejores instalaciones, un edificio muy aireado y de sólidos pilares levantado en los años veinte. Pronto hará un siglo. Menciono la fecha para evitar tentaciones de atribuirle ciento cincuenta años de antigüedad, como hizo quien escribió una nota de prensa sobre su restauración aparecida en los medios en septiembre de 2015. Puede que la rotonda y la zona ajardinada sí tengan siglo y medio, pero el edificio techado en forma de U y sobre elevado es posterior, como podía leerse en una lápida fijada en su interior: «Siendo alcalde de esta villa / D. Antonio de Castro Tamayo / y maestro de obras / D. Diego Jiménez / se edificó este edificio / en 1927». Me imagino que la inscripción sigue allí.

Pero volvamos a la feria.

Si eras mujer, socio del Casino o ibas con uno entrabas sin problemas en la caseta. Entonces subías los escalones y te encontrabas con la pista de baile, un rectángulo delimitado por pequeños postes de madera tallada unidos por un cordón burdeos que apenas servía para albergar a la gente deseosa de bailar. Fui testigo, ya en mi adolescencia, del momento glorioso en que aquellos postes no soportaron más la presión de los bailarines y alguno cayó roto, lo que sirvió para que se quitaran los demás, se plegaran algunas mesas y la pista se ampliara. Fue bailando «El Bimbó», de Georgie Dann. Debía ser al año 1976. Todo el mundo, menos las viejecitos, parecía contento en aquellos años, contento y con ganas de bailar. Atrás quedaban los años cuarenta, los cincuenta, los sesenta, tan injustos en su ostentosa desigualdad.

Justo detrás de la caseta del Casino, donde hoy se encuentra el Museo del Juguete, había un cocherón que alquilaban a los estudiantes del instituto para montar su caseta y reunir dinero para el viaje de fin de curso a Italia, pero eso fue unos años después. También unos años después empezaron a montarse casetas en el solar que había dejado el antiguo cuartel de la Guardia Civil, en el callejón del Matadero Viejo, en los alrededores de la plaza Cervantes y a las puertas del Asilo, ya Instituto de Enseñanzas Medias. En esos lugares se montaban las casetas de Los Carrozas, El Paleto, los Médicos y otras muchas. Pero eso fue después. En los años sesenta, las casetas principales estaban montadas en la ronda de albero que tenía el parque de San Arcadio, hoy desaparecida. Daban la espalda a la plaza de Toros y miraban al parque, por donde uno podía pasear y refrescarse gracias a los árboles, el césped y las fuentes. Si entrabas desde la calle Alfonso XII, después de pasar bajo la portada y empezar a tener el parque a la izquierda, te encontrabas, más o menos en este orden, las casetas de la Peña Sevillista, de la Veracruz, del Ayuntamiento, de la Peña de los Cuarenta, de la Peña Bética y de Jesús Nazareno. Al final del todo, donde la ronda se estrechaba, se ponía el vendedor ese de vino dulce que va acompañado de unas figuras de tamaño natural que pisan la uva o bailan, no recuerdo bien por el efecto de sus seleccionados caldos; este negocio aún sobrevive, cosa que no puede decir mucha de su clientela.  

Pero los niños, generalmente, estaban en su paraíso: los cacharritos. Suelto ya de la mano de los padres, uno atravesaba el parque teniendo justo delante el perfil de la noria, que se levantaba majestuosa junto a las escaleras que rodeaban la ronda del parque hacia poniente. Salías a esta por la puerta entre setos y tenías a la izquierda la tómbola, con sus muñeconas, sus guitarras y su suelo lleno de papeletas inservibles mientras la noria seguía allí, erguida, esperándote. Y conseguías montarte, y veías cómo se iba llenando, a las parejitas acercarse en pleno día gracias a la estrechez y al que se ponía en pie y hacía el payaso para asustar a los demás. Y la noria subía y subía y veías a tus conocidos hacerse pequeñitos como cabecitas de alfiler, a la Colegiata observándote con mirada maternal y al campo, inmenso, prolongarse con los trigos altos hasta La Lantejuela y Fuentes de Andalucía, dos lagos blanqueados en mitad del campo. Y volvías a bajar y te inundaba el sonido de los altavoces de los coches que chocan, el látigo y el carrusel con forma de ola, donde corrías como loco para coger la foca y poder darle vueltas a la pelota que mantenía con el hocico o puñetazos al balón que colgaba del techo. Y con cada vuelta de la noria o del látigo sentías como te corría la sangre más rápido, una euforia que te hacía feliz.

Por las mañanas, bien temprano, de la mano del padre, el niño recorría el terreno donde se vendían bestias, allí donde luego se levantarían Carrero Blanco y el Poli. Y el padre se paraba a hablar con hombres que elogiaban las virtudes de los caballos que vendían como si fueran descendientes de Bucéfalo y disimulaban sus defectos con mañas de vendedor experto, capaz de engañar al mismo diablo. Tratantes, hoy perdidos, de botas de caña corta, varilla de olivo y sombrero cordobés, hombres callados y de una seriedad y una solemnidad en el trato mantenidas durante siglos. Un apretón de manos bastaba.  

Aquella Feria de Osuna que ya no existe, aquella fue la mía. La de hoy es otra cosa.

 

Fotografía de la calle Lucena en 1959. Fue aportada por Tomás Castillo Gutiérrez y apareció en fotosantiguas.diariodemallorca.es.

 

Víctor Espuny.