jueves, 24 de diciembre de 2020

My Mexican Bretzel

 

Fotograma de la película

            Imagínese que tuvo unos abuelos maternos suizos de lo más acomodado y viajero y que estos dejaron decenas de películas, filmadas con buen pulso, de viajes realizados durante los años 40, 50 y 60. Partiendo de esa base, y añadiendo algún corto rodaje propio para dar continuidad y explicar ciertos pasajes que parecían oscuros, usted puede imaginar una historia completamente inventada sobre esa pareja de edad madura y en apariencia sin hijos que aparece en las imágenes. Luego puede contar la historia con una voz en off o a base de subtítulos. Nuria Giménez Lorang opta por esa última vía, dejando la cinta muda durante la mayor parte del tiempo y sonorizando solo los pasajes que necesitan ser acentuados por alguna razón. La directora imagina un diario de la mujer y de él entresaca frases y citas literarias que aparecen escritas en la pantalla. De esa forma, envuelto en silencio casi absoluto y sentado en la oscura sala del cine —pantalla grande de verdad, no esas ridiculeces que hay en las casas a pesar de comerse una pared entera del salón—, el espectador asiste durante más de una intensa media hora a los periodos de estabilidad, crisis y doloroso fracaso de la vida de una mujer mientras visita Nueva York, Los Ángeles, Barcelona, Mallorca, Roma, París, Londres, Normandía, los lagos del norte de Italia, Venecia, Florencia, todas esos conocidos, y hoy tan turísticos lugares, detenidos a mediados del siglo XX y poblados por personas ya difuntas, fantasmas que se mueven rodeados por un silencio ensordecedor. Ella es la narradora y la principal perjudicada de la historia. Su marido, un vividor superficial, se desenvuelve feliz en un mundo hecho a su medida, donde medra sin escrúpulo alguno. Curiosa película.

My Mexican Bretzel. España. 2019. 73 min. Guión y dirección de Nuria Giménez Lorang. Fotografía y reparto de Ilse G. Ringier y Frank A. Lorang.

Víctor Espuny.

Largo viaje hacia la noche, de Eugene O'Neill

 

Se trata de un drama lleno de tensión, en la que apenas hay lugar para una sonrisa. Los actores necesarios para interpretarlo son solo cinco, uno de ellos, además, con un papel muy corto, lo que vuelve la historia fácilmente inteligible y fácil de seguir. Se trata de una familia —padre y madre casi en la ancianidad y dos hijos ya no tan jóvenes—que sigue unida a pesar de las conductas autodestructivas de todos sus miembros, adictos a diversas drogas, los hijos desde su infancia por esa inconsciencia que existía en muchas casas de la peligrosidad del alcohol. Al principio del primer acto, justo después de desayunar, creemos estar ante una familia feliz, al menos equilibrada, pero poco a poco vamos descubriendo el drama vivido por todos los personajes, siendo el de la madre el de mayor gravedad. Con la lectura uno aprende a conocerla y a quererla —Mary se llama—, entiende cómo ha llegado hasta el estado en el que se encuentra y sufre con ella el infierno del morfinómano. La acción cubre un solo día.

            La obra, completamente autobiográfica, fue escrita en 1940. Eugene O’Neill (1888-1953) la entregó al editor en 1945 con el ruego de esperar veinticinco años tras su muerte para publicarla y poder ser representada. No sé si luego hubo otro acuerdo pero ya se representaba a mediados de los años cincuenta, aunque en ese momento habían muerto todos los protagonistas. El lector curioso, y con tiempo, podrá indagar sobre la manera en la que la sociedad, siempre tan hipócrita, recibió una obra tan valiente. Charles Chaplin, yerno de O’Neill, fue, seguramente, uno de los que entendió la necesidad que tuvo su suegro de escribir algo así: uno solo puede acallar sus demonios interiores enfrentándose a ellos. Y los de O’Neill eran espeluznantes.  

