jueves, 31 de octubre de 2019

La espía, de Paolo Coelho


Mata Hari (actuallynotes.com)

            El hambre es muy mala. Ese refrán lo he oído a menudo en tierras de España a personas sencillas. Viene a decir que por necesidad realizamos actos que algunos pueden considerar censurables, poco éticos o incluso delictivos. Ahora me lo aplico. Hace un par de días me encontraba sin nada que llevarme a la boca y tuve que recurrir a ojear y luego a empezar a leer una obra de Paolo Coelho (Río de Janeiro, 1947), autor que he tenido aborrecido desde siempre por la propaganda que se le hace por todos lados con sus citas. Que si PC dice esto que si dice lo otro. Y además porque todo el mundo parece leerlo. Bueno, el caso es que me he leído un libro suyo y no me ha caído un rayo en la cabeza. Todo lo contrario: me ha interesado.
            La espía cuenta la vida de la célebre bailarina de danzas orientales llamada Mata Hari (1876-1917). Creo que su figura es muy conocida y no es necesario extenderse sobre pormenores de su vida que todos conocemos. Murió fusilada en París durante la Gran Guerra. Precisamente, y ese es uno de los indudables aciertos de la novela, el relato comienza con su fusilamiento. Entre los objetos personales que deja se encuentra una abultada carta que ha estado escribiendo durante las últimas semanas y va dirigida a su abogado. Ignoro si es ardid narrativo o si esta carta existió realmente, pero es una técnica perfecta para que pueda llegarnos el relato de su vida contado por ella misma. El libro termina con una nota del autor en la que aconseja lecturas específicas que pueden completar los conocimientos del lector interesado en la figura de la bailarina, los mismos en los que dice haberse basado para recrear literariamente su vida.
            De mis años de estudiante de literatura recuerdo con aprecio a muchos profesores, pero sobre todo a los de literatura hispanoamericana. No sé por qué, pero coincidía que eran más jóvenes y apasionados que los demás y no me fue difícil comunicarme con ellos. Fue en una de sus clases donde escuché por primera vez unos célebres versos de Sor Juana Inés de la Cruz que son de mucha aplicación a la vida de Mata Hari, que ni se llamaba así —era Margaretha Geertruida Zelle— ni había nacido en Asia —era holandesa—. Los versos en cuestión son los siguientes:

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.

Margaretha fue víctima de los hombres desde su primera juventud. Primero objeto de su deseo, descontrolado y abusivo cuando era jovencita, y luego de sus maquinaciones políticas y estratégicas. Uno acaba la lectura de la novela queriéndola y compadeciéndola, aunque tuvo el valor de hacer en los principales escenarios parisinos y con su vida lo que le dio la gana. Y murió con dignidad.

Paolo Coelho, La espía, Barcelona, Planeta, 1916. Traducción de Ana Belén Costas.

lunes, 28 de octubre de 2019

El cenachero



            Mi amigo Andrés, que me escribe desde Málaga, se queja del trato que recibe desde hace años la preciosa estatua del cenachero que ejecutó allá por los años sesenta Jaime Fernández Pimentel y me pide que escriba algo sobre el asunto. Conozco a Andrés, sé de su sensibilidad y de su interés por la Málaga antigua y sus personajes populares, así que no he dudado en complacerle. Partimos de una posición muy endeble, ya se lo he dicho por carta, porque este artículo se perderá entre los millones de ellos que se publican cada día en Internet. Va aquedar ahí para quien quiero leerlo, eso sí. Yo lo compartiré en redes sociales, Andrés lo hará también y el lector, si lo desea, también puede hacerlo, de manera que entre todos podemos conseguir que los munícipes malagueños le busquen a la estatua un lugar más visible y honroso.
Andrés, según me cuenta en su carta, se crio en Málaga, muy cerca de la Plaza de la Marina. Desde su ventana veía a los barcos atracar en el puerto y corría con otros niños a ver descender a aquellos viajeros que pisaban tierra trajeados, sus corbatas mecidas por el viento, mientras ayudaban a la mujer con el abultado equipaje. Andrés se paraba en las calles excusadas cercanas al puerto junto a los puestos donde se vendía el contrabando, donde los mayores compraban productos exóticos y el mejor tabaco a mujeres entradas en carnes y jubiladas sin remedio de una vida que llaman alegre pero a menudo solo deja en ellas un poso de melancolía. Y Andrés veía desde una ventana, en pleno centro de la Plaza de la Marina y subida a un alto pedestal, la estatua del cenachero, que recortaba contra el parque su perfil marinero. Eran los años sesenta. Luego fueron los setenta y el cenachero siguió allí.


