sábado, 4 de diciembre de 2021

Cuestión de cifra

 


El año que viene, 2022, se cumplirán 1011 años del año 1011 según el cómputo del tiempo propio de Occidente. Hasta el 3033, dentro de otros 1011 años, no se volverá a ver un dígito idéntico en los millares, las decenas y las unidades de la cifra del año. Parece extraordinario.

No sé dónde vive usted, lector, pero intente imaginar cómo era ese lugar hace un milenio; igual ni existía la población como tal. Madrid era apenas una aldea cobijada a la sombra de un castillejo y Córdoba poseía doscientos cincuenta mil habitantes —algunos autores hablan de cuatrocientos mil— y mentes de gran brillantez. En cualquier caso, y dando de lado a las comparaciones, generadoras siempre de envidias y malquerencias, es seguro que su población era muy distinta a como es ahora, de la misma forma que era muy distinta la manera en la que se vivía en ella. En estos 1011 años hemos ganado en muchísimas cuestiones, en la gran mayoría, y hemos perdido en otras, pocas pero vitales. Una de ellas, la principal, es el estado de la naturaleza. Como es sabido, esos señores imprescindibles que dedican su tiempo, por vocación y capacidad, al estudio, llevan décadas proponiendo la denominación de Antropoceno para los últimos años de historia de la humanidad. Antropoceno sería la división del Cuaternario que vivimos ahora, un periodo en el que se constata la transformación de las condiciones generales del planeta, en especial del clima, por la acción del hombre. Algunos de estos estudiosos son partidarios de señalar, para el inicio de este periodo, el año 1784, cuando se inventa la máquina de vapor y comienza a usarse de forma masiva en la primera Revolución Industrial. Otros lo acercan mucho a nosotros y, teniendo en cuenta factores que no son puramente climáticos —como la presencia de isótopos radioactivos, vertederos, microplásticos, asfalto, aluminio, etc. (la huella ecológica que vamos dejando)—, lo sitúan en 1945, exactamente en julio, cuando se realiza la primera explosión nuclear, en su caso experimental, en Alamogordo (Nuevo México, EE. UU.). Esta prueba, de efectos devastadores en la zona, fue anterior en veinte días al lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, hechos de una inhumanidad de difícil explicación si no es apelando a nuestros más bajos instintos, a nuestras peores inclinaciones posibles. Parece evidente que, a la par de la satisfacción que experimentan las personas empáticas y, digámoslo claramente, deseadas cuando se ven ayudando a otros, existe una satisfacción de signo negativo, aquella que se genera cuando se hace daño. Solo de esta manera pueden explicarse fenómenos como el de los refugiados, generalmente provenientes de países en guerra y llegados a otros países en condiciones muy precarias. Este es un problema que ha existido siempre y que, en ocasiones, da pie a ejercicios de crueldad como los que ahora se están practicando con los refugiados llegados por vía aérea a Bielorrusia desde distintos países de Oriente Medio.

            Resulta evidente que en el año 1011 el número de habitantes del planeta era menor y teníamos otros problemas, pero no de espacio. Los siete mil novecientos millones de personas que pueblan hoy la Tierra eran poco más de trescientos millones hace un milenio. Es imposible calcular cuántos habitantes tendrá el planeta en el año 3033, cuando, seguramente, se podrá hablar de población espacial. En cualquier caso, nuestra evolución no pinta bien.

Casi todo habrá cambiado en 3033. Lo que nunca cambiará será la existencia de personas que creen en el poder de los números, a los que atribuyen significados ocultos. Los hay, incluso, obsesionados con ellos. Estoy seguro de que la forma del año que entra, 2022, traerá de cabeza a más de uno.   

 

(La imagen del planeta proviene de la página de la Agencia Espacial Europea, esa.int).

 

Víctor.

martes, 30 de noviembre de 2021

Guerreros y campesinos, de Georges Duby

 

 

Según se deduce de la lectura de este libro, la historia de la economía europea durante el periodo comprendido entre los años 500 y 1200 va unida a avances tecnológicos y culturales. En un primer momento, el peor documentado, el progreso es muy lento, aunque deben distinguirse grados de desarrollo distintos según las zonas. El área más romanizada se encontraba en un estadio de su historia cultural y técnica notablemente más avanzado de aquel de la Europa llamada «salvaje», en general la situada al norte y al este de los límites del Imperio Romano en suelo Europeo. Durante estos primeros siglos de la Edad Media el hombre se limita a subsistir en una lucha diaria contra la naturaleza, un intento desesperado de arrancar, con útiles muy rudimentarios, algo de comer a una tierra apenas cultivada. En la zona meridional del continente, y en gran parte de la antigua Galia, existían unas infraestructuras y unos usos agrícolas consolidados que tuvieron que desarrollarse en el norte y el este, territorios que, a pesar de su atraso general, iban a tener siempre a su favor una mejor tecnología del hierro y, por tanto, mejores útiles bélicos y agrícolas. Otro de los pilares de la economía era el saqueo. Los hombres libres, agricultores, tenían derecho a portar armas y seguir a su señor en las expediciones depredadoras que este organizaba con la llegada del buen tiempo. En el territorio tradicional de los francos —Austrasia y Neustria—, una dinastía de hombres de la guerra consigue crear un imperio (carolingio) que se extiende por media Europa y ayuda a consolidar los territorios papales, organización religiosa que sancionará el poder carolingio.

 

Mapa de la expansión del Imperio Franco, entre 481 y 814.

