jueves, 24 de diciembre de 2020

My Mexican Bretzel

 

Fotograma de la película

            Imagínese que tuvo unos abuelos maternos suizos de lo más acomodado y viajero y que estos dejaron decenas de películas, filmadas con buen pulso, de viajes realizados durante los años 40, 50 y 60. Partiendo de esa base, y añadiendo algún corto rodaje propio para dar continuidad y explicar ciertos pasajes que parecían oscuros, usted puede imaginar una historia completamente inventada sobre esa pareja de edad madura y en apariencia sin hijos que aparece en las imágenes. Luego puede contar la historia con una voz en off o a base de subtítulos. Nuria Giménez Lorang opta por esa última vía, dejando la cinta muda durante la mayor parte del tiempo y sonorizando solo los pasajes que necesitan ser acentuados por alguna razón. La directora imagina un diario de la mujer y de él entresaca frases y citas literarias que aparecen escritas en la pantalla. De esa forma, envuelto en silencio casi absoluto y sentado en la oscura sala del cine —pantalla grande de verdad, no esas ridiculeces que hay en las casas a pesar de comerse una pared entera del salón—, el espectador asiste durante más de una intensa media hora a los periodos de estabilidad, crisis y doloroso fracaso de la vida de una mujer mientras visita Nueva York, Los Ángeles, Barcelona, Mallorca, Roma, París, Londres, Normandía, los lagos del norte de Italia, Venecia, Florencia, todas esos conocidos, y hoy tan turísticos lugares, detenidos a mediados del siglo XX y poblados por personas ya difuntas, fantasmas que se mueven rodeados por un silencio ensordecedor. Ella es la narradora y la principal perjudicada de la historia. Su marido, un vividor superficial, se desenvuelve feliz en un mundo hecho a su medida, donde medra sin escrúpulo alguno. Curiosa película.

My Mexican Bretzel. España. 2019. 73 min. Guión y dirección de Nuria Giménez Lorang. Fotografía y reparto de Ilse G. Ringier y Frank A. Lorang.

Víctor Espuny.

Largo viaje hacia la noche, de Eugene O'Neill

 

Se trata de un drama lleno de tensión, en la que apenas hay lugar para una sonrisa. Los actores necesarios para interpretarlo son solo cinco, uno de ellos, además, con un papel muy corto, lo que vuelve la historia fácilmente inteligible y fácil de seguir. Se trata de una familia —padre y madre casi en la ancianidad y dos hijos ya no tan jóvenes—que sigue unida a pesar de las conductas autodestructivas de todos sus miembros, adictos a diversas drogas, los hijos desde su infancia por esa inconsciencia que existía en muchas casas de la peligrosidad del alcohol. Al principio del primer acto, justo después de desayunar, creemos estar ante una familia feliz, al menos equilibrada, pero poco a poco vamos descubriendo el drama vivido por todos los personajes, siendo el de la madre el de mayor gravedad. Con la lectura uno aprende a conocerla y a quererla —Mary se llama—, entiende cómo ha llegado hasta el estado en el que se encuentra y sufre con ella el infierno del morfinómano. La acción cubre un solo día.

            La obra, completamente autobiográfica, fue escrita en 1940. Eugene O’Neill (1888-1953) la entregó al editor en 1945 con el ruego de esperar veinticinco años tras su muerte para publicarla y poder ser representada. No sé si luego hubo otro acuerdo pero ya se representaba a mediados de los años cincuenta, aunque en ese momento habían muerto todos los protagonistas. El lector curioso, y con tiempo, podrá indagar sobre la manera en la que la sociedad, siempre tan hipócrita, recibió una obra tan valiente. Charles Chaplin, yerno de O’Neill, fue, seguramente, uno de los que entendió la necesidad que tuvo su suegro de escribir algo así: uno solo puede acallar sus demonios interiores enfrentándose a ellos. Y los de O’Neill eran espeluznantes.  

           

Eugene O’Neill, Largo viaje hacia la noche, ed. y trad. de Ana Antón-Pacheco. Madrid, Cátedra (Letras Universales), 2016 (9ª ed.; la 1ª es de 1986). Long Day’s Journey into Night, 1956.

 

Imagen: Eugene O’Neill, su hermano y el padre. Eugene es el más pequeño, el que lee el libro. La fotografía debió ser tomada sobre 1902. (Dominio público).

 

Víctor Espuny.

domingo, 20 de diciembre de 2020

El amor del último magnate, de F. S. Fitzgerald

 

            Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) conoció la época más vitalista de su país, la de los rascacielos y los grandes inventos. Fue aquella en la que EE UU se convirtió en la potencia que es hoy, pero entonces el país poseía el encanto de las cosas primeras, la ilusión de la juventud. El escritor falleció justo al inició de la Segunda Guerra Mundial y se ahorró todos las desgracias que trajo esta, entre ellas, y con la llegada la guerra fría, el desembarco de una especie de cruzada de la moralidad, en realidad llena de hipocresía, que aún está vigente. Fitzgerald conoció el nacimiento del cine en libertad, vivió con intensidad los años veinte, la llegada del cine sonoro y la creación y la consolidación de los grandes estudios cinematográficos en la costa oeste. «Ya en 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más vendiera en algo tan arcaico como las películas mudas». Esta afirmación de Fitzgerald contenida en Encólese, artículo de 1936 recogido en El Crack-Up, da idea de hasta qué punto llegaba la admiración del escritor norteamericano por el cine, un mundo que conoció bien y refleja en El amor del último magnate. La novela, dejada sin terminar a la muerte de Fitzgerald, está ambientada a mediados de los años treinta. Entones Bel Air era un lugar apartado y Malibú un aldea de pescadores y de pobres casas pintadas de colores. El protagonista, Stahr Monroe, es un hombre de cine, un ejecutivo de gran capacidad, cuyas decisiones son muy respetadas por todos, tanto por guionistas —tratados con muy poca consideración—, como por directores, actores, actrices, etc. La narradora del relato, a veces de voz inconsistente porque la novela quedó sin terminar, es hija de otro magnate del cine, que sueña con estar con él, con poder amarlo, conseguir que él se deje amar. Pero Stahr esconde una herida sentimental muy difícil de curar.

