domingo, 21 de febrero de 2021

Viaje terrible, de Roberto Arlt

 


Entre los escritores que uno pude leer con arrobo y admiración se encuentra el bonaerense Roberto Arlt (1900-1942). Nacido de padres centroeuropeos emigrados a tierras argentinas con poco más de lo puesto, tuvo que abrirse camino en las letras porteñas haciendo uso únicamente de su talento. La influencia de sus obras ha sido reconocida por autores de la talla de Julio Cortázar, César Aira y Ricardo Piglia. Arlt era sencillo y antiacadémico escribiendo, características que le impedían granjearse el aplauso de los críticos más influyentes. La suerte de una carrera literaria ha dependido siempre, en gran medida, de tener contactos y caer bien a las personas adecuadas.

            Un Viaje terrible, novela breve escrita en 1941, cuenta una travesía en barco iniciada en Antofagasta y seguida hacia el norte en paralelo a la costa occidental de Sudamérica con cierta tendencia a adentrarse en el Pacífico. Posiblemente esté basada en algún viaje marítimo realizado por el autor, pero esto es solo una hipótesis. El pasaje del barco está formado por una gran variedad de personajes —desde traficantes de cocaína a pastores protestantes— y entre ellos existe una vida social en la que el amor y el humor tienen su importancia. Desde las primeras páginas el narrador-protagonista se empeña en transmitirnos la sensación de catástrofe inminente, empeño que consigue de manera efectiva y entretenida al ir entreverado con la intención humorística. (A modo de inciso, creo que sería de provecho intentar analizar la propensión en mentes sanas al uso del humorismo como medio de escape y sublimación de un maltrato físico sufrido en la infancia). Viaje terrible posee clara influencia de Poe y su relato Un descenso al Maelström, aunque Arlt y su gran poder imaginativo y relacional consiguen dar luz a un relato en principio oscuro y negativo. Llama también la atención la proyección en el personaje de Annie de ciertos experimentos exitosos llevados a cabo por Roberto Arlt con derivados del caucho.   

 

Roberto Arlt, Viaje terrible, Madrid, Editorial Eneida, 2014.

 

Imagen: Montaje realizado a partir de una fotografía de Roberto Arlt (cervantesvirtual.com).

 

 

sábado, 20 de febrero de 2021

De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver

            El estadounidense Raymond Carver (1938-1988) está considerado uno de los autores principales del llamado realismo sucio, una rama del realismo, corriente nacida mucho antes, en el siglo XIX, que se concentra en lugares, personas o situaciones poco agradables; parece poseer debilidad por lo morboso y, en ocasiones, por lo muy desagradable. No es una corriente que sea de mi agrado pero debo reconocer que los relatos de Carver poseen rasgos muy inspiradores. Tienen la virtud de comenzar en mitad de la acción y terminar cuando esta aún no lo ha hecho, como si abriéramos durante un tiempo limitado la ventana que nos comunica con un mundo, como si entráramos de sopetón en un cuarto donde tiene lugar una conversación y nos saliéramos antes de que acabase y a pesar de ello pudiésemos formarnos una idea muy completa de qué va aquello y de cómo son los personas que allí hay, personas de las que previamente no sabemos absolutamente nada y a menudo no contamos ni con un solo adjetivo para caracterizarlas. Los diálogos, muy ágiles, ocupan la mayoría de las páginas. Las historias suelen ser, por otra parte, muy humanas, estar relacionadas con las cosas que de verdad importan: el amor, el dolor y la muerte. Hay poco más de lo que hablar. Muchos de los relatos de este libro fueron llevados hace años al cine.

 

Raymond Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor, Barcelona, Anagrama, 2020 (16ª ed.). Traducción de Jesús Zulaika.

 

Imagen: Carver trabajando en su estudio. (elmundo.es).

viernes, 12 de febrero de 2021

Naná, de Émile Zola

 

            La historia de la literatura ha sido vista por aquellos que se dedican a estudiarla como una sucesión de estilos relacionados con los periodos históricos y los avances de la humanidad, ni más ni menos que las otras expresiones artísticas. Así, la llegada del periodo cientifista, que comienza en el siglo XVIII y se afianza en el XIX tras la eclosión romántica, dio lugar a diversas corrientes llamadas realistas, algunas de ellas, como el naturalismo, centradas en la explicación, vía expositiva, de las peores lacras de la sociedad. Una de estas es la prostitución. Considerada desde un punto de vista escrupulosamente humano, esta actividad supone la cosificación de las personas y, por tanto, la pérdida de valores y dignidades que solemos considerar inherentes a la condición humana, como la libertad, el respeto y el derecho a la ternura. Hubo un tiempo, durante la segunda mitad del siglo XIX y gran parte del XX, en que la sociedad europea vio con buenos ojos la existencia de mujeres de gran atractivo físico y nula preparación intelectual, aunque poseedoras de una excelente inteligencia natural para el trato humano, capaces de tener rendidos a sus pies a hombres acaudalados, los cuales ponían todo el dinero en sus manos. Esto, me dirá alguien, ha ocurrido siempre y aún ocurre. Por supuesto, es fácil pensar en ejemplos actuales.   