(Atlas histórico de William R. Shepherd)

 

A la muerte de Carlomagno, comienzos del siglo IX, su imperio de desmembra por la falta de una autoridad tan fuerte como la suya. Surge entonces un colectivo de señores territoriales, dueños de tierras más o menos extensas, que apoyan su poder en el orden feudal, nuevo y duradero sistema social que vivirá pocos cambios hasta el surgimiento y la extensión del espíritu de lucro, ya al final de la Alta Edad Media. Hasta entonces, cuando surge muy pujante la clase de los mercatores y se inicia el predominio de las ciudades, la sociedad está organizada en oratores, aquellos que rezan por la salvación de las almas de los demás y acumulan un extraordinario patrimonio gracias a las donaciones de los fieles; bellatores, aquellos que defienden a los demás; y laboratores, los únicos que realmente trabajan y pagan impuestos, en su caso una infinidad de ellos, de todos los tipos imaginables y sobre cualquier actividad económica. Los señores, ya sean clérigos o civiles, viven de los gravámenes impuestos a los que trabajan, colectivo integrado por personas supuestamente libres. La tesaurización efectuada por los señores, sobre todo eclesiásticos —este es el colectivo mejor conocido gracias a la documentación que generaban—, les permite, con el paso del tiempo, construir lujosas residencias, reforzar la seguridad de las poblaciones por medio de murallas que los protejan de los ataques de sarracenos, vikingos y magiares y edificar templos cada vez más grandes y lujosos, actividades que fomentan la economía y la circulación de moneda, de uso cada vez más común y fabricada (acuñada) en más lugares. Los señores, de mentes ya más evolucionadas, comienzan en ciertas áreas a tener una visión moderna de la economía, basada más en el logro de unos ingresos regulares que en la consecución de un botín de guerra, a veces ingente pero de ingreso muy irregular. La clase de los mercaderes prospera junto a los centros de poder —palacios y monasterios— y crea burgos, ciudades, que comienzan a poseer cierto poder e independencia, sobre todo en zonas de Flandes e Italia septentrional. La Europa del año 1200 es ya muy distinta de aquella del 500.

            A pesar de contener pasajes que se hacen interminables por la densidad de su contenido, la lectura de Guerreros y campesinos contribuye de forma muy satisfactoria al acercamiento a una época de la historia europea de la que, habitualmente, y a pesar de la plétora de libros sobre historia medieval, comúnmente novelas históricas, que atestan los anaqueles de las librerías, se posee muy poca información rigurosa. Además, la información que suele poseerse sobre este periodo histórico a menudo es producto de un sesgo demasiado negativo, basado en tópicos sobre el atraso, la brutalidad y la ignorancia medievales. Una de las ideas principales del libro es la de lentitud. Los cambios que se van sucediendo lo hacen de manera insensible —la palabra «insensiblemente» se repite cada poco en la traducción de José Luis Martín—, característica del proceso histórico que sirve para ser consciente de la extensión en el tiempo de los cambios sufridos por la sociedad, las fronteras, los útiles agrícolas (la tecnología en general), el tipo de economía y el mundo de las ideas. Personalmente, y aunque ha estado a la vista desde siempre, ha sido enriquecedor advertir, gracias a esta lectura, cómo se han invertido los papeles de los países del sur y del norte de Europa, cómo los países romanizados, los más avanzados, modélicos para los demás en los albores de las Edad Media, han pasado a una posición secundaria en Europa gracias a un proceso iniciado en tiempos medievales, cuando el territorio romanizado había alcanzado la plenitud de su desarrollo y los territorios del norte, en estado semisalvaje, permanecían intactos y con un importantísimo potencial que desarrollar. La división de la iglesia cristiana ya en la Edad Moderna, el surgimiento del protestantismo y el subsiguiente distanciamiento de los territorios, obedientes o no a Roma, harían el resto.

 

 

 

Esquema comentado del contenido del libro

 

 

1.- Primera parte. Las bases. Siglos VII y VIII

El autor tiene que enfrentarse al obstáculo que supone la falta de documentación textual de este periodo, principalmente para el conocimiento de las áreas que no habían sido romanizadas.

 

1.a.- Las fuerzas productivas

En la Europa menos romanizada, el hombre se enfrenta a una naturaleza muy agreste que tiene que domeñar con el uso de útiles muy rudimentarios. En estos primeros siglos el clima es severo y la población escasa. Hay una división clara entre las zonas cultivadas (ager) y el bosque (saltus), sobre todo en la zona germánica. Los rendimientos agrícolas son muy bajos.

1.b.- Las estructuras sociales

1.b.1.- Los esclavos. No tenían absolutamente nada en propiedad, ni siquiera sus personas. El cristianismo prohibió la esclavitud pero no la persiguió y, claramente, la consintió.

1.b.2.- Los campesinos libres. Esta libertad, más extendida en zonas poco romanizadas, se expresaba, sobre todo, en los derechos a llevar armas, seguir a su señor en las expediciones de saqueo que llegaban con el buen tiempo y participar de las ganancias provenientes de ellos. Cultivaban tierras ajenas y, a pesar de la denominación, eran personas sometidas.

1.b.3.- Los señores. Eran los triunfadores del sistema, los poseedores de la riqueza. Entre ellos destacan los señores eclesiásticos, los cuales acrecentaban continuamente su patrimonio gracias a las donaciones de los fieles. Son los más conocidos por la abundante documentación generado por cenobios y centros de culto.

1.c.- Las actitudes mentales

Es un mundo rudo, en el que la cultura de la guerra predomina sobre cualquier otra. El saqueo se convierte en una necesidad: constituye una forma rápida de conseguir riquezas y poder consagrarlas a la redención del alma y, en general, a lograr el favor de las fuerzas divinas. Estos primitivos europeos se sienten fascinados por la romanidad e intentan imitar usos y costumbres de los antiguos romanos, perpetuados también en la organización eclesiástica. Uno de los usos imitados será el empleo de la moneda, determinante en el desarrollo de la economía.


2.- Periodo comprendido entre el siglo X y mediados del siglo XI

La tendencia guerrera de la Europa bárbara, que se extenderá a la romanizada, se convertirá en un importante factor económico.

2.a.- La etapa carolingia

Es una época de expansión de los francos, que conforman un imperio con cierta unidad en Europa central.

2.a.1.- Las tendencias demográficas. Gracias a una relativa pacificación y a una seguridad en las fronteras, la población crece.

2.a.2.- El gran dominio. Debido a la existencia de documentación para esta época y territorio, sobre todo el nuclear del Imperio —Neustria y Austrasia—, se conoce con cierto detalle cómo era la administración de las grandes fincas.

2.a.3.- El comercio. El Estado se preocupó de salvaguardar el comercio, de potenciar una actividad que tenía réditos para él. Los principales comerciantes eran judíos y frisones. Se constata una activación de la circulación monetaria.