            Lo mejor del relato está en el primera parte, cuando se recrea la actividad de los estudios, en especial cómo transcurrían los pases de los rushes, esto es, la copia de lo grabado durante el día en los distintos platós o escenarios para ser revisado y criticado por un equipo de expertos encabezado por el mismo Stahr. Para la creación de su protagonista Fitzgerald debió inspirarse con toda seguridad en alguien real, según parece en Irving Thalberg, jefe de producción de la Metro-Goldwyn-Mayer durante la última parte de los años veinte y la primera mitad de los treinta, hasta su prematura muerte. El autor describe con mirada crítica el tratamiento que se daba a los escritores que se llevaban a los estudios para que ideasen guiones a marchas forzadas —él, como Faulkner y muchos más, había pasado por la experiencia— pero deja bien clara su admiración por la industria del cine en general. A pesar de ello, y como persona inteligente, pone en boca de Stahr estas palabras dirigidas a un guionista al que intenta aleccionar sobre cómo hacer su trabajo: «Nuestras condiciones son los deseos de la gente, lo único que nos exigen es que tomemos sus sueños favoritos y los disfracemos con todo tipo de aderezos para devolvérselos después». (pág. 265). Creo que resulta imposible describir mejor lo que es el cine comercial. Para los amantes de las estrellas, la novela, inacabada, insisto, está repleta de ellas: Cary Grant, Douglas Fairbanks, Gary Cooper, Spencer Tracy, Carole Lombard, etc., todos jóvenes, vivitos y coleando. Aparece nombrado hasta Un perro andaluz, la inquietante película de Buñuel y Dalí, que Fitzgerald atribuye únicamente a Dalí. El imaginario, desde luego, pertenece al pintor de Figueras.

 

F. Scott Fitzgerald, El amor del último magnate, edición y traducción de María Lozano, Madrid, Cátedra, 1997.

 

Imagen: De izquierda a derecha, Jean Harlow, Irving Thalberg y Norma Shearer, esposa de Thalberg (citizendamepot.com).

 

Víctor Espuny.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, de Alice Munro


            Libro que contiene nueve relatos de Munro (Canadá, 1931). Como en otros títulos suyos, se trata de recreaciones de su biografía, o de historias conocidas por ella, ambientadas en lugares conocidos. Todas son de interés para cualquier persona que sienta atracción por las vidas ajenas, por los otros, sus vivencias, sus sufrimientos, sus placeres y sus esperanzas. Los protagonistas, y los puntos de vista, suelen ser femeninos, algo muy usual hoy día, cuando la literatura escrita por mujeres vive una época de plenitud, pero infrecuente durante la juventud de Munro, sobre todo en los países latinos. Los anglosajones poseen una tradición mucho mayor de mujeres escritoras. En fin: son cosas sabidas.

            De este libro cabría destacar los relatos Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, el titulado Consuelo y el llamado Quennie. El primero cuenta la forma extraña en la que a veces ocurren las cosas, cómo la travesura de dos adolescentes puede beneficiar la relación de dos adultos solitarios. Consuelo habla de las enfermedades terminales y la eutanasia, así como del enfrentamiento en los centros educativos entre los defensores de la educación laica y la educación religiosa. Y Quennie, el que más me ha gustado, relata la historia de amor fraternal entre dos hermanastras. Este contiene, además, un mensaje de salvación hacia la mujer malcasada. Su lectura sería conveniente en adolescentes hombres dados a imponer su voluntad a las mujeres, quizá por haber sido educados en ambientes profundamente machistas y no haber sido capaces de crear unas ideas propias.

 

Alice Munro, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, Barcelona, DeBolsillo, 2014. (Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage, 2001; traducción de Marcelo Cohen).

 

Imagen: La ciudad de Vancouver a comienzos de la primavera (Foto de breay, página de la Universidad de la Columbia Británica).

 

Víctor Espuny.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Historias de San Petersburgo, de Nikolai Gógol

 


            Antes de empezar el siguiente libro, y después de dejar que el recién leído se asiente y consiga conectar con lo contenido en la memoria, voy a dejar aquí unas notas de este último. Se trata de Historias de San Petersburgo, de Nikolai Gogol (1809-1852). Este autor no parece muy difundido entre los lectores actuales pero será del gusto de cualquiera. Sus creaciones son producto de una visión crítica muy personal de la sociedad de su época y de una imaginación portentosa, a veces parecida a la de un niño por la vitalidad que supone. No creo que nadie pueda tener una visión cabal de la vida en San Petersburgo durante los años centrales del siglo XIX, sobre todo del nutrido grupo social del funcionariado, sin haber leído este libro. Contiene cinco relatos, algunos, por su extensión, casi novelas cortas.

            La avenida Nevski utiliza como excusa la descripción de los viandantes que se mueven por esta importante arteria de la ciudad rusa para presentar la diferencia, tan del gusto de algunos escritores, entre hombres enamorados de mujeres de tal forma que solo pueden entenderlas como almas puras y candorosas y hombres que solo ven en las mujeres la maldad y el medio de obtener un placer momentáneo para luego seguir el camino. Entre los dos tipos hay puntos medios, donde estaremos casi todos, pero esa diferenciación tan profunda da juego literario. Resulta muy interesante la descripción del público que llena el paseo de las primeras páginas; su esquema puede ser transportable a cualquier población.

            El retrato profundiza en el mundo de los artistas plásticos y puede ser considerado, por la importancia que en este relato tiene el retrato de una persona de rasgos muy peculiares, un precedente, quizá influencia cierta, de El retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde. Algún parlamento de los personajes puede chocarnos hoy por su extensión.

            Diario de un loco contiene pasajes descacharrantes, sobre todo aquellos relacionados con la creencia de la nueva identidad del protagonista, Fernando VIII, rey de España. Este relato debió ser escrito con las noticias del conflicto sucesorio declarado en España a la muerte de Isabel II aún frescas.

            La nariz nos habla de la fatuidad, de la superficialidad de nuestros comportamientos en sociedad. Lo esclavos que somos de nuestra imagen no es algo de ahora, ni mucho menos. A ratos es de una sabrosa fantasía, que recuerda, como otros relatos de Gogol, las creaciones de Mijail Bulgakov, otro autor ruso muy recomendable.

            El abrigo, el último de los relatos, habla de la falta de solidaridad entre compañeros de trabajo, de la crueldad, casi propia de niños, de aquellos incapaces de sentir la empatía. Todo el conflicto está centrado una vez más en las penurias pasadas por un funcionario, cuyo sueldo apenas alcanza para pagar una ropa presentable con la que acudir al trabajo. El protagonista, Akaki Akakievich, una persona trabajadora, bondadosa, tímida y de cortos alcances, es tratado como el hazmerreír de todos. Es un cuento aleccionador de final fantástico y justiciero.