Pero vinieron los ochenta, con unas necesidades de aparcamiento ya apremiantes, y Manolo «El Petaca», vendedor de pescado inmortalizado por Fernández Pimentel con un cenacho colgado de cada uno de sus brazos, fue mandado nada menos que al Paseo de la Farola, poniendo entre Andrés y El Petaca toda la extensión del parque. Acabada la reforma de la Plaza de la Marina, y cuando Andrés era ya un cuarentón refugiado de la vida en la lectura, la estatua del cenachero volvió a la Marina, aunque en vez de ser colocada en un lugar destacado, donde debía estar siempre por su carácter popular y el justo contrapunto que ejercía a la aristocrática estatua del marqués de Larios, fue situada tras la oficina de Turismo y casi a ras de suelo, su pedestal rocoso reducido a la mitad, en un lugar donde pasa desapercibida.



Además, la inscripción en piedra de unos versos de Salvador Rueda que la acompañan se pierde de la vista del más agudo observador por su situación y la naturaleza de la piedra misma, un material salpicado de poros y manchas que complican mucho su lectura. Andrés me los ha mandado para que los copie. El poema se titula El cenachero                                           

Allá van sus pescadores
con los oscuros bombachos
Columpiando los cenachos
con los brazos cimbradores.
Del pregón a los clamores
hinchan las venas del cuello:
Y en cada pescado bello
se ve una escama distinta,
en cada escama una tinta
y en cada tinta un destello.

            Desde estas páginas, modestas pero firmes, en nombre de Andrés y de muchos malagueños, ruego a quien tenga potestad para ello proceda a iniciar los trámites que estime necesarios y logre que el cenachero, representante de una Málaga capaz de sobrevivir con su andar pausado y su imaginativo pregón, sea recolocado en un lugar más digno y visible. Málaga, donde no anida la soberbia, estará satisfecha de devolver su relevancia al humilde cenachero.




(Todas las imágenes antiguas del artículo provienen de laopiniondemalaga.es).

domingo, 27 de octubre de 2019

Cara de pan, de Sara Mesa


Petirrojo europeo (blogdeaves.com)

Si uno estuviera atento solo a ficciones comerciales, redes sociales, periódicos y televisiones podría pensar que la ternura no existe. Según estos únicamente ocurren actos violentos y hechos desgraciados, manifestantes o policías heridos, agresiones, mujeres violadas, mujeres asesinadas, hombres asesinados, niños abusados sexualmente. Pero el mundo, por suerte, es mucho más que eso. 
Sara Mesa (Madrid, 1976) nos cuenta en Cara de pan la historia de la amistad entablada entre personas muy distintas, tanto que esa relación de amistad puede ser malinterpretada por los adultos, incapaces, por esa percepción deformada —siempre negativa— de la realidad, de verla de forma sana.  Mesa logra en la novela la creación de dos personajes que pueden resultar inolvidables para el lector: Casi, una preadolescente que busca en la soledad de los parques, y más concretamente de un escondido rincón —circunstancia que la acerca, casualmente o no, a la protagonista del absorbente relato de Andrés Barba titulado Debilitamiento—, un espacio propio donde no ser herida, y Viejo, un cincuentón que ha pasado su vida, tan distinta a lo moralmente establecido como bueno, intentando huir de policías y siquiatras y busca también refugio. Los dos son ejemplos de personajes frágiles, necesitados de protección, pero sobre todo Viejo resulta de un especial atractivo por el lirismo con el que ha sido concebido y por la delicadeza y la madurez que demuestra frente a la impulsividad de Casi, cuya personalidad, y capacidad de empatía, están aún en proceso de formación. Viejo ama todo lo espiritual, lo etéreo, los pájaros que vuelan eternamente, el canto del petirrojo, las canciones y la biografía de Nina Simone, tan perseguida e incomprendida como lo es él mismo. A partir de un primer encuentro fortuito, entre los dos van formando un espacio en el que no cabe nadie más pero que el lector sabe amenazado desde su nacimiento. Y, en una Sevilla otoñal, asiste impotente al desarrollo de una historia en la que estaría encantado de participar. Imposibilitado de hacer nada por la misma naturaleza de su posición, alejada del texto y su proceso creativo, se bebe el texto a grandes buches, con el corazón en vilo, deseando y temiendo llegar al final. Y una vez acabada la lectura desea no haber leído Cara de pan para leerla de nuevo por vez primera.  