2.b.- Las últimas agresiones

2.b.1- Los ataques. Provenían, principalmente, se sarracenos, vikingos y magiares.

2.b.2.- Los efectos. A corto plazo, traumáticos y visibles. A largo, benéficos: se reactivan la circulación de numerario y metales preciosos, los saqueos hacían que cambiaran de manos, y la construcción de murallas y fortalezas.

2.b.3.- Los centros de desarrollo. El desarrollo está focalizado en tres zonas: la Europa «salvaje» (Bohemia, Polonia y Hungría); alrededores del Mar del Norte (Inglaterra, Germania, Flandes y Normandía); y la Europa meridional (España y, sobre todo, Italia).

 

 

3.- Las conquistas campesinas. Desde mediados del siglo XI hasta finales del siglo XII

3.a.- La época feudal

3.a.1.- Los primeros signos de expansión. Se constata un fuerte crecimiento de la población y de la actividad reconstructora de iglesias. Esta produce una mayor circulación monetaria.

3.a.2.- El orden feudal. Surge como consecuencia de la debilidad de la autoridad real. Se constituyen tres órdenes claramente separados: los que rezan por todos (oratores), los que defienden a todos (bellatores) y los que trabajan y pagan impuestos por todos los demás (laboratores), un régimen injusto hasta lo inimaginable. Todo gira alrededor del señorío, ya sea este eclesiástico o civil.

3.a.3.- Los resortes del crecimiento. Quizá el más relevante es la propensión al lujo, que incentiva el comercio de objetos suntuarios y la construcción de iglesias nuevas y más capaces. Todo esto es posible gracias al proceso de destesaurización llevado a cabo, principalmente, por la Iglesia.

3.b.- Los campesinos

3.b.1.- El número de los trabajadores. Este número crece, y con él la producción. Esta va unida a un mayor número de hombres, al aumento de la extensión de la tierra cultivada y al perfeccionamiento de los útiles de trabajo.

3.b.2.- El factor técnico. El arado se vuelve más resistente, con más capacidad de ahondar en tierras duras, poco trabajadas. El buey empieza a ser sustituido por el caballo, más rápido. Los señores construyen molinos y hornos, que extiende el cultivo del trigo y el consumo de pan.

3.b.3.- La roturación. Se constata un claro aumento de la extensión de tierra cultivada motivado por el «espíritu de lucro».

3.c.- Los señores

Estos rebajan las cargas fiscales del campesinado para que este pueda progresar y contribuir más en el futuro.

3.c.1. El ejemplo monástico. Es el que mejor se conoce por la existencia de documentación, sobre todo de cluniacenses y cistercienses. Los primeros vivían como auténticos señores, ostentosos y despilfarradores. Esta conducta les obligó a recurrir al empeño y al préstamo.

3.c.2.- Explotar

    3.c.2.1- La renta de la tierra. Esta proviene sobre todo de hornos, molinos y diezmos, y cada vez se paga más con numerario.

   3.c.2.2.- La explotación directa. Los señores gestionan las tierras más productivas. Los campesinos acudían a trabajar esa tierra de la que ni siquiera eran colonos, a veces desde grandes distancias.

    3.c.2.3.- La explotación de los hombres. El campesino sufría una alta fiscalidad. La Iglesia debe dejar su labor prestamista a partir de 1163, cuando el Papa la prohíbe.

3.c.3.- Gastar

Los señores gastan, despilfarran, hacen que las monedas circulen y reactivan las ciudades formadas alrededor de sus cortes. Indirectamente, potencian el ascenso de artesanos y, sobre todo, comerciantes.

3.d.- El despegue

El ánimo de lucro se impone sobre la tendencia al despilfarro. Se deja de ‘destruir’ para ‘construir’. La ciudad ocupa ahora un lugar preponderante, perdido desde el declive del Imperio Romano. El numerario, la moneda, llega hasta los lugares más recónditos.

 

 

Georges Duby, Guerreros y campesinos. Desarrollo inicial de la economía europea, 500-1200. Madrid: Siglo XXI, 2020. [The Early Growth of the European Economy: Warriors and Peasants from the Seventh to the Twelfth Century, 1973. Traducción de José Luis Martín].

 

Víctor Espuny.


lunes, 13 de septiembre de 2021

Obviedades

    Resulta que el final del verano se nos ha venido encima con un incendio forestal tremendo, de sexta generación, dicen, una especie de monstruo que todo lo puede y todo lo arrasa, una fiera imparable contra la que resulta imposible luchar con los medios conocidos. Y henos aquí nosotros temiendo abrir los periódicos de la provincia de Málaga para no dejarnos llevar por la desesperanza y la piedad hacia todos esos seres que vivían en las zonas quemadas y nunca volverán a ver la luz o a sentir el soplo del viento en sus ramas y en sus hojas. Ahora que los castaños del Valle del Genal empezaban a coger ese color amarilloverdoso que los vuelve únicos, ahora, no quiero ni pensar que ese incendio les haya alcanzado o haya tocado paraje natural alguno. No quiero. Hoy, cuando ha transcurrido ya media mañana y llevo en pie desde bien temprano, aún no he mirado el periódico, me da miedo.

    Siempre ha sido un tópico, una vez que uno llega a los sesenta años, desear tener veinte o treinta años menos. Les juro que no quiero tenerlos. Cuando veo a los niños de ahora pienso en el estado en el que estará el planeta cuando tengan mi edad y es para echarse a llorar. O cambiamos ya, y radicalmente, nuestros hábitos de consumo, la única manera efectiva de detener el cambio climático, o condenamos definitivamente a la especie humana a la desaparición por la destrucción de la naturaleza, la casa de todos nosotros. 

    Y esto no es ninguna broma.