            Naná (1880), de Émile Zola (1840-1902) surgió con el propósito de demostrar la importancia del medio y la genética en el desarrollo de la personalidad. Se trata de una novela de más de quinientas páginas pero de lectura absorbente si el lector está acostumbrado a las formas literarias de aquella época. Como demuestran los trabajos previos a la redacción de la obra, que forma parte del ciclo de los Rougon-Macquart, el relato estaba pensado casi al milímetro, de manera que Zola, durante la redacción, desarrolló un programa ya creado. Esta forma de escribir, para mí admirable por la voluntad y el talento que se necesitan, no es la seguida por otros grandes novelistas, más intuitivos, que improvisan según se vayan abriendo puertas, o vayan apareciendo posibilidades, durante el proceso de redacción. De la mano de un narrador omnisciente el lector asiste en el primer capítulo a la representación, en el Teatro de Variedades de París, de una opereta desde el patio de butacas, unas horas en las que conoce a la mayoría de los principales personajes. En el segundo se traslada a la residencia de la protagonista, que acaba de iniciar su ascensión hacia la cúspide social gracias a sus artes de seducción. En el tercero asiste a una recepción en casa de los Muffat, importante familia parisina. En el cuarto vuelve a la residencia de Naná, donde esta da una cena. En el quinto asiste a otra representación de la misma opereta pero esta vez vista desde el interior del teatro: el lector sigue con pasión la vida de la compañía, los encuentros y desencuentros de los actores y los técnicos del teatro, las interioridades que se escapan al espectador desde el patio de butacas, todo relatado con una atención por el detalle realmente admirable. Naná sigue su vida erótico-amorosa, de la que es incapaz de prescindir, como si lo suyo fuera algo estrictamente animal, instintivo y sin freno alguno, a veces de manera ciega y nada interesada, enamorándose en ocasiones de personas sin medios que simple y llanamente la chulean, se comportan con ella como simples proxenetas. Este es el capítulo octavo. Aquí aparece la Naná menos interesada, más débil, por la que uno llega a sentir pena. Pero he aquí que Naná, cual ave Fénix, resurge de sus cenizas y recobra el lugar que ocupaba para seguir viviendo de sus capacidades de seducción. Podría seguir contándoles el argumento pero no se preocupen, no voy a hacerlo.

            Uno de las características más sorprendentes de la novela es la identificación de la vida de la protagonista con aquella del II Imperio francés. Ambas coinciden cronológicamente y son vistas de manera muy crítica, por su inmoralidad, por el señor Zola, autor de una narración realmente admirable por el trabajo de investigación, invención y escritorio que se adivina detrás.

 

Émile Zola, Naná, ed. de Francisco Caudet. Madrid, Cátedra (Clásicos Universales), 2015. Traducción de Florentino Trapero.   

 

Imagen: interior del Théâtre des Variétés de Paris (viator.com).

lunes, 1 de febrero de 2021

Demonios familiares, de Ana María Matute

 


            Leer el último de los libros escritos por alguien como Matute, una novelista excepcional, un libro, además, inacabado a causa de la muerte misma, es una experiencia que no todos los días se sufre, o se goza. El lector queda con la incógnita de qué pensaba la autora hacer con Jovita, con Eva, con Berni o con Yago, principalmente con los tres últimos, pues la pasión por la vida de Eva, recobrada a la salida del convento, y sus relaciones con los hombres jóvenes que la rodean son el verdadero impulso del relato, su pulsión principal, presente ya en Los Abel (1948), la primera de sus novelas. Pero además, el hecho de que Demonios familiares fuera escrito con un pie de la autora en la tumba —durante su redacción, a los ochenta nueve años, entró y salió varias veces del hospital aquejada de enfermedades ya incurables— hace que algunas frases puedan ser leídas desde otra perspectiva. Tal es el caso de «Sentía con fuerza la alegría incontenible de estar viva, aun a pesar de la muerte que nos rodeaba por todas parte, como el cerco de un asedio» (págs. 158 y 159), frase que alude en una lectura superficial a la Guerra Civil, momento temporal de la acción, pero en una lectura más profunda puede interpretarse como una intromisión de las experiencias del momento de escritura, precisamente la que supone estar ingresada en un lugar rodeada de moribundos, los hospitales, esos establecimientos sanitarios donde reina la muerte y a los que es mejor no ir ni de visita.

            Una grata experiencia, en fin, esta lectura, que nos trae la postrera muestra del mundo de Ana María Matute, con su estética y su estilo tan cuidados como siempre.

 

Ana María Matute, Demonios familiares, Barcelona, Editorial Destino, 2014.

 

Imagen: La aurora rodeada de parte de sus libros (Foto: Inés Baucells).