miércoles, 28 de octubre de 2020

Regreso a Hope Gap

 

 

            Película que hará las delicias de los amantes del análisis de las relaciones humanas y de la contemplación de los paisajes naturales, en este caso del sur de Inglaterra, tan buscados por los cineastas ingleses a causa de su belleza. Recuérdese al respecto En busca de Summerland, película de este mismo año 2020. En este caso nos hemos trasladado a Seaford, una localidad de poco más de veinte mil habitantes situada en la costa y muy cerca del sur geográfico de Londres. Las casas de Seaford se levantan en un terreno plano pero vecino a la elevación que termina abruptamente en los acantilados. A los pies de uno de ellos se encuentra Hope Gap, una extensión de roca dura diseminada que la bajamar deja al descubierto, ideal como lugar de entretenimiento para los niños, que encuentran entre las rocas criaturas marinas temporalmente contenidas en pequeños charcos. Allí comienza la película.

            Regreso a Hope Gap cuenta desde el punto de vista de un hijo único y veinteañero el drama que supone la separación de sus padres. Se trata de un relato autobiográfico. William Nicholson nació muy cerca de Seaford y vivió la separación de los suyos, hecho que debió afectarle profundamente y, ahora, y por fin, después de medio siglo —Nicholson es septuagenario—, ha podido contar. Y lo hace con la contención, el orden y el conocimiento que dan los años. El resultado es una película entrañable, inteligente y poética. El trío protagonista está interpretado por actores muy solventes. Bill Nighy, a quien estamos acostumbrados a ver en interpretaciones histriónicas, encarna al padre, un hombre en apariencia muy tímido, apocado, de esos que no dan los buenos días por no molestar. Annette Bening, la madre, encarna una mujer excesiva, muy segura de sí misma, de carácter arrollador. Y Josh O'Connor, en cierta manera el narrador de la historia, interpreta al hijo, un muchacho amante de sus padres y muy bien intencionado que ve cómo se derrumba lo poco que quedaba de su feliz infancia y lucha por conservarlo. La película, de todas formas, es optimista, nada gris, y describe a la perfección la manera de superar las rupturas sentimentales, aun las ocurridas después de treinta años de matrimonio.

Hope Gap. 2019. Reino Unido Dirección y guión de William Nicholson. Intérpretes principales: Annette Bening, Bill Nighy y Josh O'Connor.

sábado, 24 de octubre de 2020

1984, de George Orwell


Orwell en 1945 (Vernon Richards)

 

            Narración científica y distópica, en cierto sentido semejante a Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley (1894-1963) pero con una carga política mucho mayor. Georges Orwell (1903-1950) elabora en esta su novela última —murió muy joven, de la tuberculosis que minaba su organismo desde los años veinte— una profecía desencantada del futuro que esperaba a la sociedad de los países desarrollados, especialmente del suyo, el Reino Unido, donde gobernaba desde hacía años el partido laborista, que él, situado más a la izquierda, veía retrógrado, totalitario y fascistoide. Esta es la lectura más tentadora de todas las que pueden hacerse de la novela, expuesta por Thomas Pynchon (1937) en el epílogo escrito para la novela en 2003.

            Dada la inabarcable lista de críticas y comentarios que de 1984 se han escrito, me voy a limitar a escribir de la obra lo que me apetezca, actitud, por otra parte, que aún puedo asumir al vivir en una sociedad que creemos libre.

Desengaño. Esta es la palabra que puede sintetizar la experiencia vital de Orwell, persona conocedora de las míseras condiciones en las que vivía el proletariado de distintos países, clase social —aún existen, no parece que vayan a dejar de hacerlo— homenajeada en su novela al ser la única que conserva en su seno los impulsos y los sentimientos que nos hacen humanos. Orwell imagina una sociedad futura dividida en tres castas bien separadas de las que las dos superiores, los altos y los bajos funcionarios del partido, aun poseyendo familias, han perdido cualquier atisbo de lazo afectivo. Los hijos pueden denunciar a sus padres a la Policía del Pensamiento si piensan que han cometido alguna desviación ideológica, un crimental en la nuevalengua, y entre las parejas no existe lo que siempre se ha conocido como amor, la entrega desinteresada a otra persona basada en el placer que nos causan su cercanía y su felicidad. Winston Smith, el protagonista, vive (cree estar viviendo) una historia de amor con Julia y se considera un disidente capaz de cooperar en la caída de un régimen totalitario que ve necesario combatir. La novela no puede reflejar un desencanto mayor. Lástima que su autor no viviera más años para comprobar cómo su texto ha servido desde su creación para la toma de conciencia de la manipulación que todos sufrimos por las clases dirigentes, hoy día conformadas por las altos directivos de las grandes plataformas digitales que gobiernan el mundo, hábiles practicantes del doblepiensa y dueños de herramientas de vigilancia de una efectividad inimaginable en la época de Orwell, artefactos como el que usted, lector, tiene en su mano en este momento. Nosotros, simples proles, somos humildes esclavos de la economía digital, incapaces de pensar libremente. La pesadilla continúa.

