viernes, 29 de enero de 2021

Adiós fantasmas, de Nadia Terranova

 


            «No hay quien duerma si la memoria es un almacén abierto y cada detalle busca sitio en un relato».

«Crecer supone saber de quién se puede prescindir».

 

Estas dos citas de la novela, localizables en la página doscientos, nos ayudan a entender y a explicar de qué va exactamente este relato, que podríamos llamar de maduración. Narrado en primera persona con un solo punto de vista, cuenta la estancia de Ida Laquidara, la protagonista-narradora, hija única, en Mesina, adonde llega desde Roma atendiendo a un ruego de su madre, que quiere saber qué objetos de la casa desea conservar antes de venderla. La vuelta al hogar familiar, de donde había salido quince años antes, poco después de la mayoría de edad, supone el enfrentamiento con cuestiones cuya resolución resulta imprescindible para el perfeccionamiento de su vida emocional, herida de gravedad poco antes de su salida de Mesina.

            La novela, escrita con sencillez, de lectura atrayente, llega en los últimos capítulos a un punto donde todo puede pasar. El relato, sanador, se cierra de la manera más curativa posible. Constituye un buen ejemplo del esfuerzo que todos debemos realizar para enfrentarnos a esos fantasmas que creemos dejar atrás al salir de nuestros pueblos o ciudades y, si no ponemos remedio, nos siguen hasta el final de nuestro camino. Interesante.

 

Nadia Terranova, Adiós fantasmas, Barcelona, Libros del Asteroide, 2020. Traducción de Celia Filipetto.

 

Imagen: Nadia Terranova (italy.org).

 

Víctor Espuny.

miércoles, 20 de enero de 2021

La guerra de Troya no tendrá lugar. La loca de Chaillot, de Jean Giraudoux

 

            Una forma vicaria de asistir a una representación teatral es leer la obra a la que da vida. No es lo mismo, está claro, no lo es para nadie, porque de la representación viven muchas personas, la mayoría artistas, precisamente el tipo humano preferido por la loca de Chaillot y por la mayoría de nosotros; no es lo mismo tampoco para el receptor de la obra, que en el teatro la vive con mucha más intensidad y de forma continuada, sin las lógicas interrupciones de la lectura, resultando el tiempo de escucha equivalente al tiempo de la representación ininterrumpida; no lo es tampoco para los taxistas que llevan al público al teatro, para los tenderos que a su paso venden revistas, aspirinas o paquetes de tabaco, ni tampoco para los dueños y los trabajadores de bares y restaurantes donde los asistentes a la función cenan al término de la misma. Está claro que no es lo mismo. Pero tampoco está mal.

            El libro que acabo de leer contiene dos obras de Jean Giraudoux (1882-1944). Este autor volcó al final de su vida toda su experiencia vital, que no era poca al haber pertenecido al cuerpo diplomático, en una creación inolvidable, la loca de Chaillot, una persona fuerte que ve maldad donde otros solo ven ocasiones de enriquecimiento y destrucción donde otros solo ven progreso. La obra, profunda, invitaba ya entonces —se estrenó en 1945— a la reflexión sobre los daños ecológicos del sistema consumista en el que llevamos inmersos más de un siglo y no parece dispuesto a enmendar la dirección que lleva. El otro texto, de aparente temática mitológica, es una recreación de la guerra de Troya de inspiración pacifista en la que se leen entre líneas alusiones a la tensa situación en la que se encontraba Europa en los años treinta —la obra se estrenó en 1935—, en ese momento a las puertas de una conflagración aún más grave de la hasta entonces conocida como Gran Guerra. Héctor, Andrómaca y Casandra pondrán todo de su parte para conseguir que una voluble Helena tenga a bien volver con Menelao antes de dejar que se declare una guerra por su causa. En las dos obras llama la atención el comportamiento juicioso que atribuye Giraudoux a los personajes femeninos, que parecen más conscientes de las cosas que están en juego y de verdad importan. Imprescindibles.

 

Jean Giraudoux, La guerra de Troya no tendrá lugar y La loca de Chaillot, Madrid, Cátedra (Letras Universales), 1996. Edición y traducción de Francisco Torres Monreal y Guy Teissier.

 

Imagen: Instante de La Folle de Chaillot, puesta en escena de Didier Long, con Anny Duperey, Dominique Pinon, Romain Apelbaum y otros. Comédie des Champs Elysses (Paris), 17 de enero de 2013. (la-croix.com).