Foto: Shutterstock.

sábado, 28 de agosto de 2021

El nombre que ahora digo, de Antonio Soler

 


            Escrita a finales del siglo pasado, la novela El nombre que ahora digo, del malagueño Antonio Soler, ha vuelto a ser editada. Ahora incluye modificaciones del autor, sobre todo la inclusión de un primer capítulo muy breve, desechado en aquella primera edición, de gran efectividad para preparar el ánimo del lector. He pasado un par de días muy entretenido con la novela, intentando averiguar cuál iba a ser el final de Gustavo Sintora, su protagonista, un jovencito malacitano que abandona la ciudad en 1937 dentro de la Desbandá, sufre la separación de sus familiares y acaba destinado a una unidad madrileña dedicada a la protección de artistas del espectáculo: magos, toreros, cantantes, faquires, etc. Allí conoce a Serena Vergara, una mujer madura poco afortunada en el amor hasta entonces, con la que vivirá una historia cuya ternura y humanidad sirven de contrapunto a la fealdad y la brutalidad de la guerra. Porque esta aparecerá con toda su crudeza, sobre todo cuando los personajes sean trasladados a la Batalla del Ebro, aquella matanza de hombres jóvenes que aún alienta en las calles y las montañas de la zona.

Las labores narrativas de la novela se encuentran repartidas entre el hijo menor de uno de los personajes principales, el cabo, luego sargento, Soler —no sé si el giño autobiográfico es solo aparente—, y las páginas de un diario fragmentario escritas por Sintora y recuperadas —con la técnica del manuscrito encontrado— por el hijo del cabo Soler. Los fragmentos del diario de Sintora, reproducidos en cursiva, escritos, como es lógico, en primera persona, poseen la virtud de expresar vívidamente las emociones de Sintora, y en los momentos de mayor dramatismo tienen gran efectividad comunicativa. En el capítulo de los defectos de la novela incluiría la recreación en ciertas escenas violentas, como aquella de la muerte de Ansaura, el Gitano, anunciada, como todos los hechos principales de la trama, en las primeras páginas. Los últimos capítulos reviven los días postreros del Madrid republicano, con la lucha a muerte entre las diversas facciones y los actos de pillaje y destrucción asociados a todo régimen agonizante. El último capítulo nos devuelve a los personajes supervivientes una década después y sirve de colofón y explicación de las trayectorias individuales, en la línea de las grandes novelas del XIX, más o menos lo que en la narrativa fílmica actual se denomina «qué pasó con…». En dicho capítulo, que transcurre en Málaga, Soler realiza pequeños homenajes a lugares o instituciones a los que parece muy vinculado, como el diario Sur.

El final de la novela es antológico, lleno de emoción.

 

Antonio Soler, El nombre que ahora digo, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2020.   

 

Víctor Espuny.

domingo, 22 de agosto de 2021

Retratos literarios, de Laura Freixas

 

 

            Se trata de un libro que gustará a los amantes de la literatura española del siglo XX. Laura Freixas parece haber sido la promotora de la empresa y la compiladora, pero los retratistas, salvo en el caso de un retratado —Carmen Martín Gaite—, son otros. Entre los retratados se cuentan Galdós, Pardo Bazán, Unamuno, Valle-Inclán, Max Aub, Baroja, Azorín, Antonio y Manuel Machado, Concha Espina, Gabriel Miró, Juan Ramón, Ortega, Cansinos-Assens, García Lorca, Corpus Barga y un largo etcétera hasta llegar a Juan Benet, García Hortelano y Gil de Biedma. Los retratistas son en su gran mayoría amigos y compañeros de los retratados, dándose el caso de muchos retratados que también son retratistas, como Juan Ramón, González-Ruano, Juan Benet, Alberti, etc. Destaco los cuatro retratos de Unamuno, obras de Baroja, Gómez de la Serna, Alberti y González-Ruano; la historia, contada por Ramón Gómez de la Serna, de cómo perdió la mano y parte del brazo Valle-Inclán; la apertura, en 1990, de la tumba donde reposaban los restos de Azorín en Madrid para su traslado a Monóvar contada por Andrés Trapiello; el paso de la frontera y el viaje hasta Colliure de Antonio Machado, su madre, José Machado y la esposa de este, donde los dos primeros fallecerían a poco de llegar y donde aún se conservan sus restos, relato de Corpus Barga; la anécdota de la conferencia de Ortega sobre los puntos de vista y la manzana, trasladada después a Tiempo de silencio, contada por Juan Benet, muy amigo de Martín Santos, todo lo amigo que podía ser Benet de alguien; el relato que, a propósito de León Felipe, hace Alberti del Madrid de la Guerra Civil; el retrato de Rosa Chacel realizado por Miguel Delibes; el texto de Gustavo Martín Garzo sobre su admirado José Lezama Lima; los textos de César Antonio Molina sobre Álvaro Cunqueiro y de Juan Benet sobre Luis Martín Santos, el segundo extraído de Otoño en Madrid hacia 1950, uno de los pocos libros del escritor ingeniero cuya lectura resulta comprensible sin grandes esfuerzos añadidos; los retratos de Juan Benet escritos por Antonio Martínez Sarrión y Rosa Regás, este último realmente antológico; y, por último, la semblanza realizada por Luis Landero de Juan García Hortelano, un ejemplo claro de cómo la crítica mercenaria y, por lógica, un gran número de lectores pueden ignorar la obra de uno de los principales novelistas nacidos al sur de los Pirineos, García Hortelano, una persona que no vivía de la literatura y se permitió escribir exactamente como él quería y sobre lo que deseaba, amigo personal, por cierto, de Juan Benet, todo lo amigo que podía ser Benet de alguien, con el añadido, en el caso del autor de Gramática parda, de poseer esa cualidad, a menudo escasa, llamada sentido del humor.

            Por motivos económicos —cuestiones de derechos de autor—, hay ausencias clamorosas en el libro, como Cortázar, García Márquez, Sábato, Juan Goytisolo, Marsé, Rafael Sánchez Ferlosio, Borges y un largo, más bien larguísimo, etcétera. Nombro autores también hispanoamericanos porque el libro, a pesar del subtítulo que lleva, incluye algún autor de la otra orilla, como Lezama Lima, ya citado.

 

Laura Freixas, Retratos literarios. Escritores españoles del siglo XX evocados por sus contemporáneos, Madrid, Espasa Calpe, 1997.

 

Imagen cedida por Planeta de libros en la que aparece Juan García Hortelano de brazos cruzados junto a García Márquez. Detrás de este se distingue a Vargas Llosa, y a la derecha de este último al poeta y editor Carlos Barral. Año 1970.

