domingo, 27 de septiembre de 2020

Un amor, de Sara Mesa

 

Areños, Palencia. (verpueblos.com) 

            La nueva novela de Sara Mesa (Madrid, 1976) es un relato en tercera persona de la breve temporada pasada por Nat, una mujer de ciudad, en un pequeño núcleo rural, un lugar de caserío disperso, mala tierra y nombre ficticio, La Escapa. Ha alquilado una casa rodeada de una porción de tierra. Allí piensa pasar unos meses trabajando en una traducción literaria. Desde el primer momento, por la manera que tiene de tratar con el arrendador de la casa, el lector descubre su falta de carácter, empuje y asertividad, productos todos de la carencia de autoestima. Esta, como en tantas otros ocasiones, es consecuencia de una infancia de la que entrevemos muy poco pero suficiente para confirmar situaciones de abuso que no ayudan, precisamente, a la configuración de personalidades fuertes e independientes. La protagonista intenta ser la mujer empoderada, capaz de abrirse camino sola en un mundo tradicionalmente masculino, pero le faltan los mimbres para conseguirlo. Como otros personajes de narraciones de Mesa —los Casi y Viejo de Cara de pan—, Nat es una persona ensimismada, de buen fondo, que se refugia en un lugar huyendo de algo, a menudo un pasado censurable, lo mismo que podría decirse del doctor Tejada de Un incendio invisible, aunque con esta novela existen otros llamativos puntos en común, sobre todo los referidos al escenario de la acción, una comarca o ciudad depauperada habitada por personas de apariencia y trato hostil. En el haber de Un amor deben anotarse igualmente el uso de un lenguaje llano, de ritmo trabajado, y una reflexión casi omnipresente sobre la comunicación, patente en las habituales dudas en la traducción sobre la que Nat trabaja, en el aislamiento en el que Nat vive y en las palabras de un personaje aquejado de demencia senil alusivas a la falta de entendimiento entre las personas en aquel lugar (Roberta, pág. 166), donde «nadie entiende a nadie» porque allí no ha nacido nadie, «todo el mundo viene de fuera». La Escapa se convierte así en un reflejo de los grandes núcleos de población, donde la comunicación, sobre todo entre desconocidos, es realmente escasa, y fundamental el fenómeno de la inmigración.

            Pero esta novela de Sara Mesa posee notables carencias, de hecho es la narración suya que menos me ha gustado, la más comercial. Su estructura es muy predecible, está divida en tres partes perfectamente correspondientes a los habituales planteamiento, nudo y desenlace, y parece escrita siguiendo los pasos descritos por Vogler para el camino del héroe, una técnica que, a estas altura —y para las facultades de Mesa—, parece infantil. Además, echo de menos la riqueza imaginativa de la autora, más desarrollada en otras novelas suyas.

 

Sara Mesa, Un amor, Barcelona, Anagrama, 2020.

 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

El último día de un condenado a muerte, de Victor Hugo

 

El autor en 1875, por Walery 

 

Según datos de 2018, obtenidos en la web del Ministère de L’Europe et des affaires étrangères (diplomatie.gouv.fr), aún son más de cincuenta y cinco los estados y territorios donde se aplica la pena de muerte en el mundo. Cada año, eso sí, disminuyen las ejecuciones, seguramente debido a la toma de conciencia de la barbaridad que supone la aplicación de esta pena. Hace ya más de doscientos años existían voces que se alzaban contra ella, y lo hacían precisamente en Francia. El último día de un condenado a muerte (1829), novela breve de Victor Hugo (1802-1885), fue escrita con intención de lograr su abolición.