 

Víctor Espuny.

miércoles, 13 de enero de 2021

El agente secreto, de Joseph Conrad

            La lectura de ficciones tiene algo de estupefaciente, de droga sin la cual la vida sería mucho menos llevadera. La realidad tal como nos la cuentan la prensa y, a menudo, los libros de historia es aburrida, zafia, brutal, previsible, y en demasiada ocasiones aparece expuesta de la manera menos delicada posible. El arte lo transforma todo. Hasta la más sórdida de las historias puede ser contada de manera brillante, elaborada y sensible, dejando además bien claras las implicaciones morales de la conducta humana. Ninguna de estas virtudes aparece en medios de comunicación al uso, esos molestos altavoces y ubicuas pantallas donde solo nos muestran retazos manipulados de una realidad demasiado presente.

He estado más de una semana inmerso en la lectura del relato de unos hechos acaecidos en Londres durante algún año de finales del siglo XIX; 1886 según se desprende del contenido de la página de 363. Se trata de hechos ficticios narrados en El agente secreto. Esta novela fue escrita por Joseph Conrad (1857-1924) y publicada en 1907. En ella se cuentan los últimos días de los miembros de una familia cuya cabeza visible, Adolf Verloc, se mueve en el oscuro y silenciado mundo de los confidentes policiales y los infiltrados en grupos terroristas. Según comenta el autor en el prólogo, la idea del relato surgió de la explosión real de un artefacto colocado cerca del observatorio londinense de Greenwich. No soy especialista en el tema, pero posiblemente la historia del terrorismo tenga uno de sus principales hitos en los movimientos anarquistas de finales del siglos XIX y de principios del XX, pudiéndosele seguir la pista a esta inhumana forma de actuar hasta nuestro días. Los personajes principales de la novela son variados: anarquistas, diplomáticos, policías, políticos y sencillas y amantes esposas. En el relato va a prevalecer el poder de los fuertes, representados por El Profesor, un individuo que posee conocimientos para fabricar explosivos. Este expresa en uno de sus parlamentos su firme creencia en la necesidad del exterminio de los débiles y los enfermos, anunciando de forma escalofriante lo ocurrido en los campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. La verdadera y principal perjudicada de la historia, Winnie Verloc, es descrita y manejada en las últimas páginas, a partir del conocimiento de cierta noticia luctuosa, con una habilidad magistral. Conrad es un novelista notable, de aconsejable lectura para cualquiera. Resulta admirable, además, que escribiese en inglés, una lengua aprendida ya en la edad adulta. El suyo es un caso parecido al de Vladimir Nabokov, otro «migrante lingüístico». Una persona puede aprender en edad adulta otra lengua a un nivel comunicativo aceptable, pero hacerlo de manera que pueda manejarla en elevados registros literarios no es usual.  

 

Joseph Conrad, El agente secreto, ed. de Dámaso López García, Madrid, Cátedra (Letras Universales), 2018 (6ª ed.; la 1ª es de 1995). The Secret Agent. Traducción de Héctor Silva.

 

Imagen: Greenwich Park (alondoninheritance.com).

 

Víctor Espuny. 

miércoles, 6 de enero de 2021

Crucero de verano, de Truman Capote

 


            La literatura avanza gracias a genialidades dispersas. Lo que millones de personas que escribimos podamos crear solo va a servir para llenar cierto tiempo libre de lectores curiosos, no para sembrar semillas de una inquietud estética o humana perdurable. Esto último está al alcance de muy pocos. Truman Capote (1924-1984) ha sido uno de ellos. Hablo así, en pretérito perfecto, porque su obra alienta aún como si estuviera recién escrita. Es el caso de Crucero de verano.