 

Víctor Espuny.

viernes, 13 de agosto de 2021

Mala hierba, de Pío Baroja

 


            Hacía años, quizá quince o veinte, que no leía una novela de Baroja y ahora, al volver a leer una, me he reafirmado en mi convicción de lo complicado que resulta tener acceso al conocimiento de los títulos que vale la pena leer. El mundo de la crítica y los reseñadores, esos cuyos trabajos alcanzan gran difusión en suplementos culturales de diarios y otras publicaciones guiadas principal, y casi únicamente, por el afán de lucro, no es fiable. Son textos, en su gran mayoría, pagados por las grandes editoriales o resultantes de una elección guiada por la amistad entre crítico y autor. Las imprentas no detienen jamás su actividad. Las editoriales más conocidas son solo empresas pendientes de su cuenta de resultados. Toman un personaje público, si sale en televisión mucho mejor, y lo ponen a escribir, o a firmar la obra escrita por otra persona. Luego apoyan el lanzamiento del libro con una campaña en internet, radio, televisión, suplementos culturales, vallas publicitarias, marquesinas de autobuses, estaciones de metro, etc. Entorpecen el paso en las librerías con pirámides de libros que más parecen ladrillos por su grosor y la consistencia de sus tapas y los venden a precio de oro a los incautos, empujados a acudir al comercio por la presencia de ese autor, o autora, que tanto veo en televisión, que qué elegante es y cuánta razón tiene en todo lo que dice. ¿Qué pasa mientras tanto con la verdadera literatura, la Literatura con mayúsculas, aquella generadora de libros inmortales, capaces de hacernos sentir como ninguno lo ha hecho antes, de hablarnos con penetración y audacia de las cuestiones principales de la vida, esos libros que pueden haber sido escritos hace doscientos o dos mil años y uno al leerlos se reconoce y reconoce en ellos los principales dramas de la vida humana, esos libros que mantienen la misma frescura y vigencia que cuando fueron concebidos? Pues que, como no son novedad, no se publicitan y casi nadie los lee. 

En fin: vamos a por él.

            Mala hierba (1904) es el título central de la trilogía que Pío Baroja (1872-1956) llamó La lucha por la vida. La trilogía cuenta varias décadas de la vida de Manuel, un muchacho de buen corazón, que intenta prosperar en el Madrid de principios de siglo. La suerte no es precisamente una de las compañeras de su viaje y sobrevive como puede en una sociedad obviamente corrupta en compañía de otras personas desamparadas por la fortuna como él. En el relato se observa una especie de bajada a los infiernos en sus condiciones de vida, llegando a poner los pies en el mismo suelo de los que viven en la miseria, comen cuando pueden --siempre con hambre atrasada-- y duermen en casas abandonadas. No sé si les suena. La lectura de novelas como esta nos hace reflexionar sobre lo poco que hemos avanzado como sociedad en muchos aspectos, pues aunque hoy existe una legislación dictada con afán protector de esas personas tan necesitadas, en la práctica cualquier gran ciudad, aun en países avanzados, posee una gran bolsa de población sin hogar ni medios de subsistencia regulares. Es como si las buenas intenciones se acabaran diluyendo en el océano de la administración, tan burocratizada, y quedaran sin efecto.

            La novela va acompañada por un prólogo y un aparato crítico de Juan María Marín Martínez, que ayuda a situar a los personajes si el lector no tiene presente el contenido de La busca, el primer título de la trilogía.

Este libro no va a encontrarlo anunciado en ningún sitio pero no dude en buscarlo.

 

Pío Baroja, Mala hierba, ed. de Juan María Marín Martínez. Madrid, Cátedra (colección «Letras Hispánicas»), 2010.

 

Víctor Espuny.

viernes, 6 de agosto de 2021

Silencio administrativo, de Sara Mesa

 


 

            Libro generoso y bien intencionado, esta obra de Sara Mesa viene a enfrentar al lector con algunos de los miedos más corrientes en las clases mínimamente acomodadas, la aporofobia (del griego πορος, ‘carente de recursos’), término creado por Adela Cortina en Aporofobia, el rechazo al pobre: un desafío para la democracia (1995). Es muy rara la persona con la vida resuelta que dedica su tiempo libre a ayudar a los más necesitados, más rara aún si no median creencias religiosas. Mesa, en este reportaje, parte de un encuentro casual de Beatriz —personaje ficticio— con Carmen, una mujer sin techo y casi invidente a la que decide ayudar. Durante meses, Beatriz, poseedora de los conocimientos necesarios para enfrentarse a la burocracia con ciertas garantías, intentará por todos los medios conseguirle a Carmen una ayuda proveniente de la administración que le permita vivir sin mendigar y sin estar a merced de las personas que la explotan. Para nosotros, acostumbrados a llegar a fin de mes con más o menos apuros pero a llegar, nos resulta complicado imaginar cómo es la vida de alguien que no percibe ningún sueldo, pensión, renta, subsidio o ayuda y ni siquiera dispone de un techo donde cobijarse, asearse, lavar la ropa, etc., esas personas que llevan en un hatillo todas sus pertenencias. El obstáculo principal al que se enfrenta Beatriz para ayudar a Carmen es la hipocresía de la administración, da igual la autonomía a la que pertenezca: los representantes políticos se llenan la boca con sus grandes logros sociales en forma de renta mínima vital y a la hora de concederla a una persona tan manifiestamente necesitada de ella como Carmen todos son obstáculos, trámites y requisitos, muchos de ellos incumplibles para alguien que se ve obligado a vivir en la calle. Entre ellos, poseer un domicilio fijo, requisito necesario para estar empadronado en algún sitio y recibir la ayuda. Además, a los pretendientes se les exige estar localizables mediante teléfono móvil, aparato que no todo el mundo puede poseer. Esas personas que a menudo rechazamos por ir poco aseadas suelen tener detrás una historia terrible que explica su estado actual, historia ensombrecida a menudo en el caso de las mujeres por haber sido prostituidas y haber perdido algún hijo, retenido por los servicios sociales. Somos profundamente egoístas. Lavamos nuestra conciencia entregando una limosna al pobre y dejamos de ocuparnos de él, no nos interesamos por saber dónde vive ni a qué problemas se enfrenta para subsistir. Pero no solo los individuos particulares y anónimos. La administración, que a fin de cuentas gestiona nuestras aportaciones mediante impuestos a la caja común, olvida su obligación moral y legal de ayudar a los más necesitados. Esos miles de cargos altos e intermedios de la administración que disfrutan de grandes sueldos deben leer este necesario libro de Sara Mesa, a ver si se les cae la cara de vergüenza.

