jueves, 26 de diciembre de 2019

Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé


El autor (F.: agenciabalcells.com)

Uno de los principales dramas vividos en Andalucía durante la segunda mitad del siglo XX —especialmente, por su intensidad, entre 1950 y 1980— fue la emigración. Cualquier persona curiosa puede comprobarlo en las estadísticas de población. Los pueblos andaluces del interior no han llegado a desaparecer, no eran tan pequeños como otros muchos castellanoleoneses, manchegos o aragoneses que sí han desaparecido, pero vieron cómo miles de familias los abandonaban en busca de una vida supuestamente mejor. Los colegios se vaciaron. Cada año, al comenzar el curso, los maestros verificaban la desaparición de varios de sus alumnos. Era un goteo, un chorreo a veces, imparable. Los andaluces partían en busca de un sueldo bajo pero continuo durante todo el año, algo que no tenían en Andalucía, donde el empleo era estacional, y con su esfuerzo y su humillación levantaron, entre otros lugares, Cataluña. Allí, sobre todo durante las primeras décadas, la gran mayoría de esos andaluces emigrados vivieron en condiciones infrahumanas, primero en barracas y luego en bloques de pisos levantados en pocos meses y sin ningún tipo de planificación ni servicios. Como ha demostrado Manuel Peña Díaz, pueblos cercanos a Barcelona como La Llagosta, habitados durante siglos por pequeños agricultores, vieron una inmejorable oportunidad de enriquecerse dejando llegar a todas estas familias empobrecidas, dispuestas a trabajar donde fuera y a vivir en míseras condiciones. Sus huertas o pequeñas fincas de labor fueron vendidas a precio de oro para levantar polígonos industriales y edificios de viviendas, que de la noche a la mañana surgieron separados por calles aún de tierra y algunos de ellos sin abastecimiento de agua durante meses. Los miembros de esas familias de propietarios de los pueblos regentaban los ayuntamientos y se ocuparon de dejar bien claro quiénes eran catalanes y quiénes no los domingos a la salida de misa en los bailes de sardana, esos círculos cerrados, a veces excluyentes, y en muchas ceremonias organizadas con planteamiento segregacionista. Los recién llegados no hablaban catalán, no eran catalanes. Cuando uno lee sobre esos años —algunos descendientes de aquellos inmigrantes han podido estudiar y han vuelto la mirada con valentía y ánimo iluminador hacia esa época abominable—, piensa en todas aquellas personas que se vieron obligadas a dar aquel paso en busca de dinero y dignidad y a menudo encontraron sueldos de miseria y trato degradante. Ellos eran murcianos, xarnegos, nunca ciudadanos como los otros, dignos de las mismas consideraciones. No hay que generalizar, desde luego, pero Cataluña no parece una tierra de agradable acogida, por desgracia.
            De ese drama humano tratan algunas de las mejores novelas de Juan Marsé (Barcelona, 1933). Hace un mes comentaba La oscura historia de la prima Montse y hoy le toca el turno a Últimas tardes con Teresa, anterior a aquella. Esta me ha gustado más, si cabe, por su temática, puramente nacional, sin veleidades parisinas, y sobre todo por la construcción del personaje protagonista, Manolo Reyes, el Pijoaparte. Nacido en Ronda, guapo, bien plantado, abandona un pueblo en el que no ve futuro y, después de recalar en la Costa del Sol, donde trabaja de albañil y camarero, viaja a Barcelona, donde vive su hermanastro. Allí es acogido a regañadientes y sobrevive como puede protegido por un hampón homosexual ya mayor que se prenda de él nada más verlo. La acción principal transcurre a mediados de los años 50. Atraído por las mujeres, el Pijoaparte conoce a muchachas de la alta sociedad barcelonesa y consigue enamorarlas gracias a su arrojo y, en general, a su atractivo personal, concebido gracias a mil experiencias que no suelen estar al alcance de los miembros de las clases acomodadas. El narrador, producto de un Marsé poseedor de una aguda conciencia social y tal vez tocado por el resentimiento, realiza una feroz crítica de los hijos de familias adineradas que, aquejados a su vez de problemas de conciencia por el trato que reciben los obreros de las fábricas de sus padres, simpatizan con las ideas comunistas. Los presenta como universitarios que juegan a hacer la revolución, que corren delante de la policía por puro deporte. Marsé no tiene piedad de ellos y, en un desahogo verbal, los llama «señoritos de mierda» (pág. 331). El autor realiza también una curiosa personación en su novela cuando se dibuja en ella como un coge culos, un aprovechado que disfruta metiendo mano a las mujeres en el bullicio de fiestas o verbenas. «Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano» —dice una muchacha a otra—. «El domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si quería algo de él, qué te parece el caradura» (pág. 360). Para el lector capaz de trasladarse con éxito a la mentalidad de aquellos años, no ser históricamente presentista, y considerar las cosas como eran en aquella época en España, no como son hoy —cuando una persona así es inmediatamente denunciada a la policía—, esta broma del autor puede resultar divertida. La venganza de ese coge culos verbenero llamado Marsé recae en Teresa Serrat, el mayor objeto del deseo del protagonista, y ese día la más guapa del baile. Pero no todo en la novela es crítica social. Esta viene acompañada de un romance auténtico, límpido, resplandeciente, de esos que solo se viven una vez, de los imposibles socialmente pero basados en pura atracción física. Por último, destacar la escena del primer amanecer en el cuarto de Maruja, donde el lector constata hasta dónde llega la ambición inicial de Manolo Reyes, aún no atenuada por la irrupción del amor, ese milagro.
            En cuanto a cuestiones técnicas, el narrador es muy clásico, omnisciente y en tercera persona, pero muy efectivo. El último capítulo, al estilo de «Qué pasó con…», recuerda la forma de acabar alguna célebre novela decimonónica, como Los Maia, de Eça de Queiroz.
En definitiva, una obra de forma muy clásica que trata pasiones de todas las épocas. Muy recomendable.

Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, Barcelona, Debolsillo, 2015 (Edición levemente corregida por el autor. La original es de 1966).

Manuel Peña Díaz, «La LLagosta: el catalanismo franquista y la inmigración andaluza», en Andalucía en la historia, nº 28, abril-junio de 2010, Centro de Estudios Andaluces (Sevilla), págs. 28-31.

martes, 17 de diciembre de 2019

Reflexiones sobre un mundo líquido, de Zygmunt Bauman


Bauman (revistasantiago.cl)

Las notas de lectura de hoy versan sobre una antología de citas del eminente sociólogo polaco-británico Zygmunt Bauman (1925-2017). El antólogo y prologuista es Antonio Francisco Rodríguez Esteban, que ha trabajado sobre más de veinte títulos de Bauman. He seleccionado, y voy a copiar ahora, las palabras de Bauman que más me han llamado la atención, imponiéndome un cometido de antólogo de la antología.
            Sobre el concepto de «modernidad líquida», la más célebre de las reflexiones de Bauman, Rodríguez Esteban escribe en el prólogo: «es un estado caracterizado por la impermanencia, la incertidumbre, la vulnerabilidad, la mutación, el simulacro, la ausencia de verdades, la caída de los relatos vertebradores, unificadores, cosmogónicos, que definían las realidades políticas, sociológicas, psicológicas o religiosas» (pág. 10) durante la «modernidad sólida, definida por verdades últimas y fundamentos fijos que permeaban todos los estratos de lo humano» (pág. 10). La llegada de la modernidad líquida nos ha sorprendido concretamente a nosotros, que vivimos en un mundo cambiante como no lo ha sido nunca. La sensación que se desprende de la lectura del libro es desazonadora, inquietante, porque, aunque el antólogo entrevera pensamientos positivos, la mayoría de ellos, al ser dictados por la observación directa de la realidad, y aquí me sumo a la facción pesimista, son derrotistas en cuanto al futuro de lo que siempre hemos entendido como dignidad, libertad y solidaridad humanas. Ya hace años que vivimos estos cambios, alguno de los cuales producen desajustes y, digamos, debilidades. Uno de ellos, del que no he encontrado referencias en este libro —quizá porque Bauman lo considera ya consolidado—, puede parecer menor pero resulta de entidad para los hombres que tenemos cierta edad. Me refiero a la consolidación, siempre bienvenida, del movimiento feminista. Este ha podido producir en algunos hombres durante un lapso de tiempo más o menos largo una sensación de inseguridad, de no saber cuál era el comportamiento masculino correcto —del comportamiento de la mujer en los años cincuenta al actual hay unos cambios notables, (son tres generaciones)—, justo hasta que han asumido su nuevo papel de compañeros en una sociedad formada por hombres y mujeres que intentan ser libres y deben ser iguales. Mientras no se opere ese cambio en la inteligencia de todos los hombres cuya mentalidad sigue rigiéndose por los valores antiguos y hasta ahora inmutables, las sociedades no avanzarán. España, donde escribo, ha avanzado por ese camino de manera significativa, aunque aún le queda mucho camino por recorrer, es obvio. Sin embargo hay otros muchos países, todos sabemos cuáles, donde ese movimiento feminista necesita más apoyo, el apoyo, sobre todo, de los hombres. La modernidad líquida es un tiempo de cambios e incertidumbres, pero algunas certidumbres parecen ya realmente consolidadas. La libertad de la mujer es una de ellas, ahí no hay vuelta atrás.
Algunas de las citas de Bauman pueden servir para verbalizar esos pensamientos que a veces hemos intuido los demás, simples mortales. Acompaño cada cita de dos números de página. El primero corresponde a la paginación del libro que he leído, Reflexiones sobre un mundo líquido, y el segundo a la paginación de la edición de cada título manejado por Rodríguez Estebán para su antología. Este segundo número de página va seguido de otro que remite al título donde se localiza la cita original, visible en la bibliografía. En los casos en los que la cita proviene de un texto inédito en castellano, solo aparece el número correspondiente al título. Parece un poco enrevesado para se entenderá sin problemas. Empezamos. Los subrayados son míos.