 

George Orwell, 1984, Barcelona, Debolsillo, 2013. (Nineteen Eighty-Four, 1949). Traducción de Miguel Temprano García.

martes, 13 de octubre de 2020

Tiempos difíciles, de Charles Dickens

 

Charles S. Reinhart. Grabado en madera para una edición americana  de 1876.

            Novela escrita en tercera persona y contada por un narrador omnisciente propenso a la ironía y la burla, ambas repartidas de forma sutil y mesurada. Su autor, Charles Dickens (1812-1870), de todos conocido, gozó de gran celebridad en vida e influyó poderosamente en creadores posteriores de todos los ámbitos. Charles Chaplin (1889-1977) es un caso claro, tanto en El chico (1921) como en Tiempos modernos (1936). Esta última película sigue la crítica de la situación de la clase obrera de los grandes centros industriales planteada abiertamente en Tiempos difíciles, donde se condena el maltrato que recibían los operarios por parte de los patronos y se muestra el mecanismo de nacimiento de los sindicatos obreros. Dickens aprovecha para criticar, en la persona de Slackbridge, agitador sindicalista, a todos los embaucadores de las personas pocos formadas, en este caso obreros analfabetos. Critica también al empresario poco o nada dado a consideraciones sociales, muy habituales en la primera revolución industrial, cuando los obreros, además, apenas tenían defensa, ni siquiera en Europa, paraíso, en cierta forma, del obrero manual, pues aquí nacieron los movimientos obreros y la situación de los empleados poco cualificados es claramente mejor que la existente en los países asiáticos e, incluso, los Estados Unidos. Dickens aprovecha también para criticar la degradación de las condiciones ambientales que la gran industria ocasiona, deteriorando el entorno natural y empeorando, en general, las condiciones de vida. La acción transcurre en Coketown, población ficticia inspirada, según los críticos, en la ciudad de Preston, célebre por su actividad industrial durante el siglo XIX.

            Pero, en mi opinión, la crítica fundamental de la obra es la dirigida a los métodos de educación que olvidan la esfera de los sentimientos y la imaginación. Los principales protagonistas son los hijos de un padre —la madre es como un cero a la izquierda— empeñado en dar a sus hijos la que considera mejor educación, aquella basada en datos y conocimientos científicos relativos a ciencias exactas. Según este tipo de educación solo será de enseñanza recomendable, de valor, aquello que resulte cuantificable y analizable desde el punto de vista estadístico. Todas las personas que se salgan de los grupos que considera recomendables, aquellos donde se practica el grave raciocinio, deben mantenerse alejadas de sus hijos, razón que obliga a los pequeños a evitar cualquier diversión normal en la infancia. Este tipo de educación, tan rigorista, va a causar graves trastornos en la configuración emocional de los hijos, necesitados de ayuda exterior para poder normalizar sus vidas. Entre los muchos logros de la novela se encuentra la defensa del papel de la mujer. Esta aparece como más despierta que el hombre en casi todos los casos y, sobre todo, más humana, consciente de la necesidad que todos tenemos de amar y ser amados. El papel jugado por Cecilia Jupe (Sissy), nacida y criada en un circo, resultará determinante para la resolución de los graves conflictos vividos por los protagonistas, inhábiles, por sus carencias afectivas, para enfrentarse a cuestiones básicas de la vida.   

 

Charles Dickens, Tiempos difíciles, Madrid, Alianza Editorial, 2010. Traducción de José Luis López Muñoz. (Hard Times, 1854).

jueves, 1 de octubre de 2020

El Crack-Up, de F. Scott Fitzgerald

 

Zelda y Scott en 1921 (Getty Images)