            Libro muy recomendable.   

 

Nikolái V. Gógol, Historias de San Petersburgo, Madrid, Alianza Editorial, 2011. Traducción de Juan López-Morilla.

 

Imagen: La perspectiva, o avenida, Nevski en los años iniciales del siglo XX (Getty Images).

 

Víctor Espuny.

jueves, 3 de diciembre de 2020

El inmoralista, de André Gide

 

            Curioso y descorazonador libro. Hace algunos años leí en algún sitio que con buenas intenciones no se escriben buenas novelas. No sé si será cierto. El inmoralista, desde luego, está bien escrita, posee estremecedoras imágenes poéticas, es arte. Consiste también en un entretenido viaje desde Normandía hasta el sur de Argelia. Pero es más que eso.

Desde luego, entiendo que todos poseemos —debíamos poseer— un compromiso ético al que nos debemos. Un héroe novelesco que antepone sus querencias sexuales a la salud de su mujer no resulta atractivo, ni siquiera como antítesis de cómo le gustaría ser a uno. Uno puede descubrir una vez casado con una mujer que le gustan los hombres y luchar por convertirse en ese nuevo hombre que quiere ser, por qué no, pero eso no tiene por qué implicar el olvido de su esposa, gravemente enferma. El inmoralista no es una novela que sea leída con gusto por personas de educada sensibilidad, entre otras cosas por el trato cercano a la pederastia que el protagonista tiene con los niños. Existe una corriente en la literatura europea al menos desde el siglo XIX que se recrea en las deformidades morales, pero en este caso las acciones no aparecen acompañadas de una censura más o menos explícita sino casi de un aplauso. Todo vale para la consecución del placer. El protagonista, como si se tratara de un héroe concebido por Nietzsche, es individualista hasta la médula y se cree por encima de todo y de todos —el dinero, las propiedades, la familia—, una especie de superhombre que no necesita rendir cuentas a nadie. No se trata de pensar en conceptos o mandamientos religiosos pero sí en una conciencia ética sin la cual la sociedad sería una selva en la que solo sobrevivirían los más fuertes y egoístas.

La novela posee evidentes puntos en común con creaciones de otros autores —de Óscar Wilde pero sin su precioso humor (autor recreado en la novela de Gide en el personaje llamado Ménalque)—, y parece presagiar obras ambientadas en el Magreb firmadas por Juan Goytisolo y Paul Bowles, este último autor de vida realmente novelesca.

El inmoralista es una lectura que no aconsejaría a alguien demasiado joven o impresionable.

 

André Gide, El inmoralista. Edición y traducción de Margarita Carbayo. Madrid, Cátedra, 1988. [L’Inmoraliste, 1902].

 

Imagen: Mercado de Biskra, oasis argelino en las puertas del Sahara frecuentado por artistas franceses desde el siglo XIX (quartierlatin.paris).

 

Víctor Espuny.

domingo, 29 de noviembre de 2020

El laberinto, de Manuel Mujica Láinez

 

 

            El laberinto, de Manuel Mujica Láinez (Buenos Aires, 1910-Córdoba, 1984), es una autobiografía de don Ginés de Silva (1572-1658), hidalgo toledano creado por el genio del escritor argentino que muy bien pudo existir. Como el autor ficticio explica en el «prologuete», el título del libro le fue dado por el Greco, el pintor cretense afincado en España, artista prodigioso, que consideraba la vida de cada persona un laberinto donde acecha el Minotauro en forma de decepción, de desilusión, idea, a su vez, muy borgiana. La ilusión es la que impulsa al protagonista de El laberinto, embarcado una y otra vez en empresas más o menos quiméricas, la mayoría de final infeliz, pero, a pesar de ello, no decepcionantes para él, que sigue pensando ilusionado en un futuro  prometedor. A lo largo de su vida frecuenta a muchos de los personajes más importantes de su tiempo. En Toledo, durante su infancia, conoce al Greco y este lo elige como modelo para el niño que, desde el ángulo inferior derecho del cuadro, señala el cuerpo del finado en el Entierro del señor de Orgaz. Por motivos que no vienen el caso, no se trata de contar entero el libro, el protagonista, ya mozo, abandona Toledo y entra a servir a Lope de Vega, se embarca en la Armada Invencible en el mismo barco que el incompetente duque de Medina Sidonia, conoce al Inca Garcilaso, se embarca para América, conoce a un mulato llamado Martín de Porres, presencia la fundación de Castrovirreyna, parte en busca de El Dorado, y así páginas y páginas de una vida interesantísima, donde no hay lugar para el descanso, y constituye un ilustrativo paseo por la España de Felipe II, III y aun IV. El lenguaje, de léxico muy rico y sintaxis propensa a la creación de un ritmo ágil por la colocación de comas y puntos y comas —estos últimos en ocasiones demasiado abundantes para el gusto de escritura actual, más ágil, menos trabado—, parece muy trabajado, como corresponde a una persona de la envidiable educación recibida por Manuel Mujica. Como en muchas de sus obras, Mujica, de gran preparación artística, recrea en El laberinto la vida de célebres cuadros, ese cobrar vida de los personajes de los cuadros del Prado cuando nadie los contempla.

He pasado unos días muy sabrosos con esta lectura, refugiado en ella de los sinsabores de la vida real y recibiendo valiosas lecciones de historia.

 

Manuel Mujica Láinez, El laberinto, Diario El País, Madrid, 2003.

 

Imagen: Alrededores de la ciudad argentina de Mendoza. (savacations.com).

 

Víctor Espuny.

lunes, 23 de noviembre de 2020

El bello verano, de Cesare Pavese

 

 

            Novela breve que relata las incidencias del paso a la edad adulta de una adolescente turinesa a finales de la década de 1930. Su nombre es Ginia, y desde su punto de vista, y en sus carnes, vamos a vivir esa transición, que aparece como algo doloroso y oscuro. La situación económica de Ginia es mala, como la de tantas protagonistas de las novelas italianas de posguerra, en especial de las mujeres. Estas, como era habitual en la época —y más en una sociedad tan tradicional como la italiana—, vivían supeditadas a los hombres, a los cuales servían y de los cuales se enamoraban perdidamente hasta la total consunción. En esta novela, las mujeres del círculo de Ginia no poseen preparación alguna, solo juventud. Sus intereses no parecen muy materialistas. Sus hombres de referencia no son empresarios de éxito, hombres con dinero, son artistas, pintores, hacia los cuales se sienten atraídas por el éxito amoroso que parecen tener a causa de la necesidad de pintar modelos, generalmente jóvenes y guapas. Todo esto lo vivirá, y lo sentirá, la protagonista en el último verano de su inocencia. Las angustias vividas por Ginia, que hoy parecen superadas por demasiado ingenuas, son reflejo de las vividas por nuestras antepasadas, tan reales e importantes como las que puedan vivir las adolescentes actuales. 