           

Eugene O’Neill, Largo viaje hacia la noche, ed. y trad. de Ana Antón-Pacheco. Madrid, Cátedra (Letras Universales), 2016 (9ª ed.; la 1ª es de 1986). Long Day’s Journey into Night, 1956.

 

Imagen: Eugene O’Neill, su hermano y el padre. Eugene es el más pequeño, el que lee el libro. La fotografía debió ser tomada sobre 1902. (Dominio público).

 

Víctor Espuny.

domingo, 20 de diciembre de 2020

El amor del último magnate, de F. S. Fitzgerald

 

            Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) conoció la época más vitalista de su país, la de los rascacielos y los grandes inventos. Fue aquella en la que EE UU se convirtió en la potencia que es hoy, pero entonces el país poseía el encanto de las cosas primeras, la ilusión de la juventud. El escritor falleció justo al inició de la Segunda Guerra Mundial y se ahorró todos las desgracias que trajo esta, entre ellas, y con la llegada la guerra fría, el desembarco de una especie de cruzada de la moralidad, en realidad llena de hipocresía, que aún está vigente. Fitzgerald conoció el nacimiento del cine en libertad, vivió con intensidad los años veinte, la llegada del cine sonoro y la creación y la consolidación de los grandes estudios cinematográficos en la costa oeste. «Ya en 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más vendiera en algo tan arcaico como las películas mudas». Esta afirmación de Fitzgerald contenida en Encólese, artículo de 1936 recogido en El Crack-Up, da idea de hasta qué punto llegaba la admiración del escritor norteamericano por el cine, un mundo que conoció bien y refleja en El amor del último magnate. La novela, dejada sin terminar a la muerte de Fitzgerald, está ambientada a mediados de los años treinta. Entones Bel Air era un lugar apartado y Malibú un aldea de pescadores y de pobres casas pintadas de colores. El protagonista, Stahr Monroe, es un hombre de cine, un ejecutivo de gran capacidad, cuyas decisiones son muy respetadas por todos, tanto por guionistas —tratados con muy poca consideración—, como por directores, actores, actrices, etc. La narradora del relato, a veces de voz inconsistente porque la novela quedó sin terminar, es hija de otro magnate del cine, que sueña con estar con él, con poder amarlo, conseguir que él se deje amar. Pero Stahr esconde una herida sentimental muy difícil de curar.

            Lo mejor del relato está en el primera parte, cuando se recrea la actividad de los estudios, en especial cómo transcurrían los pases de los rushes, esto es, la copia de lo grabado durante el día en los distintos platós o escenarios para ser revisado y criticado por un equipo de expertos encabezado por el mismo Stahr. Para la creación de su protagonista Fitzgerald debió inspirarse con toda seguridad en alguien real, según parece en Irving Thalberg, jefe de producción de la Metro-Goldwyn-Mayer durante la última parte de los años veinte y la primera mitad de los treinta, hasta su prematura muerte. El autor describe con mirada crítica el tratamiento que se daba a los escritores que se llevaban a los estudios para que ideasen guiones a marchas forzadas —él, como Faulkner y muchos más, había pasado por la experiencia— pero deja bien clara su admiración por la industria del cine en general. A pesar de ello, y como persona inteligente, pone en boca de Stahr estas palabras dirigidas a un guionista al que intenta aleccionar sobre cómo hacer su trabajo: «Nuestras condiciones son los deseos de la gente, lo único que nos exigen es que tomemos sus sueños favoritos y los disfracemos con todo tipo de aderezos para devolvérselos después». (pág. 265). Creo que resulta imposible describir mejor lo que es el cine comercial. Para los amantes de las estrellas, la novela, inacabada, insisto, está repleta de ellas: Cary Grant, Douglas Fairbanks, Gary Cooper, Spencer Tracy, Carole Lombard, etc., todos jóvenes, vivitos y coleando. Aparece nombrado hasta Un perro andaluz, la inquietante película de Buñuel y Dalí, que Fitzgerald atribuye únicamente a Dalí. El imaginario, desde luego, pertenece al pintor de Figueras.

