Mi
feria, la que viví en la infancia, la inolvidable, era otra, una feria cercana.
Uno llegaba a ella desde las estrechas calles que comunican las calles Aguilar
y Alfonso XII y se la encontraba de sopetón. Allí estaba la caseta del Casino,
coronando el parque. Esta era la que contaba con mejores instalaciones, un
edificio muy aireado y de sólidos pilares levantado en los años veinte. Pronto
hará un siglo. Menciono la fecha para evitar tentaciones de atribuirle ciento
cincuenta años de antigüedad, como hizo quien escribió una nota de prensa sobre
su restauración aparecida en los medios en septiembre de 2015. Puede que la
rotonda y la zona ajardinada sí tengan siglo y medio, pero el edificio techado
en forma de U y sobre elevado es posterior, como podía leerse en una lápida fijada
en su interior: «Siendo alcalde de esta villa / D. Antonio de Castro Tamayo / y
maestro de obras / D. Diego Jiménez / se edificó este edificio / en 1927». Me
imagino que la inscripción sigue allí.
Pero
volvamos a la feria.
Si
eras mujer, socio del Casino o ibas con uno entrabas sin problemas en la
caseta. Entonces subías los escalones y te encontrabas con la pista de baile,
un rectángulo delimitado por pequeños postes de madera tallada unidos por un
cordón burdeos que apenas servía para albergar a la gente deseosa de bailar.
Fui testigo, ya en mi adolescencia, del momento glorioso en que aquellos postes
no soportaron más la presión de los bailarines y alguno cayó roto, lo que
sirvió para que se quitaran los demás, se plegaran algunas mesas y la pista se
ampliara. Fue bailando «El Bimbó», de Georgie Dann. Debía ser al año 1976. Todo
el mundo, menos las viejecitos, parecía contento en aquellos años, contento y
con ganas de bailar. Atrás quedaban los años cuarenta, los cincuenta, los
sesenta, tan injustos en su ostentosa desigualdad.
Justo
detrás de la caseta del Casino, donde hoy se encuentra el Museo del Juguete,
había un cocherón que alquilaban a los estudiantes del instituto para montar su
caseta y reunir dinero para el viaje de fin de curso a Italia, pero eso fue
unos años después. También unos años después empezaron a montarse casetas en el
solar que había dejado el antiguo cuartel de la Guardia Civil, en el callejón
del Matadero Viejo, en los alrededores de la plaza Cervantes y a las puertas
del Asilo, ya Instituto de Enseñanzas Medias. En esos lugares se montaban las casetas
de Los Carrozas, El Paleto, los Médicos y otras muchas. Pero eso fue después.
En los años sesenta, las casetas principales estaban montadas en la ronda de
albero que tenía el parque de San Arcadio, hoy desaparecida. Daban la espalda a
la plaza de Toros y miraban al parque, por donde uno podía pasear y refrescarse
gracias a los árboles, el césped y las fuentes. Si entrabas desde la calle
Alfonso XII, después de pasar bajo la portada y empezar a tener el parque a la
izquierda, te encontrabas, más o menos en este orden, las casetas de la Peña
Sevillista, de la Veracruz, del Ayuntamiento, de la Peña de los Cuarenta, de la
Peña Bética y de Jesús Nazareno. Al final del todo, donde la ronda se
estrechaba, se ponía el vendedor ese de vino dulce que va acompañado de unas
figuras de tamaño natural que pisan la uva o bailan, no recuerdo bien por el
efecto de sus seleccionados caldos; este negocio aún sobrevive, cosa que no
puede decir mucha de su clientela.
Pero
los niños, generalmente, estaban en su paraíso: los cacharritos. Suelto ya de
la mano de los padres, uno atravesaba el parque teniendo justo delante el
perfil de la noria, que se levantaba majestuosa junto a las escaleras que
rodeaban la ronda del parque hacia poniente. Salías a esta por la puerta entre
setos y tenías a la izquierda la tómbola, con sus muñeconas, sus guitarras y su
suelo lleno de papeletas inservibles mientras la noria seguía allí, erguida,
esperándote. Y conseguías montarte, y veías cómo se iba llenando, a las
parejitas acercarse en pleno día gracias a la estrechez y al que se ponía en
pie y hacía el payaso para asustar a los demás. Y la noria subía y subía y
veías a tus conocidos hacerse pequeñitos como cabecitas de alfiler, a la
Colegiata observándote con mirada maternal y al campo, inmenso, prolongarse con
los trigos altos hasta La Lantejuela y Fuentes de Andalucía, dos lagos
blanqueados en mitad del campo. Y volvías a bajar y te inundaba el sonido de
los altavoces de los coches que chocan, el látigo y el carrusel con forma de
ola, donde corrías como loco para coger la foca y poder darle vueltas a la
pelota que mantenía con el hocico o puñetazos al balón que colgaba del techo. Y
con cada vuelta de la noria o del látigo sentías como te corría la sangre más
rápido, una euforia que te hacía feliz.
Por
las mañanas, bien temprano, de la mano del padre, el niño recorría el terreno
donde se vendían bestias, allí donde luego se levantarían Carrero Blanco y el Poli.
Y el padre se paraba a hablar con hombres que elogiaban las virtudes de los caballos
que vendían como si fueran descendientes de Bucéfalo y disimulaban sus defectos
con mañas de vendedor experto, capaz de engañar al mismo diablo. Tratantes, hoy
perdidos, de botas de caña corta, varilla de olivo y sombrero cordobés, hombres
callados y de una seriedad y una solemnidad en el trato mantenidas durante
siglos. Un apretón de manos bastaba.
Aquella
Feria de Osuna que ya no existe, aquella fue la mía. La de hoy es otra cosa.
Fotografía
de la calle Lucena en 1959. Fue aportada por Tomás Castillo Gutiérrez y
apareció en fotosantiguas.diariodemallorca.es.
Víctor
Espuny.
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