 

Sara Mesa, Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático, Barcelona, Anagrama, 2020 (3ª ed.; la 1ª es de 2019).

 

Víctor Espuny.

lunes, 2 de agosto de 2021

Cómo viajar con un salmón, de Umberto Eco

 

            Creo que si a cualquiera de nosotros, ya creciditos, nos preguntaran por un escritor italiano pensaríamos, entre otros muchos, en Umberto Eco (1932-2016), tan influyente en el mundo de la literatura y el pensamiento de la últimas décadas. Una de las muchas vías que tenía Eco para la salida de sus palabras, para la grafomanía que lo dominaba, enfermedad propia de escritores, fue el artículo o la sección periodística de periodicidad fija (semanal, quincenal, etc.). Cómo viajar con un salmón es una selección de varias decenas de esos artículos de Eco publicados en la sección de un periódico. Todos tienen un tono jocoso generalmente desde el título, que suele fingir una intención didáctica. Gracias a esa argucia, basada en la clásica máxima horaciana —enseñar deleitando—, Eco nos da a todos un merecido repaso sobre nuestras estupideces habituales. Aunque algunos de los artículos están fechados a mediados de los años setenta —van desde 1975 a 2014—, aparecen criticadas la gran mayoría de nuestras autodestructivas por irreflexivas conductas relacionadas con el uso de internet o los móviles, las maneras que tenemos de viajar o la absurda humanización de los animales. También hace un repaso al mundo de los hoteles, de los transportes públicos, de la televisión (de los medios en general) y de la cultura de masas. Da igualmente excelentes consejos sobre libros de filosofía escritos para que se entiendan y consigue arrancar, artículo tras artículo, la sonrisa, e incluso la carcajada, del lector.

Muy recomendable.

 

Umberto Eco, Cómo viajar con un salmón, Barcelona, Lumen, 2020. Traducción de Helena Lozano (Comme viaggiare con un salmone, 2018).

 

Víctor Espuny.    

miércoles, 21 de julio de 2021

Encerrados con un solo juguete, de Juan Marsé

 

 

Muchos, creo que todos, quisieran haber escrito una ópera prima como esta, obra de los veintitantos años que demuestra un dominio del lenguaje y las imágenes que casi nadie consigue aun viviendo noventa. Juan Marsé (1933-2020) ha sido uno de esos raros fenómenos editoriales que consigue triunfar también entre los críticos independientes. En fin, que nadie intente compararse con él si se dedica a escribir ficción, porque si lo hace probablemente deje de hacerlo, agache la cabeza y emplee su tiempo en pergeñar artículos sobre la actualidad o reseñas de novelas para acabar siendo tragado de manera inmisericorde por las fauces del tiempo. Dentro de unos años, todos calvos y todos olvidados. Todos menos artistas como Marsé.

Encerrados con un solo juguete (1960) cuenta lo sucedido en un triángulo amoroso en el que uno de los vértices, Tina, forma parte de una unidad familiar cuya residencia resulta un lugar decadente y opresivo, como también lo son las relaciones que existen entre los miembros de las distintas familias, de las que solo parece salvarse, por menos morbosa, la mantenida entre la madre del personaje principal y este mismo, Andrés, un individuo de aparente diseño autobiográfico. Andrés desdeña la compañía de los muchachos de su edad de comportamientos abusivos con las chicas, rasgo propio, desde siempre, de la personalidad de muchos escritores, individuos muy observadores y de mirada especialmente sensible. La acción transcurre en Barcelona en los años cincuenta, cuando las huellas de la guerra civil están aún muy presentes en la vida de sus habitantes. Marsé, como la mayoría de los novelistas, recrea sus experiencias, en su caso muy determinadas por la guerra, comenzada cuando él tenía tres años. Intenten imaginar cómo pudo vivir aquello un niño.

Marsé escribe y encara las situaciones de sus novelas de forma determinada y creativa. De Encerrados con un solo juguete podría destacarse la adjetivación, valiente en la elección y nunca demasiado abundante, y la creación de imágenes, algunas cargadas de lirismo, usadas por el autor para describir sensaciones y cuadros materiales, físicos.

En el argumento, la fea realidad se impone sobre otras consideraciones: no eran tiempos aquellos para memeces o romanticismos insulsos. De todas formas, aunque solía hacerse el duro, Marsé debía tener un corazón que no le cabía en el pecho. Eso, seguro.

 

Juan Marsé, Encerrados con un solo juguete, Barcelona, Debolsillo, 2020.

 

Víctor Espuny.

martes, 29 de junio de 2021

Historias del siglo XIX, de Sebastián Souvirón Utrera


            El interés por la historia de la tierra que se pisa debe ser una de las constantes de las personas que pretendan albergar algún gramo de conocimiento. Si uno pasea por Málaga, Barcelona o Valencia sin bucear en la historia de la ciudad —lo mismo ocurrirá con cualquier población que se le ocurra—, se estará ateniendo a una imagen muy superficial de la población, superficial e inexacta. Gracias a las hemerotecas, las bibliotecas, las videotecas, las fototecas, las pinacotecas, y casi cualquier otra colección de documentos u objetos antiguos que imagine, podemos aproximarnos a los estados anteriores de la ciudad en cuestión. Para decirlo en otras palabras, podremos intuir al menos cómo era la ciudad que contemplaron los ojos de nuestros padres, nuestros abuelos y, en general, nuestros antepasados, pues desde la llegada del ferrocarril las ciudades han perdido gran parte de las características que las distinguieron durante siglos. Las herramientas que permiten las transformaciones urbanísticas cada vez son más poderosas y los cambios se operan en menos tiempo. Amén, por supuesto, de otras muchas consideraciones sanitarias, higiénicas, sociales, etc.