 

F. Scott Fitzgerald, El amor del último magnate, edición y traducción de María Lozano, Madrid, Cátedra, 1997.

 

Imagen: De izquierda a derecha, Jean Harlow, Irving Thalberg y Norma Shearer, esposa de Thalberg (citizendamepot.com).

 

Víctor Espuny.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, de Alice Munro


            Libro que contiene nueve relatos de Munro (Canadá, 1931). Como en otros títulos suyos, se trata de recreaciones de su biografía, o de historias conocidas por ella, ambientadas en lugares conocidos. Todas son de interés para cualquier persona que sienta atracción por las vidas ajenas, por los otros, sus vivencias, sus sufrimientos, sus placeres y sus esperanzas. Los protagonistas, y los puntos de vista, suelen ser femeninos, algo muy usual hoy día, cuando la literatura escrita por mujeres vive una época de plenitud, pero infrecuente durante la juventud de Munro, sobre todo en los países latinos. Los anglosajones poseen una tradición mucho mayor de mujeres escritoras. En fin: son cosas sabidas.

            De este libro cabría destacar los relatos Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, el titulado Consuelo y el llamado Quennie. El primero cuenta la forma extraña en la que a veces ocurren las cosas, cómo la travesura de dos adolescentes puede beneficiar la relación de dos adultos solitarios. Consuelo habla de las enfermedades terminales y la eutanasia, así como del enfrentamiento en los centros educativos entre los defensores de la educación laica y la educación religiosa. Y Quennie, el que más me ha gustado, relata la historia de amor fraternal entre dos hermanastras. Este contiene, además, un mensaje de salvación hacia la mujer malcasada. Su lectura sería conveniente en adolescentes hombres dados a imponer su voluntad a las mujeres, quizá por haber sido educados en ambientes profundamente machistas y no haber sido capaces de crear unas ideas propias.

 

Alice Munro, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, Barcelona, DeBolsillo, 2014. (Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage, 2001; traducción de Marcelo Cohen).

 

Imagen: La ciudad de Vancouver a comienzos de la primavera (Foto de breay, página de la Universidad de la Columbia Británica).

 

Víctor Espuny.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Historias de San Petersburgo, de Nikolai Gógol

 


            Antes de empezar el siguiente libro, y después de dejar que el recién leído se asiente y consiga conectar con lo contenido en la memoria, voy a dejar aquí unas notas de este último. Se trata de Historias de San Petersburgo, de Nikolai Gogol (1809-1852). Este autor no parece muy difundido entre los lectores actuales pero será del gusto de cualquiera. Sus creaciones son producto de una visión crítica muy personal de la sociedad de su época y de una imaginación portentosa, a veces parecida a la de un niño por la vitalidad que supone. No creo que nadie pueda tener una visión cabal de la vida en San Petersburgo durante los años centrales del siglo XIX, sobre todo del nutrido grupo social del funcionariado, sin haber leído este libro. Contiene cinco relatos, algunos, por su extensión, casi novelas cortas.

            La avenida Nevski utiliza como excusa la descripción de los viandantes que se mueven por esta importante arteria de la ciudad rusa para presentar la diferencia, tan del gusto de algunos escritores, entre hombres enamorados de mujeres de tal forma que solo pueden entenderlas como almas puras y candorosas y hombres que solo ven en las mujeres la maldad y el medio de obtener un placer momentáneo para luego seguir el camino. Entre los dos tipos hay puntos medios, donde estaremos casi todos, pero esa diferenciación tan profunda da juego literario. Resulta muy interesante la descripción del público que llena el paseo de las primeras páginas; su esquema puede ser transportable a cualquier población.

            El retrato profundiza en el mundo de los artistas plásticos y puede ser considerado, por la importancia que en este relato tiene el retrato de una persona de rasgos muy peculiares, un precedente, quizá influencia cierta, de El retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde. Algún parlamento de los personajes puede chocarnos hoy por su extensión.