«Nos encontramos actualmente en un periodo de interregno: un estado en el que los viejos modos de vida aprendidos y heredados ya no sirven en la actual conditio humana, pero los nuevos modos de afrontar los retos y los nuevos modos de vida no se han inventado todavía». (P. 107). (P. 108, 11).

            «La tendencia a olvidar y la vertiginosa velocidad del olvido son marcas aparentemente indelebles de la cultura moderna líquida». (P. 118). (P. 104, 7).

«Gracias a Internet se ha concedido a todo el mundo los proverbiales 15 minutos de fama y la ocasión de recuperar la esperanza del estatus de celebridad pública. Ambos parecen fáciles y al alcance de la mano, como nunca lo fueron en el pasado. Y la atracción de convertirse en una celebridad consiste en que el propio nombre y aspecto tengan más difusión que los propios logros en un mundo hecho a la medida de una feria de vanidades». (P. 14). (15).

«La nueva moral ha dejado de ser centrífuga y es ahora centrípeta: de ser el principal aglutinante que salvaba distancias y acercaba posiciones entre las personas y, en definitiva, las integraba, ha pasado a convertirse en una más de la ya larga lista de herramientas de división, separación, disociación, alienación y laceración». (P. 15). (P. 127, 21).

«Somos habitantes de dos mundos diferentes: uno online, conectado, y otro offline, desconectado, por mucho que hayamos aprendido a movernos entre el uno y el otro con tanta soltura que, en la mayoría de los casos, ni nos damos cuenta de ello». (P. 16) (P. 92, 17).

«Vivimos en una sociedad confesional que fomenta la autoexposición como prueba de existencia social primordial y más fácilmente accesible. Millones de usuarios de Facebook compiten unos con otros para revelar y poner a disposición pública los aspectos más íntimos de su identidad, sus conexiones sociales, sus pensamientos, sus sentimientos y actividades. Las redes sociales son lugares donde la vigilancia es voluntaria y autoinfligida». (P. 16). (P. 77, 12).

«Tener toda nuestra persona, con lo bueno y con lo malo, registrada y accesible al público, parece ser el mejor antídoto profiláctico contra la exclusión». (P. 17). (P. 32, 9).

«El camino hacia la identidad es una batalla continua y una lucha interminable entre el deseo de libertad y la necesidad de seguridad, agravada además por el miedo a la soledad y el terror a la incapacitación». (P. 19). (P. 45, 3).

«Lo que guía estos esfuerzos [en pos de la “autorrealización”] es el temor a fijar, más que el deseo de alcanzar la línea final de meta. La moderna condición líquida valora mucho la flexibilidad; y, lo queramos o no, nosotros obedecemos». (P. 21). (15).

«La tarea de producción del yo se ve increíblemente facilitada por el suministro masivo de kits de montaje para interpretaciones recomendadas hoy en día, y por lo tanto anheladas y consumidas con avidez, con ayuda de las cadenas de tiendas y los medios de comunicación interesados en rastrear y perseguir el beneficio». (P. 22). (15).


«El mundo de hoy es un archipiélago de diásporas». (P. 31). (P. 238, 12).

«La gran pregunta que seguramente determinará el futuro de Europa más que cualquier otra es qué acabará por imponerse: ¿el rol de los inmigrantes como salvavidas de una Europa que está envejeciendo a toda prisa, o bien el poder en alza de los sentimientos xenófobos, inducidos y alentados de modo entusiasta hasta convertirse en votos electorales?». (P. 32). (P. 12, 8).

«Todos necesitamos designar a los enemigos de la seguridad para evitar ser considerados parte de ellos… Necesitamos acusar para ser absueltos, excluir para evitar la exclusión». (P. 32). (P. 111, 9).