            La novela comienza con un corto prólogo en el que justifica la existencia del texto, publicado como anónimo para apoyar su veracidad. Hugo usa la técnica del manuscrito encontrado. Es un relato en primera persona escrito por un condenado a muerte innominado cuyo crimen permanece oculto durante toda la novela para conseguir dotar al relato de un alcance universal. Aunque el título aluda a un solo día, la narración comprende varios meses, tiempo durante el cual el acusado es sentenciado, condenado y trasladado a varias cárceles. Hacía falta la existencia de un espíritu tan sensible, humano y cultivado como el de Victor Hugo, dueño además del coraje necesario, para escribir una obra como esta, realmente efectiva y generadora de profundas reflexiones en el lector. Las imágenes de las calles por las que el condenado es trasladado hacia el patíbulo y de la plaza donde se alza el cadalso repletas de personas ansiosas por la contemplación del espectáculo desalientan, y mucho. ¿Cómo puede permitirse, hoy día aún ocurre, que una multitud, a la que hay que sumar el verdugo y sus acólitos, asesine de manera completamente premeditada a un individuo solo, atado, indefenso, y todo este espectáculo sea permitido por el resto de la sociedad? ¿Cómo pueden seguir existiendo ejecuciones, la mayoría en países muy atrasados en cuestión de derechos humanos, como Irán, Arabia Saudí, Irak y Pakistán, pero también en un país como Estados Unidos, supuestamente democrático y avanzado? Hugo escribió esta novela para evitarlo, pero hay muchos que no leen.

            La efectividad del texto a la hora de transmitir el mensaje viene potenciada por su carácter artístico. No es un ensayo, donde se allegarían de forma explícita, quizá fría y cerebral, argumentos contra la pena de muerte, sino una novela, un texto creado con la intención de lograr que el lector pueda situarse en el lugar del condenado, mirar con sus ojos, sentir como él. La narración viene acompañada, como epílogo, del prólogo que escribió Hugo para la tercera edición, Una comedia a propósito de una tragedia (1832), pieza teatral breve en la que realiza una sátira mordaz, y merecida, de las personas que criticaban su obra tachándola de imperfecta, mal trabada e ininteligible. Una vez más, un genio se adelantaba a su tiempo abriendo nuevos caminos, desconcertantes para muchos.  

 

Victor Hugo, El último día de un condenado a muerte, Madrid, Akal, 2018. Traducción de Martín García González.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Los afrancesados, de Miguel Artola


(cervantesvirtual.com)

Obra clásica de la historiografía española, Los afrancesados ha iluminado unas cuantas horas de mi tiempo durante la última semana. Se trata de una versión simplificada y hasta cierto punto modernizada de la tesis doctoral de don Miguel Artola (1923-2020), publicada por primera vez en los años cincuenta. Llama la atención la longevidad del autor, característica común en muchos historiadores y, en general, en personas que han llevado una vida ordenada y dedicada al cultivo de las letras. Ahora recuerdo, como ejemplos cercanos, al eslavista Juan Eduardo Zúñiga (101 años), al cervantista Francisco Rodríguez Marín (87), al antropólogo José Miguel de Barandiarán (102), al medievalista Ramón Menéndez Pidal (99) o al historiador Manuel Gómez-Moreno (100) —esas etiquetas son muy simplificadoras—, de vidas llenas, intensas y rejuvenecedoras gracias al amor a las artes y a las letras. A la vista del contenido de Los afrancesados, también llama la atención su publicación en la madrileña Sociedad de Estudios y Publicaciones y en fecha tan temprana como 1953, pues su punto de vista es muy progresista para la España de aquellos años.