            Diario de un loco contiene pasajes descacharrantes, sobre todo aquellos relacionados con la creencia de la nueva identidad del protagonista, Fernando VIII, rey de España. Este relato debió ser escrito con las noticias del conflicto sucesorio declarado en España a la muerte de Isabel II aún frescas.

            La nariz nos habla de la fatuidad, de la superficialidad de nuestros comportamientos en sociedad. Lo esclavos que somos de nuestra imagen no es algo de ahora, ni mucho menos. A ratos es de una sabrosa fantasía, que recuerda, como otros relatos de Gogol, las creaciones de Mijail Bulgakov, otro autor ruso muy recomendable.

            El abrigo, el último de los relatos, habla de la falta de solidaridad entre compañeros de trabajo, de la crueldad, casi propia de niños, de aquellos incapaces de sentir la empatía. Todo el conflicto está centrado una vez más en las penurias pasadas por un funcionario, cuyo sueldo apenas alcanza para pagar una ropa presentable con la que acudir al trabajo. El protagonista, Akaki Akakievich, una persona trabajadora, bondadosa, tímida y de cortos alcances, es tratado como el hazmerreír de todos. Es un cuento aleccionador de final fantástico y justiciero.

            Libro muy recomendable.   

 

Nikolái V. Gógol, Historias de San Petersburgo, Madrid, Alianza Editorial, 2011. Traducción de Juan López-Morilla.

 

Imagen: La perspectiva, o avenida, Nevski en los años iniciales del siglo XX (Getty Images).

 

Víctor Espuny.

jueves, 3 de diciembre de 2020

El inmoralista, de André Gide

 

            Curioso y descorazonador libro. Hace algunos años leí en algún sitio que con buenas intenciones no se escriben buenas novelas. No sé si será cierto. El inmoralista, desde luego, está bien escrita, posee estremecedoras imágenes poéticas, es arte. Consiste también en un entretenido viaje desde Normandía hasta el sur de Argelia. Pero es más que eso.

Desde luego, entiendo que todos poseemos —debíamos poseer— un compromiso ético al que nos debemos. Un héroe novelesco que antepone sus querencias sexuales a la salud de su mujer no resulta atractivo, ni siquiera como antítesis de cómo le gustaría ser a uno. Uno puede descubrir una vez casado con una mujer que le gustan los hombres y luchar por convertirse en ese nuevo hombre que quiere ser, por qué no, pero eso no tiene por qué implicar el olvido de su esposa, gravemente enferma. El inmoralista no es una novela que sea leída con gusto por personas de educada sensibilidad, entre otras cosas por el trato cercano a la pederastia que el protagonista tiene con los niños. Existe una corriente en la literatura europea al menos desde el siglo XIX que se recrea en las deformidades morales, pero en este caso las acciones no aparecen acompañadas de una censura más o menos explícita sino casi de un aplauso. Todo vale para la consecución del placer. El protagonista, como si se tratara de un héroe concebido por Nietzsche, es individualista hasta la médula y se cree por encima de todo y de todos —el dinero, las propiedades, la familia—, una especie de superhombre que no necesita rendir cuentas a nadie. No se trata de pensar en conceptos o mandamientos religiosos pero sí en una conciencia ética sin la cual la sociedad sería una selva en la que solo sobrevivirían los más fuertes y egoístas.

La novela posee evidentes puntos en común con creaciones de otros autores —de Óscar Wilde pero sin su precioso humor (autor recreado en la novela de Gide en el personaje llamado Ménalque)—, y parece presagiar obras ambientadas en el Magreb firmadas por Juan Goytisolo y Paul Bowles, este último autor de vida realmente novelesca.

El inmoralista es una lectura que no aconsejaría a alguien demasiado joven o impresionable.

 

André Gide, El inmoralista. Edición y traducción de Margarita Carbayo. Madrid, Cátedra, 1988. [L’Inmoraliste, 1902].

 

Imagen: Mercado de Biskra, oasis argelino en las puertas del Sahara frecuentado por artistas franceses desde el siglo XIX (quartierlatin.paris).

 

Víctor Espuny.