«En un planeta convertido en un mosaico de diásporas étnicas y religiosas, el encuentro entre mensajes y oyentes se ve enormemente facilitado. En un planeta así, la antigua separación entre el “interior” y el “exterior”, o entre el “centro” y la “periferia” deja de tener sentido». (P. 34). (P. 162, 4).

«El diálogo es la respuesta correcta a la diversidad de la humanidad y el modo deseable de coexistencia e interdependencia humana, y el diálogo significa conversar con personas que sostienen opiniones y convicciones diferentes a las propias; la conversación restringida a individuos que comparten nuestras propias creencias no es un diálogo genuino. Y el propósito del diálogo no es la derrota de los que piensan de otro modo, sino la mutua comprensión el esfuerzo compartido para elaborar el modus vivendi mutuamente beneficioso dentro de la diferencia». (P. 39). (15).


            «El actual modelo de crecimiento causa unos daños irreversibles. Y esto es así porque el “crecimiento” se mide en función del aumento de la producción material, en vez de ser medido en función de servicios como el ocio, la salud y la educación». (P. 41). (P. 105, 8).

            «Los problemas globales requieren soluciones igualmente globales». (P. 42). (P. 81, 21).

            «La tenaz persistencia de la pobreza en un planeta dominado por el fundamentalismo del crecimiento económico es suficiente para que el observador se detenga y reflexione. La primera víctima de esa profunda desigualdad será la democracia, a medida que todos los bienes necesarios, cada vez más escasos e inaccesibles, para la supervivencia se conviertan en objeto de una rivalidad encarnizada entre los que tienen y los que están desesperadamente necesitados». (P. 45). (P. 12, 10).

            «La transferencia al ciberespacio y la subordinación a la lógica del online o de la transmisión en directo han hecho que la distinción entre lejos y cerca, aquí y allí, se haya convertido en algo virtualmente nulo y sin efecto. Esta es la condición que la “glocalización” —el proceso de despojar de su importancia a lo local— tenía como objetivo desde su mismo inicio». (P. 47). (P. 148, 8).

            «La soberanía nacional es, en muchos sentidos, una ilusión. Las tres patas del trípode en el que se basaba —la autosuficiencia económica, militar y cultural— son en la actualidad débiles y raquítica: de hecho, una ficción». (P. 52). (19).

            «En contra de las tan extendidas expectativas de que Internet constituiría un gran paso adelante en la historia de la democracia, implicándonos a todos en la configuración del mundo que compartimos y reemplazando la heredada “pirámide del poder” con una política “horizontal”, se acumulan, sin embargo, las pruebas de que Internet también sirve para perpetuar y reforzar conflictos y antagonismos». (P. 56). (13).

            «El 1% de los habitantes más ricos del planeta posee hoy el 40% de la riqueza del mundo, y el 10 % de los más acaudalados posee el 85 % de toda la abundancia de la Tierra, mientras que la parte inferior de la pirámide debe conformarse con solo el 1 % de la riqueza total. El activo de las mil personas más ricas del mundo representa más del doble de la riqueza conjunta de los 2.500 millones de las más pobres. Esta no es una cuestión de estadísticas, sino que concierne a la condición humana. Tras estos números se oculta un piélago de miseria humana, privaciones, dolor, humillación e indignidad que engloba y asfixia al hasta ahora creciente e incontrolable número de seres humanos». (Pág. 57). (16).

            «En nuestro mundo desgobernado por el mercado, el precio de la autonomía es la insignificancia». (P. 61). (15).

            «Hay que considerar el impacto del consumismo en la sostenibilidad del hogar común, la Tierra. Ahora sabemos demasiado bien que los recursos del planeta son limitados y no pueden dilatarse infinitamente». (P. 61). (P. 169, 7).

            «Si la sociedad de productores fue una escuela y fábrica de solidaridad, nuestra sociedad de consumo es escuela y fábrica de egoísmo y desconfianza, así como de rivalidad universal, guiada por el principio de “cada uno a lo suyo y ‘tonto el último’”». (P. 62). (16).

«El mensaje no puede ser más claro: el camino de la felicidad pasa por ir de compras». (P. 63). (P. 67, 10).

«Los mercados de consumo se expanden, prosperan y se lucran mediante la mercantilización de la búsqueda de la diversión, el confort y la felicidad». (P. 63). (P. 124, 8).

«La Iglesia del Crecimiento Económico es una de las pocas congregaciones que no parece perder fieles y que tiene posibilidades reales de alcanzar un verdadero estatus ecuménico. La ideología de la “felicidad a través del consumo” es la única que tiene alguna probabilidad de anular las demás ideologías». (P. 67). (P. 96, 18).