            Los afrancesados cuenta cómo fue el proceso de formación de mentalidades que hizo posible la existencia de un grupo de miles de españoles que apoyaron el gobierno de José Napoleón en España. Huyendo de, o mejor dicho, desoyendo la consigna tan manida y conservadora que alienta —todavía hoy— a ver a esos españoles como traidores, Artola indaga en sus razones y, sobre todo, en su educación ilustrada, producto de la extensión de las ideas francesas. Los afrancesados, no los simples juramentados —aquellos funcionarios que juraron obediencia al nuevo monarca por cuestión de supervivencia, porque había que comer—, son monárquicos pero apoyan la implantación de otra dinastía en España, pues la borbónica había dado, desde la muerte de Carlos III, suficientes pruebas de su ineptitud para reinar. Defensores de los beneficios de la laicidad al estilo francés para la formación de las personas, se pondrán sin dudarlo, aun arriesgando vidas y haciendas, al lado del rey José. Este, desafortunadamente, nunca tendrá las manos libres para reinar por las continuas intromisiones de su hermano el Emperador, que solo verá España como el escenario de una guerra inútil y agotadora, generadora solo de males para su imperio. José, procedente de Nápoles, llega a Madrid días antes de la Batalla de Bailén, cuyo resultado obligará al desalojo de Madrid por su corte, donde sirven los principales afrancesados, y a la intromisión definitiva de su hermano en el gobierno español, donde José nunca tendrá las manos libres para emprender las deseadas reformas. Víctima de una crónica carencia de fondos para mantener la administración —de hecho los afrancesados tendrán que añadir a todos sus males la ausencia del pago de sus sueldos— y de la división del país, permitida y alentada por el Emperador, en feudos gobernados por mariscales franceses —los cuales ningunearán el rey José de igual forma que lo hacía su hermano—, José solo gobernará de manera real en Madrid durante la mayoría de su reinado. Durante todos estos años, el rey José no cesará de escribir largas y sentidas cartas —algunas, acompañadas de una sabrosa introducción, publicadas y comentadas por el historiador ursaonense Francisco Luis Díaz Torrejón (Cartas Josefinas: epistolario de José Bonaparte al conde de Cabarrús (1808-1810), Sevilla, Falcata, 2003)— de las que se desprende su deseo de ganar el amor del pueblo español y la extrema debilidad económica en la que se vivió su reinado. Finalmente, Artola pasa revista a las penurias pasadas por los afrancesados tanto en suelo español como francés una vez acabado el reinado josefino y a la integración más o menos afortunada de muchos de ellos en la vida política y administrativa española, sobre todo durante el Trienio Liberal y tras la muerte de Fernando VII. Artola destaca las figuras de Alberto Lista, Sebastián de Miñano y Javier de Burgos e invita a interesarse en los contenidos de El Censor (1820-1822), la publicación de alto nivel intelectual promovida por los afrancesados que vio la luz en el Madrid liberal.

 

Miguel Artola, Los afrancesados, Madrid, Alianza Editorial, 2008.    

lunes, 14 de septiembre de 2020

En busca de Summerland

 

Foto de Vértice Cine

Entramos en el cine contentos a pesar de la obligatoria mascarilla y el recelo a ser contagiados por el coronavirus, de poderosa influencia pero incapaz de pararnos los pies. La sala es pequeña, familiar, y damos las buenas tardes a una pareja sentada junto al pasillo. Los cines están tan vacíos que los pocos que vamos nos conocemos ya.

            Se apagan las luces y volvemos al útero materno. Ilusión.

            En la pantalla aparecen las palabras «Kent. 1975». Una mujer ya casi anciana, con el pelo recogido en un moño elevado rodeado por un pañuelo, al estilo helénico, teclea con furor en una máquina de escribir. Va a contarnos una historia, su historia. Retrocedemos a la época de la Segunda Guerra Mundial. No nos hemos movido de sitio. Estamos cerca de Dover, justo al lado de los famosos acantilados blancos.

            Desde el primer momento, el espectador se ve atraído por la artística fotografía de Laurie Rose, capaz de apoyar con su pincel la emotividad de la historia que se cuenta. La misma mujer que antes escribía a máquina sigue haciéndolo, ahora con unos treinta años. Amante del estudio del folklore y de los mitos, prepara su tesis doctoral sobre la constatación en textos antiguos de apariciones de islas mágicas en el cielo, fenómenos ópticos que un niño, refugiado de Londres, que ella se ha visto obligada a recoger en su casa, cree mensajes del más allá.