            Este tipo de reflexiones me ha llevado a leer Historias del siglo XIX, de Sebastián Souvirón Utrera (1914-1997), un libro en el que esperaba encontrar ayuda para forjar una imagen mental de la Málaga antigua. Se trata de una edición facsímil de un libro aparecido en 1967 a la que se han añadido una nota biográfica del autor y una serie de fotografías, generalmente retratos de grupo en los que aparece Souvirón. La lectura me ha resultado de interés para ayudar a fijar nombres y apellidos de los miembros de la alta sociedad malagueña y antequerana —a la ciudad del Torcal dedica un capítulo— y para poco más, la verdad. Algunos de los capítulos dedicados a los Livermore resultan quizá de interés por las excentricidades que describen, sobre todo aquel dedicado a la esposa del marqués de Salamanca. El problema de este libro es la mirada tan sesgada del autor, que solo parece pensar en los integrantes de su clase social, algo habitual en las aburridas conversaciones de salón pero poco conveniente a la hora de hacer historia.

Para nostálgicos, esnobs y parvenus.

 

Sebastián Souvirón Utrera, Historias del siglo XIX, Málaga, Ciudad del Paraíso. Gestión Cultural, s.l., 2020.

 

Imagen: ciudaddelparaiso.es.

 

Víctor Espuny.

viernes, 25 de junio de 2021

El narrador de cuentos, de Saki

 

Bajo el seudónimo de Saki encontramos a Hector Hugh Munro (Birmania, 1870 - Francia, 1916), autor al que he llegado tras su descubrimiento en Humor fantasmal (2015), antología de Manuel Manzano para La Fuga Ediciones. El lector ya conoce las infinitas maneras que hay de ir descubriendo autores que merece la pena leer durante el tiempo tan limitado de que disponemos para ello, cada vez más escaso debido a las distracciones digitales, instaladas en artilugios pensados para impedir nuestra concentración. Malos tiempos para la lectura estos que nos ha tocado vivir: es una actividad que requiere recogimiento y muy pocos están dispuestos a prescindir durante horas del artefacto ese que, seguramente, tiene ahora mismo en la mano.

Una de las maneras de conocer autores valiosos, seguramente la más productiva, es leer, leer sin parar todo tipo de libros y, cómo no, asistir a conferencias de personas preparadas. Pero voy a dejar este tema para hablar un poco de la obra de Saki. De su vida, realmente peculiar, destacan su temprana orfandad, su pertenencia a la clase acomodada y su crianza al lado de unos familiares muy conservadores, amantes de ritos y comportamientos preestablecidos e inamovibles por la creencia en la conveniencia social de sus prácticas.

Acabo de leer El narrador de cuentos, una antología de relatos cortos de Saki publicados en cuatros obras suyas: Reginald en Rusia (1910), Crónicas de Clovis (1911), Bestias y Superbestias (1914) y Juguetes para la paz (1923). Existe una obra de Saki titulada The Storyteller (1914) que por su fecha de publicación no puede ser el original de esta traducción. El relato El narrador de cuentos, que da título a esta antología, había sido publicado en Bestias y Superbestias. Espero que alguien más versado en la obra de Saki pueda determinar y, si es tan amable, compartir con nosotros, el origen exacto de esta antología.

Saki nos cuenta con mucho humor cómo eran los personajes que conoció durante su infancia en casa de sus familiares, porque no de otra forma puede entenderse esa fijación por situar los cuentos en casas de campo apartadas y rodeadas de zonas boscosas, lugares donde se reciben invitados y se agasajan de manera más o menos generosa. Destacan cuentos en los que aparecen niños con tendencias malévolas, generalmente nacidas de un abuso de autoridad por parte de los mayores. Hay también una crítica más o menos sutil a la forma de vida victoriana en general y a instituciones tan limitadoras como el matrimonio cuando este se convierte en una simple costumbre y apenas existe comunicación entre sus miembros. Algunos relatos parecen escritos bajo la atracción que sentía Saki por su tierra natal, de la que volvió a Europa con pocos años y a la que volvió en su juventud de manera temporal.

Todos los relatos comienzan en una completa media res y su acción transcurre de forma muy ágil, por lo que su lectura es muy amena. Los finales suelen ser sorprendentes.

Muy recomendable.

 

Saki, El narrador de cuentos, Madrid, Editorial Eneida, 2009. Traducción de Javier Rodríguez Huerta.

 

Víctor Espuny.

martes, 15 de junio de 2021

Humor fantasmal, de varios autores

 


            El antólogo Manuel Manzano nos ha dejado un librito de fácil y amena lectura y contenido muy variado, en el que destaco el cuento La puerta abierta, de Hector Hugh Munro (1870-1916), conocido como Saki, una joyita de elaborada precisión narrativa, por encima de los relatos de los otros autores seleccionados, muchos de ellos célebres (Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Mark Twain, Rudyard Kipling, etc.). La traducción de los cuentos ha corrido a cargo del mismo Manzano salvo en el caso precisamente de La puerta abierta, traducido por Carlos Mayor.

Varios Autores, Humor fantasmal. Las historias de fantasmas más hilarantes de los grandes autores de la literatura, Barcelona, La Fuga Ediciones, 2015.

 

martes, 8 de junio de 2021

Tifón, de Joseph Conrad

            Se trata de una novela de acción, suspense, terror y conmiseración, todo junto y revuelto. El resultado, al que habría que añadir el carácter hogareño y epistolar de las últimas páginas, es brillante. El lector no puede soltar el libro un momento —lo hace con desagrado y por obligación— porque quiere saber cómo se resuelve la historia a pesar de poder intuir el final por alguna prolepsis muy medida.

