Observe a ese hombre
que duerme, descuidado, en un banco del parque. Desde aquí se oyen sus
ronquidos: nada viene a alterarlos, ni preocupaciones, ni urgencias. No lleva
en sus bolsillos las llaves de un coche, ni siquiera las de una casa. No debe
dinero al banco —el banco nunca le prestaría—, ni se le ha ocurrido echarse a
la espalda una familia numerosa que mantener. Ese hombre se encuentra cercano
al nirvana. ¿De qué vive? No lo sé, pero va limpio y afeitado, no parece un
indigente. ¿Lo mantiene el Estado? No lo creo: nuestra sociedad aún no ha
evolucionado lo suficiente, pero con el tiempo puede que lo haga gracias a una adecuada
redistribución de la riqueza. Sería bueno. Ese hombre del banco no parece tener
preocupaciones, pero los que forman las colas en los locales de beneficencia
gestionados por Caritas y diversas oenegés sí las tienen. En Málaga existen
algunas propias, como la Fundación Corinto o los Ángeles Malagueños de la
Noche, ambas en una estela de ayuda al necesitado cuyo espíritu puede
rastrearse al menos hasta las cartas de San Pablo (2 Corintios 8:13-15), pero posee
un precedente muy próximo en el tiempo y el espacio: la obra y la intención de
doña Trinidad Grund. No sé si lo que actúa en los casos de probada caridad
practicada por los poderosos es la mala conciencia, pero resulta efectiva. Y es
necesaria. Debemos intentar nivelar. No es moralmente aceptable que existan unas
pocas personas que atesoran oro por kilos y otras muchas que no pueden ni alimentar
a su familia. Finalmente, el impuesto a las grandes fortunas a escala global,
algo impensable por ahora, estaría presente en el Nuevo Testamento, texto
inspirador de muchos de los pensadores de izquierdas. Pero vayamos a un caso
concreto.
Durante estos años de
pandemia se reformaron el muelle uno y parte del dos del puerto de Málaga y se
instaló en ellos una marina de mega yates. Ahora pueden atracar allí navíos de
hasta ciento ochenta metros de eslora y obtener todo tipo de servicios. Son
embarcaciones ostentosas, siempre perfectas, brillantes como gemas. Cuentan con
helipuerto, piscina cubierta y todo lo que se les ocurra. Alguna de ellas fue literalmente
construida con metales preciosos, el History
Supreme, por ejemplo, valorado, según la revista Forbes, en 2.400 millones de euros. Uno los mira y piensa en que
algo funciona mal en este mundo, horriblemente mal. Estos días —escribo el 11
de mayo—está atracado allí el Yas,
una embarcación de ciento cuarenta metros de eslora. Procede de la reforma de
una fragata de guerra y conserva en parte la forma de su casco, imponente. Fue
reformado acristalando la zona del castillo de proa y dándole forma de morro de
delfín. No es de los más caros —está valorado «sólo» en ciento ochenta millones
de dólares— y su mantenimiento requiere una cifra estimada entre los 10 y los
20 millones anuales. El dueño, por cierto, ni siquiera ha viajado en él en esta
travesía; eso me contó un camarero del muelle que echaba un cigarro a la sombra
mientras descansaba los pies.
Según las creencias de
los más optimistas, la Revolución Francesa, tan cruenta, donde murieron de
manera violenta y descontrolada miles de personas simplemente por tener un
apellido, significó el fin del Antiguo Régimen. Viendo este barco, la
cincuentena de servidores que forman su tripulación, las plantillas de bares y
restaurantes del muelle y toda la infraestructura turística de la costa, hay
que dudarlo. Sigue habiendo señores y sirvientes, verdaderos siervos, en la
industria turística, que adora encantada al dios del dinero y ante él se
humilla, como aquel repartidor de pesados paquetes que bajaba con la carga por
unas escaleras de esas instalaciones portuarias porque tenía prohibido usar los
ascensores, que «solo son para las personas». De Málaga a Rota, por la costa,
se extiende como un continuo un mundo en el que el tiempo parece haber
retrocedido a la época de la servidumbre. Para eso hemos quedado los
españolitos.
La fotografía, del Yas, es de Juan Carlos Cilveti (malagahoy.es)
Víctor Espuny.
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