            Cesare Pavese (1902-1950) es uno de los autores clásicos de la literatura italiana del siglo XX. Junto con Alberto Moravia e Italo Calvino forman un grupo de autores de obra de alcance muy profundo. Esta edición de El bello verano viene acompañada de una introducción del italianista Manuel Carrera que ayuda a conocer las peculiaridades de la obra de Pavese, un autor siempre actual.

 

Cesare Pavese, El bello verano, Madrid, Editorial Cátedra, 2008. [La bella estate, 1940]. Traducción de Carmen García Lecha. 

Imagen: El taller del pintor, de Gustave Coubert (1885).

Víctor Espuny.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Esperando a Mr. Bojangles, de Olivier Bourdeaut

 

 

            Esperando a mister Bojangles es una novela repleta de humor, ternura y buenas intenciones. Cuenta la historia del amor de un hombre hacia una mujer que él sabe desde el principio afectada por problemas mentales pero los considera manejables y parte de su encanto. La mujer es muy alegre, espontánea y arriesgada, está llena de vida. La pareja vive con un hijo, su único hijo, que es el principal narrador de la historia. El otro narrador es el padre. Los dos puntos de vista se van alternando en el relato. De inicio parecen muy alejados pero poco a poco van acercándose hasta confluir en uno solo. Según declaraciones del autor, Olivier Bourdeaut (Nantes, 1980), la historia está inspirada en el matrimonio de los Fitzgerald, F. Scott y Zelda.

            Los personajes se mueven por París y una admirada España, por algún lugar imaginario de la provincia de Alicante pero claramente inspirado en Guadalest, con su accidentada geografía, su embalse y sus almendros en flor. El autor, por cierto, vive en Altea.

            Antes de leer la novela resulta recomendable escuchar Mr. Bojangles, tema compuesto por el cantautor Jerry Jeff Walker —fallecido hace apenas un mes— e interpretado entre otros por Nina Simone, Sammy Davis Jr. y John Denver, cada uno a su estilo. El lector, emocionado, se beberá el libro en una tarde.

 

Olivier Bourdeaut, Esperando a mister Bojangles, Barcelona, Ediciones Salamandra, 2017. [En attendant Bojangles, 2015]. Traducción de José Antonio Soriano Marco.

 

Imagen: La cantante Nina Simone durante una actuación.

 

Víctor Espuny.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin

 

           Nacida en una familia cuya principal fuente de ingresos era el trabajo del padre como técnico de explotaciones mineras —familia de residencia muy cambiante, por tanto—, y crecida con evidente falta de cariño, Lucia Berlin (1936-2004) dedicó los momentos más creativos de su vida adulta a escribir relatos. Todos ellos, más de setenta, parecen clasificables en lo que se ha venido a llamar autoficción, o ficción autobiográfica, un subgénero muy en boga en la actualidad pero apenas practicado cuando ella empezó a escribir y a publicar, en los años sesenta. Berlin, apellido de su tercer marido, estuvo casada varias veces, tantas como se divorció, tuvo cuatro hijos, fue alcohólica y luchó contra esa dependencia durante más de diez años, venciéndola al fin, estudió literatura, trabajó de auxiliar de clínica, de mujer de la limpieza, vivió en Alaska, California, Colorado, Nuevo México, México, Nueva York, Chile. Impartió talleres literarios en cárceles y universidades y publicó en vida varios libros en editoriales pequeñas, con tiradas cortas y nula publicidad. En aquella época las únicas redes sociales que existían eran las del barrio, las compuestas por personas con las que te rozabas, y ella las perdía porque vivía en una itinerancia constante, quizá heredada de su padre. Su increíble movilidad acabó cuando la escoliosis que padecía desde niña le produjo una lesión pulmonar que la ató a un tanque de oxígeno móvil durante los últimos años de su vida. Su admirable capacidad para construir historias y dotar a sus narradores de voces sólidas y atractivas pasó casi inadvertida antes de su muerte. Vivió sus últimos años con apuros económicos y la amenaza de la muerte por asfixia. Una década después de su fallecimiento, alguien que había podido seguirla, y tenía influencia en el mundo editorial, publicó una antología de sus cuentos con el título de Manual para mujeres de la limpieza y su obra, ahora, se ha convertido en un fenómeno editorial. Lucia Berlin siempre estuvo al margen, vivió al límite, libre y arriesgada. Seguro que jamás pensó que su obra fuera a ser leída y admirada de la forma que lo está siendo, y mucho menos imaginó que generaría los beneficios que está generando a sus herederos y editores, que parecen haberse lanzado en los últimos años a publicar hasta el más mínimo papel escrito por ella. Habría que ver lo que Lucia Berlin diría al respecto. Ya no puede decir nada.

            Manual para mujeres de la limpieza consta de cuarenta y tres relatos, la inmensa mayoría protagonizados por mujeres. Todos están teñidos por la cálida luz proyectada por la filantropía, el amor por las personas. Hay varios, muchos, basados en sus relaciones familiares, a menudo en la relación entre Lucia y su madre, una mujer egoísta que marcó de manera inevitable el mundo de su hija, crecida con una evidente falta de cariño y poca capacidad para el fomento de la autoestima. En cualquier otro caso, probablemente, la persona se hubiera perdido en un camino de autodestrucción sin vuelta atrás, pero en el suyo tuvo la lucidez suficiente para vivir de manera consciente, dar forma literaria a sus experiencias, algunas terribles, y salir del pozo adonde había caído. El libro contiene relatos divertidos, como 502 o Atractivo sexual, relatos cercanos al mundo de la lectura o la escritura, como Punto de vista, Y llegó el sábado o Querida Conchi —homenaje a la obra de Ramón J. Sender, profesor suyo—, relatos de arrojada y necesaria denuncia social, como Buenos y malos y Mijito, relatos sobre la forma de llevar la enfermedad incurable de un ser muy querido, etc. Hay algunos centrados en la necesidad de aceptar la muerte, y en cómo esta dulcifica y acerca al fin posturas enfrentadas en la familia. Los hay también sobre la heroinomanía y el alcoholismo, fenómenos conocidos muy de cerca por Berlin. De estos destacaría Carmen, de final desconsolador, e Inmanejable, un texto de apenas cuatro páginas pero de alcance universal y obligada lectura para los que coquetean con las drogas de manera inconsciente. Algunos de estos cuentos pueden encontrarse traducidos con una simple búsqueda en la red.