«En una cultura consumista, la distancia temporal entre la adquisición del objeto y el momento en que se convierte en desecho eliminable tiene a contraerse con rapidez». (P. 68). (P. 186, 18).

«Hace varias décadas la gran ruptura en el progreso de la sociedad de consumo fue el paso de la satisfacción de las necesidades a la creación de necesidades mediante la tentación, la seducción y el incremento del deseo». (P. 68). (P. 130, 9).

«Lo que nos sirve como medida básica para evaluar nuestro lugar y nuestra calificación social en la carrera para alcanzar el éxito en la vida es el grado de nuestra actividad como compradores y la facilidad con que desechamos un objeto de consumo para reemplazarlo con otro “nuevo y mejor”». (P. 69). (P. 100, 8).

            «Somos inducidos, empujados o engatusados para comprar y gastar, para gastar lo que tenemos y lo que no tenemos pero esperamos ganar en el futuro». (P. 72). (P. 161, 7).

            «En la estrategia vital, sostenida por el crédito, de “disfruta ahora, paga mañana”, los mercados de consumo encontraron una varita mágica con la que transformar a multitud de Cenicientas, consumidores inactivos e inútiles, en huestes de deudores». (P. 72). (P. 180, 7).

            «En la jerarquía heredada de valores reconocidos, el “síndrome consumista” ha destronado a la duración y ha aupado a la fugacidad. Ha situado el valor de la novedad por encima del de lo perdurable». (P. 73). (P. 85, 3).

            «Nuestro mundo no resulta idóneo para la coexistencia pacífica en este principio del siglo XXI, y mucho menos para la solidaridad humana y la colaboración amistosa. Ha sido tan dirigido hacia otras formas que la colaboración y la solidaridad no solo son impopulares, sino que suponen una elección difícil y costosa». (P. 81). (P. 42, 10).

            «Internet no es la causa del crecimiento del número de internautas ciegos y sordos en el plano moral, pero facilita y potencia enormemente ese aumento». (P. 83). (P. 97, 17).

            «En su actual forma puramente negativa, la globalización es un proceso parasitario y predatorio». (P. 85). (P. 188, 4).

            «Quizá la presión por entregar nuestra autonomía personal es tan irresistible, nos asemejamos tanto a las ovejas de un rebaño, que solo unos cuantos individuos especialmente rebeldes, atrevidos, pugnaces y resueltos están preparados para intentar oponerse a ello». (P. 86). (P. 30, 9).

            «Una vez sustituido el contacto cara a cara por la modalidad “pantalla a pantalla”, las que entran en contacto son las superficies. Lo que se resiente, como consecuencia, es la intimidad, la profundidad y la durabilidad de la relación y los vínculos humanos». (P. 91). (P. 27, 6).

            «La vulnerabilidad y la incertidumbre humanas son la principal razón de ser de todo poder político». (P. 97). (P. 71, 2).

            «Todas las culturas humanas pueden interpretarse como artefactos ingeniosos calculados para hacer llevadero el vivir con la conciencia de la mortalidad». (P. 97). (P. 47, 4).

            «¿Nos aproximamos, por segunda vez en la historia reciente, a una situación propicia para ser aprovechada por demagogos suficientemente inanes, autoengañados o arrogantes como para prometer un atajo hacia la felicidad, y la apertura de un camino de vuelta al paraíso de la seguridad, a condición de que cedamos las libertades que ya aborrecemos y que tan intensamente nos desagradan, y con ellas, nuestro derecho a la autodeterminación y autoafirmación personales?». (P. 100). (P. 86, 18).

            «Para el futuro de la Humanidad, en un mundo irrevocablemente multicultural y multicéntrico, la disposición al diálogo es una cuestión de vida o muerte». (P. 105). (16).

            «Imaginar formas de hacer tolerable la vida a pesar de la conciencia de la mortalidad era, es y probablemente será siempre el motor principal de la cultura y el hilo común de la historia». (P. 112). (15).

            «La conversación seguirá siendo la vía directa al acuerdo y a la coexistencia pacífica, mutuamente beneficiosa, cooperativa y solidaria, simplemente porque no tiene competidores para tal cometido y, por consiguiente, ninguna alternativa viable». (P. 115). (P. 103, 17).

«Uno de los efectos fundamentales de equiparar la felicidad con la compra de artículos que se espera que generen felicidad consiste en eliminar la posibilidad de que este tipo de búsquedas de la felicidad llegue algún día a su fin. La búsqueda de la felicidad nunca se acabará, puesto que su fin equivaldría al fin de la propia felicidad». (P. 123). (P. 20, 20).
           