            Poco antes de morir víctima de los excesos que han caracterizado las vidas de muchos escritores célebres, señaladamente norteamericanos aunque todos parecen tener cierta tendencia a la dipsomanía y al abuso de sustancias, no me pregunten por qué, Truman Capote nombró a un amigo fiduciario del fideicomiso donde, a su muerte, quedarían comprendidos sus bienes, incluidos sus derechos de autor. Este señor, llamado Alan U. Schwartz, recibió en 2004 una carta de la casa Sotheby`s en Nueva York donde se le comunicaba la pronta salida a subasta de un lote de objetos personales de Capote entre los cuales se encontraba el manuscrito de una novela inédita. Por circunstancias bien detalladas en el epílogo de la edición de Crucero de verano que he leído, y no voy a reflejar aquí para no resultar prolijo, el manuscrito y los otros objetos fueron a parar a la Public Library de Nueva York, donde se encuentra el resto de su legado. El manuscrito de la novela inédita, titulada Summer Crossing, junto con el resto de objetos aparecidos en 2004, había sido desechado por Capote al abandonar en los años sesenta un piso donde había vivido un tiempo. Por suerte para nosotros, esas pertenencias cayeron en manos de una persona sensible, o previsora, y las conservó hasta su muerte, tras la cual su heredero las hizo llegar a la casa de subastas para su venta.

            Schwartz se encontraba en un dilema con el manuscrito en sus manos. Según el relato de los hechos, perfectamente creíble, Truman no había dado valor al manuscrito inédito y, aunque no lo había destruido, había dejado las cosas de manera que otro lo hiciera. Schwartz debía respetar la voluntad del fallecido, claro, aunque en este tipo de decisiones subyacen consideraciones de tipo económico claramente determinantes. Ante la posibilidad de que fuese una inmadura obra de juventud, y siempre según su relato, Schwartz envió el manuscrito a cuatro o cinco personas cuyo criterio literario estuviera bien formado y la opinión de todos fue unánime: la publicación de Crucero de verano no empañaría el prestigio de las creaciones de Capote, estaba a la altura del resto de ellas. Fue así como esta obra vio la luz en 2006, el mismo año en el que fue publicada en español.

            Se trata de una novela corta centrada en la vida de una mujer joven, guapa y poco afortunada en el amor, ese tipo de heroína que tanto atraía a Capote. La acción transcurre en Nueva York durante un verano de los años cuarenta. La protagonista, Grady McNeill, de familia muy acomodada, residente en la Quinta Avenida cerca de la 59 y con mansiones en la Costa Azul, busca el amor en la persona más alejada de lo presumible en una mujer de su cuna según la postura más clasista. Esta rebeldía suya a lo impuesto desde arriba constituye el principal motor del relato, que se desarrolla de manera ágil para acabar de forma magistral. Quizá en algún pasaje sobre un poco de la hojarasca lírico-descriptiva típica del novel pero esto queda compensado con los hallazgos expresivos continuos, esos que solo están al alcance de los escritores con verdadero talento. Muy recomendable.

 

Truman Capote, Crucero de verano, Barcelona, Anagrama, 2016. Traducción de Jaime Zulaika.

 

Imagen: Capote y Geraldine Chaplin en 1968 (Cordon Press).

 

Víctor Espuny.

viernes, 1 de enero de 2021

Los Niños terribles, de Jean Cocteau



Jean Cocteau (1889-1963) tuvo una vida increíblemente intensa desde el punto de vista creativo, similar en ese sentido a la de todos los genios, que parecen abocados por pura necesidad vital a la creación incesante, a la expresión insomne. Se relacionó de igual a igual con los más célebres artistas contemporáneos y merece ser estudiado y conocido como lo son Pablo Picasso, Eric Satie o Charles Chaplin.

En Los Niños terribles, librito de poco más de cien páginas y encanto arrebatador, el autor francés cuenta la manera que tiene uno de los miembros de una pareja de hermanos de sofisticar una relación incestuosa reprimida e impedir que el otro miembro de la imposible pareja pueda ser feliz. Los protagonistas, ella un poco mayor que él, pasan ante nuestros ojos del final de la infancia a la primera juventud para seguir detenidos, ya en cuerpos adultos, en esos primeros años de la vida que pueden crear lazos imposibles de romper, dependencias afectivas autodestructivas de oscuro final.

La prosa es muy cuidada, producto de un esfuerzo consciente por decir aquello que realmente se quiere decir, y está plagada de imágenes poéticas, productos de un alma sensible y cultivada.

La edición viene acompañada de una interesantísima introducción de José Ignacio Velázquez, autor también de la traducción.  

 

Jean Cocteau, Los Niños terribles, Madrid, Cátedra (Letras Universales), 2014 (la 1ª ed. es de 1990). Les Enfants terribles, 1929.

 

Imagen: Edith Piaf y Jean Cocteau, fallecidos con horas de diferencia en un octubre negro para la cultura francesa. (lavidrieradecasilda.com.ar)

 

Víctor Espuny.