            Con esos mimbres —paisaje de sobrecogedora belleza, interiores de luz cálida, vestuario muy cuidado, mujer intelectual que guarda un importante secreto afectivo y niño desvalido—, la directora Jessica Swale, también autora del guión, monta una estimulante historia de amor en la que se da visibilidad al problema del sexo de la pareja que eliges, hoy ya desparecido en muchos lugares pero entonces, hace ya ochenta años, casi obvio en cualquier sociedad. La película abusa de la sentimentalidad y la lágrima fácil en algunos tramos pero, en conjunto, se ve con placer. Es delicada y parece producto de una semilla de buena intención. Además, el trabajo actoral es magnífico. Si puede, vaya a verla.

 

En busca de Summerland [Título original: Summerland]. 2020. Reino Unido. Dirección y guión de Jessica Swale. Actores principales: Gemma Arterton, Lucas Bond, Gugu-Mbatha-Raw y Dixie Egerickx.

domingo, 13 de septiembre de 2020

La piel de zapa, de Honoré de Balzac



            La piel de zapa (1831) fue la primera novela del recomendable escritor francés Honoré de Balzac (1799-1850). Escrita en un país y en un momento cruciales en la historia, la narración de la desgraciada y desmedida vida de Raphaël de Valentin posee indudables atractivos literarios y humanos. De entrada, llama la atención la aparente influencia que la obra posee de Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759), la divertidísima e ingeniosa novela del irlandés Laurence Sterne (1713-1768), que aparece expresamente citada en la página 10 e indirectamente, por el apellido del autor, en las páginas 21, 33 y 261. También, y esto resulta otra obviedad, llama la atención su inclusión en la estela de narraciones en las que el protagonista pacta con el diablo o posee unos poderes especiales representados por un objeto-talisman, tales como Fausto (1808), de Goethe (1749-1832) —cuya primera parte, la principal, había sido revisada y reeditada precisamente en 1829— y la posterior, y seguramente deudora de Balzac, El retrato de Dorian Gray (1890), obra de Oscar Wilde (1854-1900), otro irlandés genial e imprescindible en el menú de un lector interesado en la literatura. Todos estos aspectos de la obra de Balzac habrán sido sobradamente considerados por estudiosos y comentadores más lúcidos que yo, simple lector amante de la escritura.
            La razón para abrir este libro y mantenerlo con firmeza «a pesar» de la riqueza del lenguaje de Balzac y de su amor por las descripciones pormenorizadas de lugares, personas, objetos y sentimientos —características que alejan el texto de aquellos a los que estamos acostumbrados si solo leemos autores actuales— está en su recompensa. El esfuerzo inicial, en este caso, como en el de otros autores franceses del XIX y el XX —habría que incluir a Proust, deudor indudable del autor turonense—, ímprobo, considerable, se ve premiado cuando nos acostumbramos a su universo, nos olvidamos de sus peculiaridades sintácticas o léxicas y nos dejamos llevar por la humanidad de la historia para sumergirnos, tan a gusto, en el París de la época, donde se vivía un interesante adelanto de lo que vendría en el siglo XX en España y otros países atrasados: el triunfo de la ciencia y de las inquietudes de una dinámica burguesía, conservadora en las ideas pero muy emprendedora, creadora, por ejemplo, de los grandes periódicos, que en la narración ocupan un lugar importante. Otra de las facetas llamativas de la historia de Raphaël de Valentin está en el parecido de sus primeras décadas de vida con la del mismo Balzac, quien debió volcar mucha de su amargura en la configuración del personaje, producto, en mi opinión, de esa necesidad de hablar de uno mismo que todo novelista tiene y sabe disfrazar con oportunas creaciones literarias.    

Honoré de Balzac, La piel de zapa, Madrid, Siruela, 1989. Traducción de Violeta Pérez Gil.

domingo, 6 de septiembre de 2020

La civilización de la memoria de pez, de Bruno Patino

 