Un grato descubrimiento.

 

Lucia Berlin, Manual para mujeres de la limpieza, Barcelona, Alfaguara, 2018. [A Manual for Cleaning Women: Selected Stories, 2015]. Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino.

 

Imagen: Fotografía de Lucia Berlin y su hijo David en Alburquerque en 1963. Fue tomada por Budd Berlin, el tercer marido de Lucia y de quien adoptó el apellido literario. El apellido verdadero de Lucia era Brown. LITERARY ESTATE LUCIA BERLIN.


Víctor Espuny.

sábado, 7 de noviembre de 2020

El adversario, de Emmanuel Carrère

 

El lago de Annecy (campingfrance.com)

 

            Circunstancias que no vienen el caso han puesto a mi disposición una biblioteca. Entiendo por biblioteca un conjunto de libros, quizá más de veinte; con ese número me conformo para un tiempo, unos meses. Hay muchos de los que había oído hablar pero aún no había leído y otros de los que ni siquiera conocía su existencia. El que acabo de leer estaba entre los últimos.

            El adversario, de Emmanuel Carrère (París, 1957), es una novela de no ficción producto de la atracción que sintió su autor por un hecho criminal, no tanto por el hecho en sí —actitud que podría resultar enfermiza— sino por el entendimiento de las razones que pueden llevar a su comisión. Puede considerarse un trabajo cercano al realizado por Truman Capote en A sangre fría.

Jean-Claude Romand, un padre de familia, ha asesinado con frialdad y premeditación, y en el mismo día, a su mujer, a sus dos hijos y a sus padres, dos viejecitos con los que acaba de comer. Eso lo sabe el lector desde la primera página de la novela. Esos hechos ocurrieron en Francia en enero de 1993 y debieron tener amplio reflejo en la prensa europea, sobre todo francesa. Imagino, además, que la novela de Carrère fue un éxito de ventas en aquel país. Sin embargo, y a pesar de la aversión que he sentido siempre por los superventas, lo he leído. Quería ver cómo había sido el trabajo del escritor.

Puedo decir que me ha gustado. El escritor consigue entablar comunicación con el asesino, con su abogado, con los familiares supervivientes, con algunos amigos de la pareja, con las personas dedicadas por humanidad al cuidado de los presos y construye un relato sólido, a menudo espeluznante, de los hechos. Pero lo mejor de todo es el análisis sicológico que realiza de Jean-Claude. Carrère indaga, se pregunta, investiga y llega a determinar las razones que pueden llevar a una persona en apariencia feliz y equilibrada a convertirse en el destructor de lo más querido. Los paisajes que rodean la residencia de los Romand, esas bucólicas estampas que guardamos en nuestra imaginación de la zona fronteriza entre Francia y Suiza, extreman el dramatismo de la novela.

 

Emmanuel Carrère, El adversario, Barcelona, Anagrama, 2019. [L’Adversaire, 2000]. Traducción de Jaime Zulaika.  

martes, 3 de noviembre de 2020

Mercaderes y banqueros de la Edad Media, de Jacques Le Goff

 

San Gimignano

            Librito de apenas ciento cincuenta páginas que va a acrecentar nuestros saberes sobre la Edad Media de forma notable y amena. Su autor, el célebre medievalista francés Jacques Le Goff (1924-2014), lo ideó, creo, con afán divulgativo, de manera que no posee notas al pie y su contenido está repartido en capítulos y subcapítulos de corta extensión. Le Goff toca todos los aspectos de la vida de los comerciantes de Europa occidental en la Baja Edad Media, principalmente de los más exitosos, los italianos. Describe cómo era eran sus métodos de trabajo, qué relación mantuvieron con los poderes eclesiásticos, reales y nobiliarios a lo largo de los siglos, qué lugar ocupaban en la sociedad, a dónde viajaban, cómo lo hacían, qué importaban, qué exportaban, cómo se veían a ellos mismos, qué cambios se produjeron gracias a su influencia en la educación, en el cómputo del tiempo, en la caligrafía, en la contabilidad, etc. A pesar de las evidencias indiscutibles de  materialismo y de la cerrada defensa de la racionalidad de los comerciantes —que ponen las ganancias por encima de todas las cosas—, Le Goff, muy profesional, los trata de manera neutra, sin que sus opiniones personales interfieran en el discurso. Tras la lectura del libro, y si no lo había hecho antes, el lector comienza a ver las conexiones que han existido siempre entre el dinero y el poder. Gracias a su inteligencia, su arrojo y su perseverancia, los grandes comerciantes se convierten en poderosos propietarios, capaces de influir en la política de manera decisiva, a veces con la connivencia y el apoyo económico del papado, así como en las artes, que protegen como mecenas muy a menudo por el prestigio social que acarrea ese patrocinio y por la inversión que creen estar haciendo, no porque sean especialmente sensibles al arte. De todas formas, el autor también analiza la manera en la que evoluciona la mentalidad en el devenir de las generaciones de una misma familia de comerciantes, advirtiendo cómo las primeras dedican más sus esfuerzos a la consecución del capital y las siguientes a su disfrute, acción esta última que suele incluir el cultivo del espíritu.

            La impresión general permanente tras la lectura es de continuidad. El capitalismo de origen industrial fue la evolución lógica del comerciante, producto, simplemente, de una revolución tecnológica. Las bases de todo estaban sentadas desde el medievo.

 

Jacques Le Goff, Mercaderes y banqueros de la Edad Media, Madrid, Alianza Editorial, 2010. [Marchands et banquiers au Moyen Âge, Le Seuil, 1957]. Traducción de Damià Bas.

miércoles, 28 de octubre de 2020

Regreso a Hope Gap

 

 

            Película que hará las delicias de los amantes del análisis de las relaciones humanas y de la contemplación de los paisajes naturales, en este caso del sur de Inglaterra, tan buscados por los cineastas ingleses a causa de su belleza. Recuérdese al respecto En busca de Summerland, película de este mismo año 2020. En este caso nos hemos trasladado a Seaford, una localidad de poco más de veinte mil habitantes situada en la costa y muy cerca del sur geográfico de Londres. Las casas de Seaford se levantan en un terreno plano pero vecino a la elevación que termina abruptamente en los acantilados. A los pies de uno de ellos se encuentra Hope Gap, una extensión de roca dura diseminada que la bajamar deja al descubierto, ideal como lugar de entretenimiento para los niños, que encuentran entre las rocas criaturas marinas temporalmente contenidas en pequeños charcos. Allí comienza la película.