Sara Mesa, Cara de pan, Barcelona, Anagrama, 2018.

viernes, 25 de octubre de 2019

La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde


Wilde en Nueva York (N. Sarony, 1882)

Leer obras de teatro aporta como una de sus recompensas inmediatas el poder disfrutar del relato dramático durante un tiempo real equivalente a su representación. Esto, que puede parecer algo insustancial, se vuelve realmente valioso si uno piensa en lo que le gustaría asistir a la representación de la obra que está leyendo. Sin embargo, como uno sabe que eso es imposible —al menos lo era en mi caso durante la lectura de la obra ayer mismo—, se imagina saliendo de su casa y acudiendo a un teatro donde se representa, en esta ocasión, La importancia de llamarse Ernesto (1895). Se ve tomando asiento, a ser posible cerca del escenario —también puede verse tomándolo alejado del escenario si acude al teatro con ánimo de ver representado también el teatro nuestro de cada día, de cotillear sobre quién ha venido y quién no, con quién va ahora fulanita o fulanito y esas cosas que siguen siendo para muchos la sal de la vida en sociedad—, y viendo en acción al mesurado John Worthing y al juerguista, irónico y genial Algernon Moncrieff, que en el segundo acto mantiene con la joven Cecily Cardew un diálogo sobre su posible compromiso que seguro está entre los más creativos y absurdos del teatro convencional. Resulta difícil no ver en él precedentes del teatro del absurdo de Eugène Ionesco o similitudes con algunos de los pasajes de Alicia en el país de las maravillas (1865), esta última, sin duda, una obra ideal para público adulto que sepa leer entre líneas y ver más allá.
Leer obras de teatro posee también la enorme ventaja de estimular la imaginación del lector, que se ve obligado a visualizar todo: el telón, los decorados, la fisonomía de los actores, el timbre de sus voces, la ropa que llevan puesta, su forma de moverse, todo, todo menos los diálogos. Las acotaciones nos ayudan a imaginar pero la creatividad del lector tiene que poner el resto. Esta genial obra de teatro de Oscar Wilde (1854-1900) podría considerarse una comedia de costumbres perfectamente adaptable a otro tiempo y lugar. Podría, por ejemplo, trasplantarse a la Andalucía de inicios del siglo XX y darle un sesgo a lo Hermanos Quintero, con un Argy sevillano y un Jack que viviese en un cortijo de su propiedad cerca de Utrera y se hubiese inventado un hermano disoluto que viviese en Sevilla al que tuviera que sacar de apuros de vez en cuando, un inexistente hermano que podría llamarse Honorato para seguir con el juego de palabras creado por Wilde: Ernest es a earnest, ‘formal, cumplidor’, como Honorato es a honrado. Habría que hacer un buen esfuerzo para buscar equivalentes de los chispeantes diálogos de la comedia de Wilde pero estoy seguro de que alguien con talento, ganas y tiempo puede hacerlo.
Leer obras de teatro es, con mucho, la mejor forma de pasar una fría tarde de otoño. Y más si se trata de La importancia de llamarse Ernesto, donde encontramos críticas chispeantes a instituciones tan sagradas entonces como el matrimonio o referencias al movimiento de igualdad entre hombres y mujeres, pujante ya en la Inglaterra de finales del siglo XIX. Bien está saber de dónde venimos. También encontramos en esta poliédrica obra claras muestras de influencia cervantina, presente en referencias quijotescas y en el uso de la anagnórisis para la resolución del conflicto, técnica heredada a su vez por Cervantes de la novela bizantina. A todo esto habría que sumar la arrolladora personalidad del autor, víctima en sus últimos años de una persecución inhumana, hoy día impensable en una sociedad civilizada.
Ya ven si hay razones para leer teatro, para leer a Wilde. Seguiremos visitando a Bunbury.

Oscar Wilde, The importance of being Earnest. A Trivial Comedy for Serious People / La importancia de llamarse Ernesto. Comedia trivial para gente seria. Ed. bilingüe. Traducción de Benito Montuenga. Anglodidáctica editores, Madrid, 2011.   


lunes, 21 de octubre de 2019

La recta intención, de Andrés Barba


Otoño en el Parque de El Retiro (Madrid-Ociogo)