Libro de amena y necesaria lectura. Su autor, de cincuenta y cinco años, tiene la edad, los conocimientos y la capacidad suficientes para reflexionar sobre el fenómeno de la adicción digital, patología muy extendida y que debe preocuparnos a todos: puede que usted no sea adicto a las pantallas, pero seguro que conoce alguien que sí lo es. Durante la lectura de La civilización de la memoria de pez entramos en contacto con saberes espeluznantes, como la perversión que ha sufrido Internet por el nacimiento y expansión de grandes corporaciones de fines culturales, creativos o simplemente sociales en un principio —Google, Facebook, Twitter, You Tube, Amazon, Netflix, etc.—, transformadas en agentes del capitalismo digital puro y duro. Por mucho que digan los portavoces de dichas compañías, las razones que las mueven no son nobles. Para captar nuestra atención, ingrediente imprescindible de su éxito, han creado empresas auxiliares, como el Persuasive Technology Lab, cuya mecánica y motivaciones recuerdan épocas muy oscuras de la humanidad. De ese lugar, existente desde 1998 en Palo Alto (California), han ido saliendo las técnicas que han logrado hacernos adictos a las redes sociales y, en general, al uso de las plataformas mencionadas más arriba. El idealismo de los tiempos iniciales de Internet, cuando se pensaba que iba a ser un bien para todos, ha dado lugar a una pesadilla que está causando estragos en las mentes de muchas personas, sobre todo de las más jóvenes. La capacidad de concentración ha desaparecido. Cualquier tarea de percepción que requiera una atención cuya duración exceda de diez segundos resulta imposible de realizar para muchos. Los dispositivos móviles que acompañan a los nativos digitales desde su nacimiento se encargan de impedirlo lanzando continuas alertas visuales y sonoras, que distraen. Algoritmos creados con intenciones aviesas, impedir que alguien salga de una aplicación —piénsese en el caso paradigmático de Facebook— condicionan nuestra libertad. Vivimos sumisos, la cabeza agachada, contemplando la pantalla que llevamos en la mano. El cambio ha sido atroz en pocos años, tanto que uno se pregunta en qué empleaba su tiempo antes de existir Internet. Porque nuestro tiempo libre, de asueto, de vagancia, el más relajante, el que nos permite dejar volar la imaginación y llegar a pensamientos únicos, es precisamente el más codiciado. ¿Cómo vamos a consentir —se preguntan estos viles ladrones de nuestro tiempo— que una persona que viaja en un autobús, o en el metro, contemple el paisaje por la ventana o a sus compañeros de viaje y pueda pensar en ellos, imaginar sus vidas, pueda reflexionar sobre la realidad real y no estar inmersos en la realidad virtual, por lo tanto, falsa, que nosotros amablemente le ofrecemos? De ninguna manera —se responden—, y gracias a la efectividad de sus técnicas de manipulación de la conducta humana estos nuevos doctores Mengele han conseguido secuestrar la existencia de millones y millones de personas, que viven una existencia irreal en un mundo que no existe. Los datos sobre nuestros gustos y actividades que damos al permitir las cookies de las páginas en las que entramos al navegar, al dar likes, al registrar nuestro estancia en lugares, al llevar conectado nuestro GPS, etc. son usados por ellos para manejar nuestras conductas.  Conscientes del daño que realizan en las mentes de los más jóvenes, los directivos de esas enormes corporaciones tecnológicas llevan a sus hijos a formarse en escuelas Tech free, libres de tecnología, porque saben que los dispositivos digitales dañan sus mentes, las empequeñecen, las limitan. Mientras tanto, en la mayoría de las zonas de países como España se sigue apoyando la digitalización de los colegios, el acceso libre y beneficioso (¿!) de los alumnos a la tecnología. Error, grave error. El camino debe ser el contrario. Mientras no se consiga crear un marco jurídico que obligue a dichas corporaciones a respetar las libertades individuales y a crear algoritmos que apoyen la configuración de individuos dueños de criterios libres, misión lograda hasta hace muy poco visitando esos lugares silenciosos e inspiradores llamados bibliotecas, el acceso de la población infantil a las redes sociales tiene que estar vetado. Va a ser, según Patino, una cuestión de salud pública, como el dejar de fumar en espacios cerrados o, directamente, no hacerlo. Con el tiempo se impondrán lugares libres de tecnología, él los llama santuarios, y franjas temporales que nos permitan, por elección propia, estar al margen de todo ese ruido digital que nos impide poder elegir. Que así sea (y nosotros lo veamos).