            Se trata de una recopilación de textos de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) y Zelda Fitzgerald seguidos de dos artículos escritos por Glenway Wescott y John Dos Passos tras la prematura muerte de Fitzgerald. La dramática vida de este novelista norteamericano se asemeja a la de otros autores que eligieron parejas mentalmente inestables y fueron demasiado amigos de la botella, mezcla que suele llevar a la excelencia artística y a una muerte temprana. A veces los creadores se ven atraídos por la forma de ser de personas aquejadas de disfunciones mentales, poseedoras de una visión de la vida muy distinta a la de los demás. También suele ocurrir que su existencia vaya unida a la de su pareja, y cuando esta, ya a una edad, empiece a necesitar tratamientos drásticos o internamientos en clínicas siquiátricas, la actividad creadora del autor, o autora, se vea muy resentida por ello. En este caso la influencia fue recíproca. Ambos eran personas que se salían de la norma y, tras el primer éxito editorial importante de Fitzgerald, A este lado del paraíso (1920), los dos vivieron una década en la que fueron célebres por su excelencia artística —ella, además de pintora, escritora y bailarina, era elegante y muy libre para la época—, viajaron por los lugares más lujosos de Europa e intentaron vivir en una fiesta continua (principalmente Zelda porque Scott procuraba encontrar tiempo para escribir). Pero aquella vida acabó pasándoles factura, sobre todo a él, incapaz de estar sobrio y pensar con lucidez. Vistas sus vidas desde nuestra posición, alejados de ellos en el tiempo y con elementos suficientes, o al menos variados, para poder valorarlos e intentar entenderlos, uno puede tener la impresión de que todos esos problemas que aquejan a Fitzgerald y que tan patentes quedan en El Crack-Up, traumas pequeños, perfectamente salvables si se miran con el necesario distanciamiento, hubieran desaparecido por asimilación y comprensión con la ayuda de un buen psicoanalista.

De los textos que contiene el libro es muy difícil destacar uno. Algunos, como Ecos de la era del jazz (1931) y Mi ciudad perdida (1932), son de aconsejable lectura para los interesados en conocer cómo fue la vida en el Nueva York de los años veinte y principio de los treinta, cuando se dio una de las primeras revoluciones sexuales gracias a la existencia de los automóviles, el alcoholismo se extendió imparable por culpa precisamente de la Ley Seca (1920-1933) —no hay como prohibir un consumo para que este se vuelva más atractivo— y nacieron las flappers, de las que Zelda fue un ejemplo célebre. Lleva al señor y a la señora F. al número… (1934) y Subasta: Modelo 1934 (1934), artículos firmados por los dos, son muestras de la vida de lujos que la pareja llevó durante su época más boyante, cuando vivían en buenos hoteles europeos y no se privaban de capricho material alguno. Esta época está reflejada en Suave es la noche (1934), novela de Fitzgerald que tuvo mucho menos aceptación que El gran Gatsby (1925)—su estructura es menos convencional y su tono menos vitalista— y contiene ya significativas alusiones al mundo del cine, que en su versión sonora sería visto por el autor americano como la superación de la novela, a la que no auguraba demasiado futuro. Afortunadamente se equivocaba. Sus palabras son: «Ya en 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más vendiera en algo tan arcaico como las peículas mudas» (Encólese, 1936, pág. 118). En estas líneas parece adivinarse una de las características de Fitzgerald que más choca al lector exigente: su afán de hacer dinero a través de la literatura, de convertirse en un productor de best-sellers, quizá por la necesidad que siempre tuvo de ganar dinero para conquistar y mantener a Zelda, nacida, por cierto, en una familia muy acomodada y conservadora, de jueces y senadores. En cualquier caso, la obra de Fitzgerald es inseparable de su vida con Zelda, sin la cual no hubiera existido.

El libro acaba con Un nota sobre Fitzgerald (1940), artículo de John Dos Passos. Entre sus líneas encontramos llamativas verdades sobre la depauperación de la vida intelectual producida por la llegada del cine y, en general, de las pantallas, que el autor de la genial Manhattan Transfer (1925) supo ver con una antelación y una agudeza extraordinarias:

«Los escritores se enfrentan hoy con un problema de analfabetismo. Hace cincuenta años [1890] uno aprendía a leer y escribir o no aprendía nada. La lectura constante de la Biblia por cientos de miles de familias humildes manutuvo una base estable de personas que sabían leer y escribir y sostuvo a la literatura como un todo, y también a la lengua inglesa. […] Hoy las personas angloparlantes no poseen una educación clásica básica común semejante a esa. El nivel más profundo lo constituye la cultura visual y audible del cine, en absoluto es nivel literario. Por encima de él aparecen todo tipo de grados de analfabetismo». (pág. 164).

No sabe uno si leer o llorar. En cualquier caso, ahí queda el testimonio de unas existencias, las de Francis Scott y Zelda Fitzgerald, que vivieron con la intensidad de dos adolescentes huérfanos y adinerados y dejaron brillantes páginas para la historia de la literatura.

Y ahora, a seguir leyendo, vamos, anímese.

 

F. Scott Fitzgerald, El Crack-Up, Barcelona, Anagrama, 2003.