            Regreso a Hope Gap cuenta desde el punto de vista de un hijo único y veinteañero el drama que supone la separación de sus padres. Se trata de un relato autobiográfico. William Nicholson nació muy cerca de Seaford y vivió la separación de los suyos, hecho que debió afectarle profundamente y, ahora, y por fin, después de medio siglo —Nicholson es septuagenario—, ha podido contar. Y lo hace con la contención, el orden y el conocimiento que dan los años. El resultado es una película entrañable, inteligente y poética. El trío protagonista está interpretado por actores muy solventes. Bill Nighy, a quien estamos acostumbrados a ver en interpretaciones histriónicas, encarna al padre, un hombre en apariencia muy tímido, apocado, de esos que no dan los buenos días por no molestar. Annette Bening, la madre, encarna una mujer excesiva, muy segura de sí misma, de carácter arrollador. Y Josh O'Connor, en cierta manera el narrador de la historia, interpreta al hijo, un muchacho amante de sus padres y muy bien intencionado que ve cómo se derrumba lo poco que quedaba de su feliz infancia y lucha por conservarlo. La película, de todas formas, es optimista, nada gris, y describe a la perfección la manera de superar las rupturas sentimentales, aun las ocurridas después de treinta años de matrimonio.

Hope Gap. 2019. Reino Unido Dirección y guión de William Nicholson. Intérpretes principales: Annette Bening, Bill Nighy y Josh O'Connor.

sábado, 24 de octubre de 2020

1984, de George Orwell


Orwell en 1945 (Vernon Richards)

 

            Narración científica y distópica, en cierto sentido semejante a Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley (1894-1963) pero con una carga política mucho mayor. Georges Orwell (1903-1950) elabora en esta su novela última —murió muy joven, de la tuberculosis que minaba su organismo desde los años veinte— una profecía desencantada del futuro que esperaba a la sociedad de los países desarrollados, especialmente del suyo, el Reino Unido, donde gobernaba desde hacía años el partido laborista, que él, situado más a la izquierda, veía retrógrado, totalitario y fascistoide. Esta es la lectura más tentadora de todas las que pueden hacerse de la novela, expuesta por Thomas Pynchon (1937) en el epílogo escrito para la novela en 2003.

            Dada la inabarcable lista de críticas y comentarios que de 1984 se han escrito, me voy a limitar a escribir de la obra lo que me apetezca, actitud, por otra parte, que aún puedo asumir al vivir en una sociedad que creemos libre.

Desengaño. Esta es la palabra que puede sintetizar la experiencia vital de Orwell, persona conocedora de las míseras condiciones en las que vivía el proletariado de distintos países, clase social —aún existen, no parece que vayan a dejar de hacerlo— homenajeada en su novela al ser la única que conserva en su seno los impulsos y los sentimientos que nos hacen humanos. Orwell imagina una sociedad futura dividida en tres castas bien separadas de las que las dos superiores, los altos y los bajos funcionarios del partido, aun poseyendo familias, han perdido cualquier atisbo de lazo afectivo. Los hijos pueden denunciar a sus padres a la Policía del Pensamiento si piensan que han cometido alguna desviación ideológica, un crimental en la nuevalengua, y entre las parejas no existe lo que siempre se ha conocido como amor, la entrega desinteresada a otra persona basada en el placer que nos causan su cercanía y su felicidad. Winston Smith, el protagonista, vive (cree estar viviendo) una historia de amor con Julia y se considera un disidente capaz de cooperar en la caída de un régimen totalitario que ve necesario combatir. La novela no puede reflejar un desencanto mayor. Lástima que su autor no viviera más años para comprobar cómo su texto ha servido desde su creación para la toma de conciencia de la manipulación que todos sufrimos por las clases dirigentes, hoy día conformadas por las altos directivos de las grandes plataformas digitales que gobiernan el mundo, hábiles practicantes del doblepiensa y dueños de herramientas de vigilancia de una efectividad inimaginable en la época de Orwell, artefactos como el que usted, lector, tiene en su mano en este momento. Nosotros, simples proles, somos humildes esclavos de la economía digital, incapaces de pensar libremente. La pesadilla continúa.

 

George Orwell, 1984, Barcelona, Debolsillo, 2013. (Nineteen Eighty-Four, 1949). Traducción de Miguel Temprano García.

martes, 13 de octubre de 2020

Tiempos difíciles, de Charles Dickens

 

Charles S. Reinhart. Grabado en madera para una edición americana  de 1876.

            Novela escrita en tercera persona y contada por un narrador omnisciente propenso a la ironía y la burla, ambas repartidas de forma sutil y mesurada. Su autor, Charles Dickens (1812-1870), de todos conocido, gozó de gran celebridad en vida e influyó poderosamente en creadores posteriores de todos los ámbitos. Charles Chaplin (1889-1977) es un caso claro, tanto en El chico (1921) como en Tiempos modernos (1936). Esta última película sigue la crítica de la situación de la clase obrera de los grandes centros industriales planteada abiertamente en Tiempos difíciles, donde se condena el maltrato que recibían los operarios por parte de los patronos y se muestra el mecanismo de nacimiento de los sindicatos obreros. Dickens aprovecha para criticar, en la persona de Slackbridge, agitador sindicalista, a todos los embaucadores de las personas pocos formadas, en este caso obreros analfabetos. Critica también al empresario poco o nada dado a consideraciones sociales, muy habituales en la primera revolución industrial, cuando los obreros, además, apenas tenían defensa, ni siquiera en Europa, paraíso, en cierta forma, del obrero manual, pues aquí nacieron los movimientos obreros y la situación de los empleados poco cualificados es claramente mejor que la existente en los países asiáticos e, incluso, los Estados Unidos. Dickens aprovecha también para criticar la degradación de las condiciones ambientales que la gran industria ocasiona, deteriorando el entorno natural y empeorando, en general, las condiciones de vida. La acción transcurre en Coketown, población ficticia inspirada, según los críticos, en la ciudad de Preston, célebre por su actividad industrial durante el siglo XIX.