 

Bruno Patino, La civilización de la memoria de pez. Pequeño tratado sobre el mercado de la atención, Madrid, Alianza Editorial, 2020. [La civilisation du poisson rouge: petit traité sur le marché de l'attention, 2019]. Traducción de Alicia Martorell.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Cúanta tierra necesita el hombre y otros cuentos, de Lev Tolstói

Yalta en el siglo XIX (wikimedia)

León Tolstói (1828-1910) es un autor del que uno puede enamorarse muy joven gracias a su biografía. Su pertenencia a una familia de la alta nobleza rusa y su posesión de unos escrúpulos morales basados en una necesaria sensibilidad social, en un preocuparse por los que nada tienen y por la forma correcta de actuar con ellos y con todas las personas en general, conformaron una persona y una obra literaria de conocimiento imprescindible. Algunas de las principales corrientes de conducta actuales, casi religiones, llamadas veganismo, vegetarianismo, pacifismo y naturismo fueron apoyadas y difundidas por él. A lo largo de su vida, y en un continuo proceso de autoconocimiento y maduración, se comportó de todas las maneras posibles, desde la correspondiente a un muchacho sensual, vitalista, vicioso y frívolo hasta la propia de un hombre mayor reflexivo y profundamente solidario con los demás.

            Cuánta tierra necesita el hombre y otros cuentos reúne la mayoría de sus mejores narraciones breves, algunas novelas cortas por su extensión. En total son catorce. El marco cronológico de escritura abarca desde 1859 hasta 1903. Voy a referirme solo a las que más han llamado mi atención.

«Tres muertes» (1859) es un relato que defiende el derecho a vivir de los árboles, profundamente ecologista, por tanto; la tala de uno de ellos es comprable a la muerte de una persona.

«Jostomer (Historia de un caballo)» (1886) cuenta en primera persona, es el mismo caballo el que habla, la sufrida vida de un caballo. Es animalista, por tanto. Tiene un evidente parecido con Black Beauty (1877), de Anne Sewell, pero supera a esta en la descripción de la vida de los caballos en libertad, sobre todo del comportamiento de la manada. Tolstói debió pasar mucho tiempo observando a su yeguada.

«El padre Serguéi» (1890) alude a la falta de verdadera fe de algunos eclesiásticos y a la humana dificultad que encierra el mantenimiento del antinatural voto de castidad. Cuenta la vida de un ermitaño. Es muy intenso. Mantiene una evidente relación temática con «El diablo» (1899-1890). En este caso la víctima de los reclamos de la carne es un hombre casado con una mujer que no le llena sexualmente. Ambas narraciones están dictadas por la máxima bíblica según la cual uno debe mutilar aquella parte del cuerpo que le hace pecar. Vistos ambos cuentos desde la ideología más extendida actualmente parecen ingenuos pero son testimonio de una época y una manera de pensar muy extendidas y respetables. En «El diablo» aparecen los dos finales que pensó el autor, el primero, de 1899, más justo y honesto.

«La historia de Iván el Tonto» (1885) está basado en la creencia de que todos debemos vivir del trabajo de nuestras manos, absolutamente todos. Parece inspirado en fábulas populares de transmisión oral. Contiene curiosas coincidencias con el relato de la estancia de cierto noble español en Rusia, coincidencias llamativas, dignas de estudio.

Para finalizar, «Cuánta tierra necesita el hombre» (1886). Es, quizá, el mejor de todos. Es una defensa de las posiciones más humanizadoras en el Tolstói pensador en relación al derecho a la propiedad de la tierra cuanto este se convierte en acaparamiento, cuando la tierra que se posee es desmesuradamente más extensa de la necesaria para mantener a la familia. Acaba de una forma muy aleccionadora.

 

León Tolstói, Cuánta tierra necesita el hombre y otros cuentos, Madrid, Alianza Editorial, 2014. Traducción de Irene y Laura Andresco revisada por Víctor Andresco, y Natalia Dvórkina (por «El diablo»).