viernes, 30 de abril de 2021

Kwaidan, de Lafcadio Hearn

 

            El interés por la cultura de los países de Extremo Oriente entre los occidentales es muy antiguo, sobre todo en aquellas naciones más próximas o más activas comercialmente. Antes de la llegada de la moda de los gabinetes chinos a las casas de familias más acomodadas durante el siglo XIX —un acercamiento cultural frívolo y superficial—, existía un hilo de comunicación tendido desde Italia gracias a sus ubicuos mercaderes medievales, capaces de arrostrar cualquier peligro para abrir nuevas rutas comerciales. Pero hasta llegar a la debacle japonesa de la II Guerra Mundial, y el comienzo de la desaparición, por mero instinto de supervivencia, de los rasgos de su cultura más marcados —considerados obstáculos para la necesaria modernización (entendida esta como occidentalización)—, hubo insignes orientalistas europeos y, en general, personas de letras interesadas en aquella cultura, tan distinta a la nuestra, tan contradictoria en apariencia por su culto a la fuerza y a la delicadeza. Uno de ellos fue Lafcadio Hearn (1850-1904).

            Llegado a Japón con un encargo profesional cuando ya contaba cuarenta años —era un escritor y periodista muy prolífico—, la atracción que sintió por aquella cultura fue tan intensa que allí pasó el resto de sus días, casado con una japonesa y trasmutado en Yakumo Koizumi. Su obra literaria más conocida es Kwaidan (Cuentos fantásticos del Japón), que acabo de leer en la traducción de Pablo Inestal, traductor en activo hace ahora un siglo. Se trata de una colección de relatos a la que se ha añadido Estudio de insectos, tres textos sobre ciertos invertebrados (mariposas, mosquitos y hormigas) vistos desde puntos de vista poéticos y sociológicos que no sé si fueron publicados con los cuentos en la versión original del libro. Los relatos nos sumergen desde la primera página en un mundo de espectros y apariciones fantasmagóricas teñido de matices poéticos y pleno de amor romántico, características que los dotan de un encanto especial y hacen que se lean con mucho gusto. El total de textos es de veinte, pero yo destacaría cinco relatos: La historia de Miminashi-Hōichi, Diplomacia, El secreto de la muerta, La historia de Aoyagi y la historia de Takahama (págs. 154-157) inserta en el capítulo dedicado a las mariposas. Así mismo, recomiendo la lectura de los textos dedicados a mosquitos y hormigas, ejemplos de profundidad en el análisis del comportamiento de la sociedad humana y de la rentabilidad ecológica resultante de la creencia en la transmigración de las almas.

 

Lafcadio Hearn, Kwaidan (Cuentos fantásticos del Japón), Madrid, Alianza Editorial, 2019 (2ª ed.). [Kwaidan. Stories and Studies of Strange Things (1904)]. Traducción de Pablo Inestal. Revisión de términos japoneses de Koyoko Takagi.

 

Imagen: Paisaje de Tatsuo Horiuchi, artista actual (es.gizmodo.com).

 

Víctor Espuny.

miércoles, 21 de abril de 2021

La llamada de la naturaleza. Bâtard, de Jack London

 

            El libro que acabo de leer contiene dos narraciones de Jack London (1876-1916). Ambas tienen en común la temática --las relaciones entre hombres y perros en un medio muy hostil-- pero se diferencian entre sí por la extensión, el desarrollo del tema y la caracterización comportamental del protagonista canino, la índole de su naturaleza.