Se trata del encuentro de un barco mixto velero-vapor, tipología muy abundante en la segunda mitad del siglo XIX, con un tifón en una zona del este de Asia. El barco, tripulado por británicos, lleva bandera siamesa y una carga humana, un centenar de culíes que van de vuelta a casa con sus ahorros tras haber estado trabajando duramente en otro lugar. Son personas con los que los tripulantes no conviven y con los que no pueden comunicarse por hablar distintas lenguas, característica del viaje que empeora la situación producida por la llegada de una borrasca que pone el barómetro en una señal de presión tan baja como nunca había visto el capitán, navegante experto. El punto de vista narrativo oscila entre los distintos personajes principales, todos occidentales, de los que vamos sabiendo poco a poco datos de sus biografías. Se puede echar de menos —un novelista actual lo incluiría— el punto de vista de los culíes: así tendríamos el panorama completo de los hechos y las emociones. De todas formas, la inclusión de ese punto de vista no es esperable en novelas de aquella época —Tifón es de 1902—, cuando los autores solían tener una visión perfectamente colonial de todo lo que no fuera Europa o la costa este de Estados Unidos; el punto de vista del indígena no contaba. Era otra época.

Joseph Conrad (1857-1924), novelista recomendable para cualquiera, nos deja en esta obra una vez más muestras de su pericia a la hora de contar —el lector siente como se hunde la proa en el abismo después del paso de cada gran ola—, de su profunda capacidad de observación y de su preocupación por los otros, los desheredados de tierras ubérrimas monopolizadas por europeos y explotadas sin ningún tipo de escrúpulos, preocupación más presente en su conocida novela El corazón de las tinieblas (1899).

En la obra de Conrad su biografía tiene mucho peso. Vivió una juventud arrojada y aventurera y solo se sentó a escribir cuando notó que la salud y las fuerzas no le acompañaban como antes. Fue un hombre de acción y un gran novelista, a quien uno no se cansa de leer.

 

Joseph Conrad, Tifón, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2013. [Typhoon; el nombre del traductor no aparece por ningún sitio, algo lamentable y posiblemente injusto].

 

Imagen: Vista satelital de un tifón el este de Filipinas. Foto AFP (bankokpost.com).

 

Víctor Espuny.

sábado, 5 de junio de 2021

La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine

 


            Que un ensayo como este, dedicado a ensalzar lo inútil, haya alcanzado veinticuatro ediciones en España, y en pocos años, es un hecho que debe llenar de esperanzas nuestros corazones, aunque sus lectores pertenezcan a esa minoría ilustrada que vive a su aire, libre de imposiciones pero alejada de los centros de decisión, individuos que podrían tener influencia si a muchos otros no les interesara evitarlo. Seguro que si dieran a leer este libro a los profesionales de la economía y la prisa, si estos fuesen capaces de encontrar tiempo para leerlo, las cosas cambiarían. A mejor.

            La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine (Diamante, Calabria, 1958), es un canto a la libertad, a la posesión solo de las cosas imprescindibles para vivir. Pero también es mucho más. Es una defensa de las acciones contrarias a todo lo que generalmente se ha llamado «de provecho», una expresión muy española, hoy menos usada pero muy expresiva. Una persona de provecho es alguien que dedica sus días a la realización de acciones prácticas, útiles, entendiendo por utilidad todo aquello capaz de acrecentar los bienes materiales. De esto resulta que si todos fuéramos individuos «de provecho» no existirían el arte ni ninguna de aquellas creaciones que hacen al hombre diferente de los animales. Si nos limitamos, por ejemplo, a ganar dinero para comprar cosas, una manera perfecta de amargarnos la vida, pronto seremos dueños de un patrimonio que nos exigirá una atención que impedirá dedicar nuestro tiempo a otra cosa que no sea vigilarlo y acrecentarlo, exactamente igual que las hormigas. Aquel cuento de la cigarra y la hormiga, al que he llegado de manera involuntaria, es perfecto para comprender cómo es la mentalidad que ha hecho de nuestra sociedad un colectivo de millones de personas dedicadas solo a la consecución de lo práctico, de lo útil y provechoso, una mecánica de la que solo escapan las cigarras. En el cuento, la cigarra, que no trabaja —solo canta y toca el violín—, recibe su merecido, muere de hambre y de frío. Recuerdo ahora las ilustraciones de la cigarra al final de aquel cuento, dibujos que inspiraban pena y miedo de acabar como ella. Resulta, sin embargo, que si no hubiera individuos como la cigarra, capaces de dedicar su tiempo a menesteres inútiles, aquellos que se realizan por el menester en sí mismo, sin pensar en provecho alguno, nadie tocaría la guitarra en la soledad de su habitación, ni leería o escribiría poesía. No existirían compositores, ni historiadores, ni pintores. La nuestra sería una sociedad sin afición al arte y sin capacidad de apreciarlo, y también sin memoria, pues la historia —piensen en qué lugar se encuentra el estudio de  las humanidades en la actualidad, qué prestigio tiene— no sería investigada por nadie, nadie la escribiría, y seríamos sociedades sin base alguna, como individuos que despertaran una mañana sin recuerdos y se limitaran a vivir sin entender nada de sí mismos porque no saben qué hicieron antes, ni quiénes fueron sus padres, ni dónde nacieron y vivieron, ni porqué hablan una lengua y no otra.

Hay que conseguir devolver a la creación sin fines prácticos, al cultivo del arte y la investigación sin objetivos concretos, por ellos mismos, la consideración que tenía en tiempos antiguos y hoy ha perdido. Hay que volver a dignificar la universidad, convertida hoy en una fábrica de empleados de grandes multinacionales, o los museos, en la actualidad lugares que tienen poco que ver con el mundo de las musas y mucho con el de Mercurio. Todas estas ideas, y otras muchas —imposible resumirlas aquí—, se encuentran en este ensayo de Ordine, también una antología de pensamientos sobre la conveniencia de lo inútil y las desgracias acarreadas por el afán de lucro, ese cáncer que mina la dignidad de las mujeres y los hombres. El libro, finalizado con un texto sobre la utilidad de lo inútil escrito en 1939 por Abraham Flexner (1866-1959), destacado intelectual norteamericano, es corto y de amena lectura, una pequeña joya capaz de embellecer la mente de cualquiera. Aún estamos a tiempo.

 

Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Con un ensayo de Abraham Flexner, Barcelona, Acantilado, 2013. [L’utilità dell’inutile, 2013]. Traducción del italiano y el inglés de Jordi Bayod Brau.

 

Imagen: Retrato de Théophile Gautier, gran defensor de la belleza de lo inútil (ciudadseva.com).

 

Víctor Espuny.