            Pero, en mi opinión, la crítica fundamental de la obra es la dirigida a los métodos de educación que olvidan la esfera de los sentimientos y la imaginación. Los principales protagonistas son los hijos de un padre —la madre es como un cero a la izquierda— empeñado en dar a sus hijos la que considera mejor educación, aquella basada en datos y conocimientos científicos relativos a ciencias exactas. Según este tipo de educación solo será de enseñanza recomendable, de valor, aquello que resulte cuantificable y analizable desde el punto de vista estadístico. Todas las personas que se salgan de los grupos que considera recomendables, aquellos donde se practica el grave raciocinio, deben mantenerse alejadas de sus hijos, razón que obliga a los pequeños a evitar cualquier diversión normal en la infancia. Este tipo de educación, tan rigorista, va a causar graves trastornos en la configuración emocional de los hijos, necesitados de ayuda exterior para poder normalizar sus vidas. Entre los muchos logros de la novela se encuentra la defensa del papel de la mujer. Esta aparece como más despierta que el hombre en casi todos los casos y, sobre todo, más humana, consciente de la necesidad que todos tenemos de amar y ser amados. El papel jugado por Cecilia Jupe (Sissy), nacida y criada en un circo, resultará determinante para la resolución de los graves conflictos vividos por los protagonistas, inhábiles, por sus carencias afectivas, para enfrentarse a cuestiones básicas de la vida.   

 

Charles Dickens, Tiempos difíciles, Madrid, Alianza Editorial, 2010. Traducción de José Luis López Muñoz. (Hard Times, 1854).

jueves, 1 de octubre de 2020

El Crack-Up, de F. Scott Fitzgerald

 

Zelda y Scott en 1921 (Getty Images)

            Se trata de una recopilación de textos de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) y Zelda Fitzgerald seguidos de dos artículos escritos por Glenway Wescott y John Dos Passos tras la prematura muerte de Fitzgerald. La dramática vida de este novelista norteamericano se asemeja a la de otros autores que eligieron parejas mentalmente inestables y fueron demasiado amigos de la botella, mezcla que suele llevar a la excelencia artística y a una muerte temprana. A veces los creadores se ven atraídos por la forma de ser de personas aquejadas de disfunciones mentales, poseedoras de una visión de la vida muy distinta a la de los demás. También suele ocurrir que su existencia vaya unida a la de su pareja, y cuando esta, ya a una edad, empiece a necesitar tratamientos drásticos o internamientos en clínicas siquiátricas, la actividad creadora del autor, o autora, se vea muy resentida por ello. En este caso la influencia fue recíproca. Ambos eran personas que se salían de la norma y, tras el primer éxito editorial importante de Fitzgerald, A este lado del paraíso (1920), los dos vivieron una década en la que fueron célebres por su excelencia artística —ella, además de pintora, escritora y bailarina, era elegante y muy libre para la época—, viajaron por los lugares más lujosos de Europa e intentaron vivir en una fiesta continua (principalmente Zelda porque Scott procuraba encontrar tiempo para escribir). Pero aquella vida acabó pasándoles factura, sobre todo a él, incapaz de estar sobrio y pensar con lucidez. Vistas sus vidas desde nuestra posición, alejados de ellos en el tiempo y con elementos suficientes, o al menos variados, para poder valorarlos e intentar entenderlos, uno puede tener la impresión de que todos esos problemas que aquejan a Fitzgerald y que tan patentes quedan en El Crack-Up, traumas pequeños, perfectamente salvables si se miran con el necesario distanciamiento, hubieran desaparecido por asimilación y comprensión con la ayuda de un buen psicoanalista.

De los textos que contiene el libro es muy difícil destacar uno. Algunos, como Ecos de la era del jazz (1931) y Mi ciudad perdida (1932), son de aconsejable lectura para los interesados en conocer cómo fue la vida en el Nueva York de los años veinte y principio de los treinta, cuando se dio una de las primeras revoluciones sexuales gracias a la existencia de los automóviles, el alcoholismo se extendió imparable por culpa precisamente de la Ley Seca (1920-1933) —no hay como prohibir un consumo para que este se vuelva más atractivo— y nacieron las flappers, de las que Zelda fue un ejemplo célebre. Lleva al señor y a la señora F. al número… (1934) y Subasta: Modelo 1934 (1934), artículos firmados por los dos, son muestras de la vida de lujos que la pareja llevó durante su época más boyante, cuando vivían en buenos hoteles europeos y no se privaban de capricho material alguno. Esta época está reflejada en Suave es la noche (1934), novela de Fitzgerald que tuvo mucho menos aceptación que El gran Gatsby (1925)—su estructura es menos convencional y su tono menos vitalista— y contiene ya significativas alusiones al mundo del cine, que en su versión sonora sería visto por el autor americano como la superación de la novela, a la que no auguraba demasiado futuro. Afortunadamente se equivocaba. Sus palabras son: «Ya en 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más vendiera en algo tan arcaico como las peículas mudas» (Encólese, 1936, pág. 118). En estas líneas parece adivinarse una de las características de Fitzgerald que más choca al lector exigente: su afán de hacer dinero a través de la literatura, de convertirse en un productor de best-sellers, quizá por la necesidad que siempre tuvo de ganar dinero para conquistar y mantener a Zelda, nacida, por cierto, en una familia muy acomodada y conservadora, de jueces y senadores. En cualquier caso, la obra de Fitzgerald es inseparable de su vida con Zelda, sin la cual no hubiera existido.

El libro acaba con Un nota sobre Fitzgerald (1940), artículo de John Dos Passos. Entre sus líneas encontramos llamativas verdades sobre la depauperación de la vida intelectual producida por la llegada del cine y, en general, de las pantallas, que el autor de la genial Manhattan Transfer (1925) supo ver con una antelación y una agudeza extraordinarias:

«Los escritores se enfrentan hoy con un problema de analfabetismo. Hace cincuenta años [1890] uno aprendía a leer y escribir o no aprendía nada. La lectura constante de la Biblia por cientos de miles de familias humildes manutuvo una base estable de personas que sabían leer y escribir y sostuvo a la literatura como un todo, y también a la lengua inglesa. […] Hoy las personas angloparlantes no poseen una educación clásica básica común semejante a esa. El nivel más profundo lo constituye la cultura visual y audible del cine, en absoluto es nivel literario. Por encima de él aparecen todo tipo de grados de analfabetismo». (pág. 164).