            La llamada de la naturaleza (The Call of the Wild, 1903) cuenta los primeros seis o siete años de vida de Buck, perro de físico muy poderoso, hijo de un gran San Bernardo y una perra pastor escocesa, sacado de un medio amable, donde vive regaladamente, y arrojado a una vida de trabajos sin cuento en la región del Yukón, un territorio realmente inhóspito, invadido en aquellos años —finales del siglo XIX— por miles de hombres tocados por la aniquiladora fiebre del oro. El relato sigue un esquema hasta cierto punto parecido al de Black Beauty (1877), de Anne Sewell, centrado en aquel caso en un caballo de facultades también excepcionales, pero el de London está llevado hasta unas consecuencias distintas, con implicaciones no solo animalistas sino también, y hasta cierto punto, filosóficas, siendo, gracias a esta característica, superior al relato de Sewell. En ambos se representan acciones que despiertan el lado sensible del lector amante de los animales —una especie de religión a la que es muy difícil sustraerse sin resultar sospechoso de herejía en los tiempos actuales, cuando hemos dejado de tener hijos para tener únicamente perros o gatos—, aunque La llamada de la naturaleza va mucho más allá al preconizar la vuelta a los orígenes primitivos como único medio de alcanzar la felicidad. Puede leerse entre líneas y adivinar una apelación de London a la vuelta a las formas de vida antiguas, cuando el hombre estaba en pleno contacto con la naturaleza, su supervivencia dependía de su físico y primaba la ley del más fuerte, del más dotado. Véase usted como Buck y vea las manadas como tribus y entenderá lo que propongo. La llamada de la naturaleza siempre estará ahí, por muy tecnológicamente que nos empeñemos en vivir. (Este relato de London contiene pasajes de una intensidad dramática inolvidable).

            El segundo de los relatos, Bâtard (1902) está muy bien puesto junto el primero al crear con él un contraste saludable. Bâtard, el protagonista —bastardo en francés—, ha sido criado con mucho menos amor y ha desarrollado desde el primer momento instintos asesinos. La narración posee un magnífico final.

 

Jack London, La llamada de la naturaleza. Bâtard, Madrid, Alianza Editorial, 2014. (Traducción de Begoña Gárate Ayastuy).

 

Imágenes: Por orden de aparición, ejemplar de perro pastor escocés (micachorro.net) y San Bernardo (zooplus.es); imaginen la mezcla de ambos y tendrán a Buck.

 

Víctor Espuny.

viernes, 16 de abril de 2021

Siete cuentos de la patrulla pequera y otros relatos, de Jack London


            A estas alturas no voy a descubrir a nadie quién fue Jack London (1876-1916), pero si lo hago debo felicitar a esa persona: tiene por delante la lectura de todas las novelas de aventuras de este escritor californiano, capaz de contagiar el amor por el riesgo y de rejuvenecer a cualquiera.

            En este caso se trata de once relatos de temática náutica. Los siete primeros fueron publicados como libro y realmente lo merecían porque guardan una gran unidad. Sus protagonistas son los integrantes de la patrulla pesquera, unidad policial que tiene la misión de hacer cumplir las leyes que permiten proteger los bancos de peces de la pesca indiscriminada y con artes prohibidas, aquella llevada a cabo sin tener en cuenta la supervivencia de las especies. La acción trascurre al noreste de San Francisco (California), principalmente en la zona de la Bahía de San Pablo y el Estrecho de Vallejo hasta llegar a Benicia, donde la patrulla tiene la base. Para comprender bien la acción que se cuenta, de gran dinamismo, resulta imprescindible, o al menos muy ilustrativo, la consulta de un mapa de la zona durante la lectura. Otro de los requisitos casi indispensables para disfrutar de esta lectura es la posesión de unos conocimientos mínimos del lenguaje de la navegación, sobre todo de la navegación a vela. Los protagonistas principales de los relatos son tres: dos navegantes experimentados y uno en proceso de aprendizaje, precisamente el narrador, que vive con la patrulla durante dos años con la intención de ahorrar para pagarse los estudios (pág. 111). El enemigo al que se enfrentan es el pescador ilegal, generalmente de origen chino y muy bien organizado, circunstancia que obliga a los patrulleros a avivar poderosamente el ingenio para poder vencerlo. Muchos de los relatos se centran en enfrentamientos muy desiguales en fuerza y número en los que siempre vencen los patrulleros, dejando la impresión en el lector, eso sí, de la existencia de un planteamiento muy maniqueo y, por lo tanto, poco enriquecedor: el punto de vista es siempre el mismo, el de «los buenos». En la mayoría de los relatos se respira un curioso y reconfortante aire de camaradería entre perseguidores y perseguidos, como si todos apreciasen la dignidad del rival. Los relatos están inspirados en experiencias propias, pues parece que London mismo, en su primera juventud, trabajó en la zona tanto de pescador ilegal como de perseguidor de esas prácticas ilegales.