            La recta intención, de Andrés Barba (Madrid, 1975), contiene cuatro novelas cortas, o nouvelles, caracterizadas todas por la intensidad de los sentimientos de sus protagonistas y el carácter definitivo de sus acciones. Usando una expresión de esas tan corrientes en el lenguaje de la calle, diría que lo que ocurre en ellas es muy fuerte. Ese adjetivo, tan desgastado ya en muchos casos por el uso, puede ayudarnos a entender lo que quiero decir. Además, en ellas no existe en ningún momento un descanso, un respiro, siquiera una concesión al humor o la luz. Los dramas que viven los personajes dan oscuridad a sus vidas, donde ellos se mueven como pueden, sobreviven a sus inclinaciones y a sus intenciones, que a menudo pueden ser rectas pero siempre tienen consecuencias terribles. Los protagonistas —la hija de una madre de carácter tóxico (Filiación); una muchacha a la que el desarrollo sexual produce gravísimos trastornos sicológicos y físicos (Debilitamiento); un triste cincuentón, incapaz de creer en el amor (Nocturno) y un hombre joven de carácter obsesivo (Maratón)— pretenden gobernar sus vidas pero solo son títeres de ella, que los trata de manera inmisericorde debido a sus tendencias autodestructivas, sumadas en ocasiones a evidentes desequilibrios emocionales. Son caracteres atormentados. Todo esto, que puede parecer poco atractivo, está magistralmente contado, de ahí el valor del libro. La segunda nouvelle, Debilitamiento, contiene páginas realmente antológicas por su capacidad para atraer la atención del lector, incapaz de soltar el libro. Muy recomendable.    

Andrés Barba, La recta intención, Barcelona, Anagrama, 2018 (2ª ed., la 1ª es de 2002).

domingo, 13 de octubre de 2019

Día de lluvia en Nueva York



            Llega el viernes, uno olvida el resto de opciones y va al cine. Se sitúa ante la pantalla grande, sigue una costumbre iniciada en la infancia, cuando ir al cine era un verdadero acontecimiento. Uno asistía a milagros en aquellas enormes salas, donde olvidaba el dolor, la soledad y el frío y vivía una historia de manera tan intensa como la vive Cecilia, la protagonista de La rosa púrpura del Cairo (1985), una de las numerosas obras maestras Woody Allen. The Purple Rose of Cairo, por cierto, tiene que ver con Seis personajes en busca de autor (Luigi Pirandello, 1921) y Niebla (1914), de nuestro inmortal y tan querido don Miguel de Unamuno, venerado, y admirablemente encarnado por un impresionante Karra Elejalde, en la última película de Alejandro Amenábar, obra que vi cuando se estrenó pero de la que no pienso escribir por no estar la discusión sobre política entre mis placeres. El cine sí.
            Día de lluvia en Nueva York es la última película de Allen estrenada en España. Aquí, en San Sebastián, tuvo lugar su último rodaje, último que yo sepa, realizado durante el pasado mes de julio. A Rainy Day in New York es una de sus películas cómicas, no especialmente trascendentales —como puedan ser Otra mujer (1988) o Delitos y faltas (1989)— pero muy entretenidas. Esta, además, resulta ejemplar como trabajo encomiable de ese popular subgénero llamado comedia romántica, a menudo aquejado de una decepcionante superficialidad. El guión de Día de lluvia en Nueva York parece tan ingenioso y movido como el de una película de Billy Wilder, en cuya producción puede señalarse Bésame, tonto (1964) como un antecedente claro de esta de Allen. En A Rainy Day in New York, además, la narración se basa en un transcurso paralelo de acciones, separadas pero unidas en distintas ocasiones por llamadas telefónicas, que busca la expresión de la simultaneidad tan perseguida desde principios del siglo XX en la literatura y después en el cine. La película, esencialmente, trata de la búsqueda del lugar de uno en el mundo y del logro, a veces muy complicado, de la aceptación por parte de ese individuo de su propia identidad, de la obtención del equilibrio tan necesario para vivir que llamamos madurez. Timothée Chalamet, tan delgado, con ese aire descuidado y su romántica melena, parece perfecto para encarnar a un adolescente atormentado que no acaba de encontrarse. La actriz necesaria para personificar a una ingenua y al tiempo ambiciosa muchacha de pueblo deslumbrada por los directores y actores famosos es precisamente Elle Fanning, cuesta trabajo imaginar a otra en ese papel. Jude Law, como siempre, está magnífico, y Selena Gómez, a quien la cámara parece querer, funciona perfectamente como esa luciérnaga que enciende su faro para guiar al pobre marinero desorientado en la noche. Y todo esto iluminado por el irrepetible artista de la luz llamado Vittorio Storaro, que a sus ochenta años continúa en plenitud de facultades creativas, como el propio Allen.
Hay momentos perfectos para que empiece a llover.
           