            «La sabiduría popular china asegura que si haces planes para un año, deberías sembrar cereales; si haces planes para doce años, deberías plantar un árbol; y si haces planes para cien años, deberías educar a la gente». (P. 126). (13).

            «La felicidad no reside en la ausencia de problemas, sino en la capacidad de hacerles frente, combatiéndolos y superándolos». (P. 127). (16).


Títulos y ediciones manejadas por Rodríguez Esteban:

1 Bauman, Zygmunt, y Keith Tester, La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Barcelona, Paidós, 2002.
2 Bauman, Zygmunt, Vidas desperdiciadas, Barcelona, Paidós, 2005.
3 —, Vida líquida, Barcelona, Paidós, 2006.
4 —, Miedo líquido, Barcelona, Paidós, 2007.
5 —, Mundo consumo, Barcelona, Paidós, 2010.
6 —, 44 cartas sobre el mundo líquido, Barcelona, Paidós, 2011.
7 —, Esto no es un diario, Barcelona, Paidós, 2012.
8 —, Sobre la educación en un mundo líquido, Barcelona, Paidós, 2013.
9 —, y David Lyon, Vigilancia líquida, Barcelona, Paidós, 2013.
10 —, ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, Barcelona, Paidós, 2014.
11 —, ¿Para qué sirve realmente un sociólogo?, Paidós, Barcelona, 2014.
12 —, y Leonidas Donskis, Ceguera moral, Paidós, Barcelona, 2015.
13 —, Irena Bauman, Jercy Kociatkiewicz, y Monika Kostera, Management in a Liquid Modern World, Cambriddge, Polity, 2015. 
14 —, y Stanislaw Obirek, Of God and Man, Cambridge, Polity, 2015.
15 —, y Rein Raud, Practices od Selfhood, Cambridge, Polity, 2015.
16 —, y Stanislaw Obirek, On the World and Ourselves, Cambridge, Polity, 2015. 
17 —, Extraños llamando a la puerta, Barcelona, Paidós, 2016.
18 —, y Carlo Bordoni, Estado de crisis, Barcelona, Paidós, 2016.
19 —, y Leonidas Donskis, Liquid Evil, Cambridge, Polity, 2016.
20 —, El arte de la vida, Barcelona, Paidós, 2017.
21 —, Retrotopía, Barcelona, Paidós, 2017.


ZYGMUNT BAUMAN (compilación de Antonio Francisco Rodríguez Esteban), Reflexiones sobre el mundo líquido, Barcelona, Paidós, 2017.