            En los otros cuatro relatos, al menos en los tres primeros, los personajes deben enfrentarse también a enemigos muy poderosos: la marina rusa, que ve sus aguas jurisdiccionales invadidas, una borrasca muy profunda o todo un barrio de pescadores japoneses enfadados. El último de los cuatro, Un paje de cámara guapísimo, se sale de la línea de los demás y es bastante insulso en comparación con los otros. El protagonista de los tres primeros vuelve a ser un muchacho que descuella entre los marineros veteranos. La acción trascurre en aguas del Pacífico.

            Todos los relatos son de gran amenidad, una gozada para los que posean espíritu de aventura.  

 

Jack London, Siete cuentos de la patrulla pesquera y otros relatos, Madrid, Alianza Editorial, 2008 (la 1ª ed. es de 1982). Traducción de Fernando Santos Fontenla. (Seven Tales of the Fish Patrol se publicó por primera vez en 1905. Después de una búsqueda somera en Internet, no sé hasta qué punto fiable, las fechas de publicación de los otros cuatro parecen ser 1901 (The Lost Poacher y Chris Farrington, Able Seaman), 1903 (In Yeddo Bay) y 1899 (The Handsome Cabin Boy)).

 

Imagen: La goleta Atyla durante una competición en 2014 (dominio público).

 

Víctor Espuny.

viernes, 9 de abril de 2021

Ve y pon un centinela, de Harper Lee

 

            Cuando uno era pequeño creía en los cuentos, que aquello que le contaban había ocurrido, disfrutaba con ellos. Luego uno se hacía mayor y aprendía a distinguir la realidad de la ficción y, aunque seguía disfrutando con las narraciones inventadas, ponía cada cosa en su sitio. Tú, mundo imaginado, vas a ir ahí, con las invenciones bellas, necesarias, bienintencionadas, inspiradoras de bondad; tú, mundo real, vas a estar aquí, con el día a día de la vida tangible, desesperanzadora, cínica, brutal. La ficción existe entre otras razones porque necesitamos de sus dosis de bondad para poder seguir viviendo sin abrirnos las venas y abandonar este cochino mundo antes de tiempo, porque es una ventana que se nos abre a una existencia paralela más elevada en la que imaginamos poder estar.

Esta distinción se contempla con fidelidad admirable en la pareja formada por las novelas Ve y pon un centinela y Matar un ruiseñor. La primera ha sido publicada en 2015 cuando ya su autora, Harper Lee (1926-2016), estaba gagá; no sabemos qué hubiera pasado si hubiera tenido el control de sus facultades, si se hubiera opuesto. La segunda lo fue en 1960, y desde el momento de su publicación —e impulsada por la película donde Gregory Peck interpretaba al bondadoso Atticus Finch—, se convirtió en una de las novelas más celebres escritas en Estados Unidos en las últimas décadas, un precioso alegato a favor de la igualdad entre blancos y negros. Leer Ve y pon un centinela, primera y genuina versión de Matar un ruiseñor —nacida tras una reescritura de la primera por consejo de la editora de Harper Lee—, resulta una experiencia estremecedora porque enfrenta al lector a la cruda realidad, al verdadero Atticus, el cual, aun siendo bien intencionado, no era ni de lejos el apóstol de la integración que demostraba ser en la versión de 1960. A destacar también el papel que realiza el tío Jack, el doctor Finch, como mentor y corrector de Scout, aspecto este último que llega a desempeñar con una crudeza física inesperada para los que teníamos idealizados a los Finch. Si de verdad quiere saber cómo eran las relaciones entre blancos y negros en un pueblecito de Alabama de los años cincuenta y entender las posturas de todos, no deje de leer esta novela. Los cuentos están muy bien para los niños pero los adultos necesitamos Ve y pon un centinela, mucho más cruda, esclarecedora y real.