A Rainy Day in New York, EE UU, 2019. Guión y dirección de Woody Allen.

sábado, 12 de octubre de 2019

Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo


Vía verde

Imagine que es usted una de esas personas que no está todo el día pegada a unos auriculares o a un teléfono móvil y cuando viaja en tren se abre a conocer gente, a hablar con los demás. Este es el punto de partida, la idea base, de Ventajas de viajar en tren, un homenaje a esas personas y el resultado del deseo de comunicación que atenaza al escritor y le obliga a entablar comunicación con sus lectores, a contar algo porque si no lo hace ciertamente revienta. La idea de esta necesidad ha sido expresada de forma explícita por muchos autores y está implícita en todas las grandes ficciones literarias. Y unidos a esa necesidad de contar suelen encontrarse los estados alterados de la mente —dígame uno que no lo sea o, mejor dicho, dígame dónde está la normalidad mental— y todo lo escatológico, entendiendo por tal para este contexto aquello cercano o relativo a las funciones excretoras del organismo, principalmente la defecación. Dicho en plan realmente comunicativo, todo lo cercano a la mierda.
            Antonio Orejudo (Madrid, 1963) juega con estos elementos para formar el artefacto narrativo que acabo de leer. En él tienen papeles esenciales los relatos independientes interpolados, dos de ellos centrados en temas de tanta actualidad como el maltrato a la mujer que se deja cosificar, animalizar en este caso, o el infierno vivido por los africanos que intentan huir de terribles guerras tribales y acaban en Europa, una tierra donde no encuentran ciertamente el paraíso que buscaban pero al menos no corren peligro cierto de morir jóvenes y a machetazo limpio.
Quizá el mayor encanto de Ventajas de viajar en tren radica es su mezcla de modernidad —posee una estructura distinta a lo que se lee normalmente— y tradición, pues en este cuento tiene una función esencial la oralidad, el acto de contar con una presencia física del narrador. Exactamente igual que nos contaban cuentos cuando aún no sabíamos leer y nos embobaban con Garbancito para que nos comiéramos las judías. Pero ahora para mayores.

Antonio Orejudo, Ventajas de viajar en tren, Barcelona, Tusquets, 2019 (4ª ed., la 1ª es de 2011).

domingo, 6 de octubre de 2019

Amazing Grace


Fotograma de la película

Nunca he asistido a un concierto como este. Ha sido un viaje en el tiempo sin necesidad de máquinas, elixires o esfuerzos imaginativos. He llegado a una sala de cine, me ha sentado, se ha apagado la luz y, de repente, me he encontrado en Los Ángeles en 1972 formando parte de un grupo de personas que entraba en una iglesia protestante, no sé si baptista o de qué tipo porque no controlo ese mundo. Católica no era, eso seguro. En la puerta había un cartel donde se avisaba de que se iba grabar con cámaras el oficio religioso. Y durante apenas hora y media he asistido a la celebración. Estoy seguro de que si las misas católicas fueran tan participativas y creativas los templos estarían más llenos. Había músicos, instrumentistas y cantantes, y entre estos últimos una cantante solista: Aretha Franklyn.
La cámara —habría mucho que explicar si queremos entender por qué aparecen los cámaras y todo tipo de técnicos de sonido en esta grabación pero para eso están los periódicos, donde lo explican con profusión— se acerca a una Aretha Franklyn en la plenitud de su potencia vocal, y está tan cerca de ella como nunca estuvo ninguna. Una Aretha de piel tersa y azulada sombra de ojos, de extraña belleza. Y ves cómo Aretha se entrega, se deja llevar por el excelente coro californiano que la acompaña, los miembros del coro y del público entran en una especie de éxtasis contagioso y acabas moviendo la cabeza con esa forma tan característica de afirmar que tienen los fieles de estos cultos cuando escuchan palabras que les agradan. Y dices amén, como ellos. Un predicador que acompaña a Aretha se emociona y sabe transmitir al público esa emoción, e incluso fuerza a Aretha a subir aún más el sentimiento que albergan sus canciones. Y Aretha da notas tan altas que parecen imposibles, algunas salidas del pentagrama y puestas en lugares que nadie esperaba, con un aire que a muchos puede recordar el flamenco, con unos arranques que parecen imposibles y tienen algo de sobrehumano. Y Aretha suda y su padre, un perfecto caballero de inglés pulido e inteligible, se levanta y le seca el sudor con amor paternal. Y uno mira a su alrededor y se ve rodeado de personas peinadas a lo afro, con bigotes, patillas largas, camisas entalladas y bigotes setenteros, todos con ojos brillantes por la emoción, y sabe que está viviendo una época irrepetible y un día crucial, aquel en el que Aretha Franklyn quiso volver a cantar las canciones de iglesia de su infancia. Y sonríe, satisfecho. 
Luego sale a la calle y se encuentra en 2019. Y quiere volver a entrar en el cine.


Amazing Grace. EE. UU., 2018. Dirigida por Alan Elliott y Sydney Pollack.