jueves, 12 de diciembre de 2019

Las nuevas Noches Árabes, de Robert Louis Stevenson


Robert Louis Sevenson

            Entre los autores de ficciones que contribuyeron a conformar nuestro imaginario infantil y juvenil se encuentra Robert Louis Stevenson (1850-1894). Todos conocemos La isla del tesoro (1883), que empezó a escibir —según cuentan— para entretenimiento de uno de los dos hijos de Fanny Osbourne, su esposa, y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), uno de los relatos fundacionales del género de terror fantástico. Pero la obra de Stevenson no acaba ahí, ni mucho menos.
            Hijo único de un señor abogado y constructor de faros, eligió un camino muy distinto al de su padre, su abuelo y casi todos los hombres de la familia, también constructores de faros. Prefirió ser artista. Esta elección, cuyos requerimientos e inconvenientes describe de manera ejemplar en su Carta a un joven caballero que se propone abrazar la carrera del arte (1888), condicionó su vida, es obvio, desde el punto de vista material y afectivo. Hasta que vio publicada La isla del tesoro vivió con lo justo. Nadie que pretenda enriquecerse debe dedicarse a escribir y, en general, a la expresión artística. Esta, por definición, consiste en la realización de obras más o menos materiales dictadas por el alma del artista simple y llanamente por la necesidad que esta tiene de crear algo de la nada. El artista genuino no mira qué es lo demandado por el público ni quiere jefes, horarios o sujeciones de ningún tipo. Stevenson fue fiel a su elección. Vivió, además, de manera desmesurada, sin tener en cuenta conveniencias, intereses o consejos no pedidos. Murió joven, sí, pero una antorcha como la suya, suponiendo que todos nazcamos con un combustible que quemar, una antorcha tan luminosa, no podía permanecer mucho tiempo encendida. Su biografía es una obra de arte en sí misma. En sus retratos vemos a un joven atractivo, de frente despejada, ojos soñadores y manos de largos y finos dedos, hechos para tareas delicadas.
            Durante la época más fructífera de su vida, que comienza a partir de su encuentro con Fanny Osbourne en 1876 y acaba en 1894, apenas veinte años, escribió catorce novelas, siete libros de relatos, seis poemarios, cerca de veinte ensayos e infinidad de textos menores. Nadie puede decir que Stevenson dejara de explotar su potencial creativo, que se dejara llevar por la abulia o la melancolía y dejase de escribir un solo día.
            La obra de Stevenson que me trae hoy es un libro de relatos titulado Las nuevas Noches Árabes (1882). Vino a mis manos en el transcurso de un paseo entre casetas de libreros. Lo compré a pesar de ser una edición barata muy mal presentada. Me había llamado la atención desde el primer momento por su autor y por ser un título que aún no había leído. Lo ojeé y parecía una buena traducción —ya sabemos los chascos que nos podemos llevar con traducciones de autores muy conocidos—, así que lo compré. La primera impresión sobre la mala calidad de la edición ha sido confirmada durante toda la lectura por la cantidad de erratas que contiene, pero todos esos pequeños inconvenientes han sido solo eso, pequeños inconvenientes, fácilmente superables. De todas formas, los correctores de pruebas de imprenta existen y también tienen que comer, digo yo.
            Así que comencé la lectura un poco reticente, desganado. Pero conforme pasaban las páginas me iba viendo atrapado por el interés de las historias. Son relatos de acción y aventuras, al más puro estilo de lo que necesita un espíritu joven. Algunos de los relatos, más que relatos novelas cortas, sobre todo los dos primeros, El club de los suicidas y La perla del rajá, poseen personajes y atmósferas comunes. En ambos juega un papel muy importante la diferenciación social. Stevenson refleja la sociedad que había conocida, muy clasista —la propia de la época—, pero parece complacerse en acentuar o resaltar ese clasismo. El club de los suicidas es un clarísimo ejemplo, además, de cómo los europeos que vivían en la principales capitales pensaban que habían llegado a la cúspide de una revolución tecnológica, la vivida por los habitantes temporales del siglo XIX, testigos de la extensión del ferrocarril, el teléfono, la luz eléctrica, la cámara fotográfica y otros avances impensables años antes. Este relato, muy conocido, peca, para mi gusto, de un extraño maniqueísmo, extraño porque no parece esperable del talento de Stevenson, aunque está claro que así era de su gusto. Por un lado príncipes y caballeros, personas sin tacha moral, y por otro personas de la mayor abyección posible. El diamante del rajá, parejo al anterior, tiene como virtud la expresión de antiguas leyendas basadas en el carácter maldito de los objetos demasiado valiosos, seguramente base inspiradora de La perla de John Steinbeck. El siguiente relato, también de gran extensión, es El pabellón de las dunas. De este puedo decir que me ha recordado, y creo que habrá inspirado, La piel fría, de Sánchez Piñol. El faro está presente en el imaginario de cualquier conocedor de la vida de Stevenson y en la base de ambas narraciones se encuentra la existencia de un grupo agresor muy numeroso y terrorífico que asedia una casa defendida por pocas personas en una zona deshabitada. Lean las dos obras, las dos recomendables, y hablamos. El pabellón de las dunas posee la particularidad de estar escrito en primera persona, muy efectiva para el caso. A continuación aparecen tres relatos ambientados en Francia. Los dos primeros, Cobijo por una noche y La puerta del señor Malétroit, lo están en el siglo XV. Los dos son de lectura absorbente, de esa que uno no puede cerrar el libro y se le olvida hasta que es la hora de comer. Los personajes principales viven momentos muy apurados, necesitados de seguridad en ciudades desconocidas o en  condiciones extremas. Ambos parecen inspirados en hechos vividos por el joven intrépido que había sido Stevenson. Y, por último, La providencia y la guitarra, un relato humorístico —algunos de sus párrafos son desternillantes— en el que se mira con delicadeza la figura del cómico de la legua y del artista mal considerado en general. No creo que olvide nunca la patética figura del prepotente comisario de policía de Castel-le-Gâchis asomado a la ventana de su habitación, el gorro de dormir animado por la ira y su cara congestionada por un grito incapaz de salir. Este cuento, entrañable, de divulgación muy necesaria para que sociedades supuestamente avanzadas aprendan a respetar a los artistas, destaca también por la creación inolvidable de la pareja formada por León Bethelini y Elvira, su mujer.
            Solo me queda animar a la lectura de esta obra de Stevenson, ahora de forma ya explicita y concluyente, aunque debe hacerse, recuerdo, en otra edición: esta es muy descuidada.