No sabe uno si leer o llorar. En cualquier caso, ahí queda el testimonio de unas existencias, las de Francis Scott y Zelda Fitzgerald, que vivieron con la intensidad de dos adolescentes huérfanos y adinerados y dejaron brillantes páginas para la historia de la literatura.

Y ahora, a seguir leyendo, vamos, anímese.

 

F. Scott Fitzgerald, El Crack-Up, Barcelona, Anagrama, 2003.

domingo, 27 de septiembre de 2020

Un amor, de Sara Mesa

 

Areños, Palencia. (verpueblos.com) 

            La nueva novela de Sara Mesa (Madrid, 1976) es un relato en tercera persona de la breve temporada pasada por Nat, una mujer de ciudad, en un pequeño núcleo rural, un lugar de caserío disperso, mala tierra y nombre ficticio, La Escapa. Ha alquilado una casa rodeada de una porción de tierra. Allí piensa pasar unos meses trabajando en una traducción literaria. Desde el primer momento, por la manera que tiene de tratar con el arrendador de la casa, el lector descubre su falta de carácter, empuje y asertividad, productos todos de la carencia de autoestima. Esta, como en tantas otros ocasiones, es consecuencia de una infancia de la que entrevemos muy poco pero suficiente para confirmar situaciones de abuso que no ayudan, precisamente, a la configuración de personalidades fuertes e independientes. La protagonista intenta ser la mujer empoderada, capaz de abrirse camino sola en un mundo tradicionalmente masculino, pero le faltan los mimbres para conseguirlo. Como otros personajes de narraciones de Mesa —los Casi y Viejo de Cara de pan—, Nat es una persona ensimismada, de buen fondo, que se refugia en un lugar huyendo de algo, a menudo un pasado censurable, lo mismo que podría decirse del doctor Tejada de Un incendio invisible, aunque con esta novela existen otros llamativos puntos en común, sobre todo los referidos al escenario de la acción, una comarca o ciudad depauperada habitada por personas de apariencia y trato hostil. En el haber de Un amor deben anotarse igualmente el uso de un lenguaje llano, de ritmo trabajado, y una reflexión casi omnipresente sobre la comunicación, patente en las habituales dudas en la traducción sobre la que Nat trabaja, en el aislamiento en el que Nat vive y en las palabras de un personaje aquejado de demencia senil alusivas a la falta de entendimiento entre las personas en aquel lugar (Roberta, pág. 166), donde «nadie entiende a nadie» porque allí no ha nacido nadie, «todo el mundo viene de fuera». La Escapa se convierte así en un reflejo de los grandes núcleos de población, donde la comunicación, sobre todo entre desconocidos, es realmente escasa, y fundamental el fenómeno de la inmigración.

            Pero esta novela de Sara Mesa posee notables carencias, de hecho es la narración suya que menos me ha gustado, la más comercial. Su estructura es muy predecible, está divida en tres partes perfectamente correspondientes a los habituales planteamiento, nudo y desenlace, y parece escrita siguiendo los pasos descritos por Vogler para el camino del héroe, una técnica que, a estas altura —y para las facultades de Mesa—, parece infantil. Además, echo de menos la riqueza imaginativa de la autora, más desarrollada en otras novelas suyas.

 

Sara Mesa, Un amor, Barcelona, Anagrama, 2020.

 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

El último día de un condenado a muerte, de Victor Hugo

 

El autor en 1875, por Walery 

 

Según datos de 2018, obtenidos en la web del Ministère de L’Europe et des affaires étrangères (diplomatie.gouv.fr), aún son más de cincuenta y cinco los estados y territorios donde se aplica la pena de muerte en el mundo. Cada año, eso sí, disminuyen las ejecuciones, seguramente debido a la toma de conciencia de la barbaridad que supone la aplicación de esta pena. Hace ya más de doscientos años existían voces que se alzaban contra ella, y lo hacían precisamente en Francia. El último día de un condenado a muerte (1829), novela breve de Victor Hugo (1802-1885), fue escrita con intención de lograr su abolición.

            La novela comienza con un corto prólogo en el que justifica la existencia del texto, publicado como anónimo para apoyar su veracidad. Hugo usa la técnica del manuscrito encontrado. Es un relato en primera persona escrito por un condenado a muerte innominado cuyo crimen permanece oculto durante toda la novela para conseguir dotar al relato de un alcance universal. Aunque el título aluda a un solo día, la narración comprende varios meses, tiempo durante el cual el acusado es sentenciado, condenado y trasladado a varias cárceles. Hacía falta la existencia de un espíritu tan sensible, humano y cultivado como el de Victor Hugo, dueño además del coraje necesario, para escribir una obra como esta, realmente efectiva y generadora de profundas reflexiones en el lector. Las imágenes de las calles por las que el condenado es trasladado hacia el patíbulo y de la plaza donde se alza el cadalso repletas de personas ansiosas por la contemplación del espectáculo desalientan, y mucho. ¿Cómo puede permitirse, hoy día aún ocurre, que una multitud, a la que hay que sumar el verdugo y sus acólitos, asesine de manera completamente premeditada a un individuo solo, atado, indefenso, y todo este espectáculo sea permitido por el resto de la sociedad? ¿Cómo pueden seguir existiendo ejecuciones, la mayoría en países muy atrasados en cuestión de derechos humanos, como Irán, Arabia Saudí, Irak y Pakistán, pero también en un país como Estados Unidos, supuestamente democrático y avanzado? Hugo escribió esta novela para evitarlo, pero hay muchos que no leen.

            La efectividad del texto a la hora de transmitir el mensaje viene potenciada por su carácter artístico. No es un ensayo, donde se allegarían de forma explícita, quizá fría y cerebral, argumentos contra la pena de muerte, sino una novela, un texto creado con la intención de lograr que el lector pueda situarse en el lugar del condenado, mirar con sus ojos, sentir como él. La narración viene acompañada, como epílogo, del prólogo que escribió Hugo para la tercera edición, Una comedia a propósito de una tragedia (1832), pieza teatral breve en la que realiza una sátira mordaz, y merecida, de las personas que criticaban su obra tachándola de imperfecta, mal trabada e ininteligible. Una vez más, un genio se adelantaba a su tiempo abriendo nuevos caminos, desconcertantes para muchos.  

 

Victor Hugo, El último día de un condenado a muerte, Madrid, Akal, 2018. Traducción de Martín García González.