 

Imagen: La autora con su padre en 1961. (Fotografía de Donald Uhrbrock).

 

Víctor Espuny.

domingo, 4 de abril de 2021

La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells

H. G. Wells dejó para la posteridad en La isla del doctor Moreau, publicada en 1896, una llamada de atención sobre la capacidad de la humanidad de manipular la naturaleza. Se trata de un relato de ciencia ficción en el sentido estricto de la palabra: la acción transcurre en el momento de escritura, apenas una década antes, no en un futuro más o menos fantástico y lejano, circunstancia que solemos tener asociada a esta clase de novelas. La génesis de esta obra de Wells solo se entiende como producto de los conocimientos de biología del autor y de la revolución técnica y científica vivida durante el siglo XIX, de una intensidad inimaginable para nosotros, quienes, endiosados gracias a Internet, creemos vivir en una especie de pico de la inteligencia humana, afirmación que no resiste un análisis serio. Vivimos un momento de revolución de las comunicaciones y los soportes de conocimientos  y datos, pero no de los conocimientos mismos. Estos grandes avances son anteriores en su gran mayoría.

La isla del doctor Moreau sigue la estela dejada por obras como Frankenstein (1818), de Mary Shelley, y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), de Stevenson —entre otras novelas de interés que desconozco—, relatos en los que la manipulación del organismo de los seres vivos desempeñaba un papel principal. Son novelas en las que destaca el enfrentamiento entre la bondad y la maldad y existe un científico en el desempeño de uno de los papeles principales. A estos elementos se une, en este caso, la insularidad, el carácter especial que da a una ficción cualquiera su desarrollo en un lugar completamente aislado, alejado de alguien con quien comunicarse o a quien pedir auxilio, como es el caso de Robinson Crusoe (1719), de Defoe, o La invención de Morel (1940), de Bioy Casares, una genialidad, esta última, recomendable para cualquier apasionado de la literatura.

            Desde el punto de vista narrativo, uno de los mayores atractivos de La isla del doctor Moreau, sobre todo de sus primeros capítulos, es la dosificación de la información que se proporciona al lector, tan sabiamente administrada que el interés de este por saber más no para de crecer. Otro de los alicientes de esta lectura es la lucha por la supervivencia que tiene que entablar Edward Prendick, el protagonista y narrador, personaje de llamativos rasgos autobiográficos. El punto de vista va a ser siempre el suyo, el único posible para que la historia, difícil de creer en otros labios, resulte verosímil.

            El carácter científico de la novela anuncia otras muchas, señaladamente una de Mijaíl Bulgákov titulada Corazón de perro (1925) —obra que admite lecturas muy variadas—, y prepara el camino para Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, y Rebelión en la granja (1945), de Orwell. La familia Huxley, por cierto, está presente en La isla del doctor Moreau en la persona de Thomas Henry Huxley, abuelo de Aldous y destacado darwinista. El fisiólogo británico aparece citado por el protagonista como uno de sus referentes intelectuales, otro de los rasgos propios de Wells usados para la creación de Prendick. En cuanto a las características generales de La isla del doctor Moreau, parece lógico pensar en la influencia de la fábula, ese subgénero narrativo nacido en la antigüedad clásica en la que los animales se humanizan, obras de Esopo, La Fontaine, Iriarte o Samaniego, que suelen ir coronadas con una moraleja final. En este caso, y no sé si forzando el asunto por un excesivo espíritu taxonómico, pueden entenderse como esa moraleja las reflexiones contenidas en las últimas páginas sobre la bestialidad del hombre, esa fiera que vive dentro de nosotros presta a saltar cuando se siente estimulada por instintos ancestrales. Se trata de una novela pesimista pero visionaria: a la vista están las guerras sufridas por la humanidad desde su publicación.

 

Imagen: Isla Gaua, al sur del Pacífico (earthobservatory.nasa.gov).

 

Víctor Espuny.