Robert Louis Stevenson, Las nuevas Noches Árabes, Barcelona, Plutón ediciones, 2017. Traducción de Benjamín Briggent.

viernes, 6 de diciembre de 2019

La España vacía, de Sergio del Molino


Biamón, Asturias. (F.: lasexta.com)

            Conocí a Sergio del Molino, el autor del libro que comento, hace unos días en el trascurso del Festival Eñe en su sección malagueña, más humilde en cuanto a la resonancia del nombre de los escritores que asistían a los coloquios pero más accesible para mí. No llegué a hablar con él en ningún momento, no por ganas —simplemente no pude por cuestiones ajenas a mi voluntad—, pero quedé encantado de su preparación y del entusiasmo literario y humano que demostraba. Sergio, además, es un hombre corpulento, de trato cálido, casi protector. A la salida del salón donde se celebraban los actos vi en un punto de venta libros de los participantes en los coloquios y elegí uno suyo, La España vacía, del que me habían hablado hacía tiempo.
            Se trata de un ensayo de casi trescientas páginas de letra apretada pero de lectura ligera, entretenida y enjundiosa. Del Molino se centra en el análisis de las causas del vaciamiento del territorio que circunda las grandes ciudades españolas, sobre todo Madrid, aunque también Zaragoza, la España vaciada por la emigración. Pero no se limita a eso. El autor hace historia, y esto quizá sea el rasgo más destacado del libro, de la visión que el habitante de la urbe ha tenido de las zonas rurales, tradicionalmente descritas y narradas por habitantes de ciudades, no por habitantes de pueblos. El caso español, dice el autor, es excepcional por ese vaciamiento de las zonas rurales que ha llevado a la muerte de miles de núcleos de población, los pueblos fantasma, vaciados en beneficio de las estadísticas de población de las ciudades. Los descendientes de aquellas personas que, normalmente siendo jóvenes, emigraron a las ciudades, descendientes ya de tercera o cuarta generación, han vuelto la mirada a esas zonas rurales que abandonaron sus abuelos pero habían pervivido en las ciudades en las conversaciones de los mayores de sus casas, en el uso de palabras desusadas, en nostalgias de la tierra. Sergio habla de una generación de «viejóvenes», nacidos en los setenta y los ochenta, donde él se incluye, que han volcado su sensibilidad en esos pueblos hoy ruinosos e irrecuperables donde están sus raíces, un fenómeno cuya existencia él defiende nombrando una serie de títulos de autores poco conocidos que constituyen, en su opinión, la prueba de la existencia de un fenómeno de recuperación mental y artística de esa España ahora vacía. Me he apuntado un par de ellos para leerlos pronto. No sé hasta qué punto es ya influyente Sergio del Molino a sus cuarenta años pero sé que lo será mucho en el futuro. Sus opiniones son importantes y parecen fiables. Con el tiempo puede convertirse en una especie de Leopoldo Alas, Clarín, de opinión decisiva para el futuro de la obra de muchos autores, quizá ya lo sea. Todos esos autores menores que se ven citados en su libro debieron sentir un subidón de autoestima al leer su nombre en él.
            Del Molino, atendiendo siempre a la distancia entre el pueblo y la ciudad, pasa revista a muchos de los principales autores españoles que han contado con el paisaje campestre para sus libros y realiza una relectura de sus obras, a veces originales. Tiene páginas iluminadoras acerca de las distintas miradas que se han vertido sobre Las Hurdes, las dedicadas al documental de Buñuel son muy ilustrativas, sobre Castilla (Cervantes, Azorín, Machado, Cela), también sobre el fenómeno carlista, centrado literariamente en las figuras y las obras de Valle-Inclán y Ciro Bayo, y acerca del alcance real de las misiones pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza. Del Molino no rehuye los temas políticos y realiza un análisis brillante sobre el origen histórico del actual estado de las autonomías y de la relación directa de las zonas geográficas donde triunfó el carlismo y aquellas donde hoy día se reivindica con más fuerza el uso del catalán y el euskera, aludiendo de manera directa al carácter claramente conservador y retrogrado de los actuales movimientos nacionalistas. Me imagino que la lectura de esas páginas levantaría ampollas entre los partidarios más acérrimos de esos nacionalismos si fueron ávidos lectores pero mucho me temo que el escaso mobiliario de sus mentes viene, de manera precisa, de esa falta de lecturas.
            En fin, un título muy recomendable para cualquier amante de España, su historia y su literatura, imprescindible, diría yo, para todos los que viven en grandes ciudades pero saben que sus raíces no están allí.

Sergio del Molino, La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, Madrid, Turner Publicaciones, 2019 (4ª ed., la 1ª es de 2016).