lunes, 30 de marzo de 2020

Una comedia ligera, de Eduardo Mendoza


Las Ramblas (F.: La Vanguardia)

Se trata de una obra de largo aliento y generosamente anotada, circunstancias que dan como resultado un volumen de más de seiscientas páginas. Las notas al pie, así como la introducción, obras de Javier Aparicio Maydeu, son resultado de una lectura atenta de toda la narrativa de Mendoza, lo que es decir unos cuantos libros, y resultan ilustrativas y aclaradoras pero prescindibles. ¿Qué quiero decir con esto? Que lo importante, lo realmente fundamental, es la novela titulada Una comedia ligera, y que todo lo demás es un complemento para estudiosos o personas especialmente aburridas. Desde que Mendoza empezara a deleitarnos con su peculiar, lúdica y artística manera de entender la escritura de novelas han pasado varias décadas. Don Eduardo se ha convertido en un autor de culto y, por lo tanto, digno de ser editado con notas y todo ese aparato crítico que, a menudo, distrae de la lectura de la obra en sí. No soy amigo de leer ediciones críticas de obras literarias cuando leo por puro placer.
Para muchos, las obras de Mendoza pueden parecer insustanciales, frívolas, simples juguetes cómicos. Una lectura más atenta, sin embargo, muestra una aguda preocupación social, la sociedad vista siempre desde el lugar del burgués acomodado, eso sí, y, sobre todo, una preocupación por el lenguaje y una creatividad lingüística de las que todos podemos aprender. Conviene leer (o releer) a los clásicos que tanto han influido en la prosa mendocina (Cervantes, Galdós, Valle-Inclán, Baroja), pues solo de esa manera, leyendo obras excepcionales, podremos fortalecer y enriquecer de manera conveniente nuestro léxico y nuestra sintaxis, aun a riesgo de que nuestra forma de escribir resulte impersonal. Intentar escribir como nadie lo ha hecho antes es una de las mayores majaderías que pueden cometerse. Como el lector sabe, Mendoza es también políglota y traductor, facultades que potencian su preocupación por el lenguaje. Él dice escribir atento siempre a la frase, sin pasar a la siguiente hasta considerar perfectamente acabada la ya escrita. No escribe borradores. Antes de nada se documenta de manera conveniente, toma notas con las que rellena cuadernos enteros, lee todo lo necesario y más, pero cuando empieza a escribir solo realiza una versión del texto. A nosotros, simples mortales, esto nos parece inalcanzable, a mí al menos, porque escribimos como si fuéramos corredores, partiendo del punto A y trazando un camino para llegar al punto B, y en todo ese camino intentamos no detenernos, no obstaculizar un avance impulsado por la inercia de la carrera y la escritura. Luego viene la corrección, por supuesto, pero yo, personalmente, pobre hacedor de papelotes escritos, escribo sin detenerme, tal como estoy escribiendo este comentario de lectura, dejando que mis dedos corran por el teclado con la mayor fluidez posible.
Dicho lo cual, e intentando centrarme por fin en Una comedia ligera (1996), quiero declarar aquí y ahora, por si aún no hubiera constancia de ella, mi admiración por las novelas de don Eduardo Mendoza, con las que he pasado ratos maravillosos desde que allá por 1978 un profesor de literatura nos sugiriera la lectura de La verdad sobre el caso Savolta (1975). Desde entonces he leído casi todas las novelas del escritor barcelonés. La acción de Una comedia ligera transcurre en Barcelona y el Masnou durante el verano de 1948, precisamente cuando Eduardo Mendoza tenía cinco años y pasaba los veranos en la localidad costera. El protagonista, Carlos Pullàs, es un comediógrafo rancio —los ensayos de Arrivederci, pollo!, una de sus obras, tienen un peso importante en la trama novelesca—, machista de la vieja escuela, casado con una mujer joven, guapa y de familia adinerada, que vive de manera libre su castiza hombría, lo que le lleva a verse en situaciones que de otra manera, siendo un padre de familia fiel a su esposa, hubiesen sido imposibles. Pullàs, aún joven, ama las mujeres como simples objetos sexuales e intenta «beneficiarse» a todas las que puede. Sus romances y flirteos le van a traer problemas de difícil solución y la convivencia más o menos prolongada con personas de todas las clases sociales y niveles de estudios posibles, lo que obligará a reflejar en la novela el habla tanto de delincuentes de los bajos fondos como de jerarcas del régimen franquista. Los nombres de los personajes —Marichuli Mercadal, Lorenzo Verdugones, Ignacio Vallsigorri, Lilí Villalba— son tan expresivos, tan parlantes, como suelen ser los suyos, a menudo inventados. De fondo a las correrías amorosas de Pullàs existe un relato policiaco. Pullàs es asiduo lector de La Vanguardia y de novelas policiacas, casi no lee otra cosa. Uno de sus autores preferidos es Georges Simenon, otro amante incansable: el autor francés presumía de haber mantenido relaciones con más de mil mujeres; quizá la mención del autor galo sea una forma de complementar la caracterización de Pullàs. Otro personaje de cierto peso es Poveda, un estraperlista, elemento característico de la España de entonces, donde las personas con posibles tenían al alcance los mayores lujos mientras la gran mayoría tenían que contentarse con el contenido de las cartillas de racionamiento, como en general pasa en todas las épocas de escasez. Mendoza, según sus propias palabras, refleja una Cataluña distinta a la novelada por Marsé o rodada por Berlanga, en su caso la de aquellos que aceptaron cómodamente la situación de la posguerra. La Cataluña actual es, según sus palabras, hija de esa aceptación.  

Eduardo Mendoza, Una comedia ligera, Madrid, Cátedra, 2019. Edición de Javier Aparicio Maydeu. Epílogo de Eduardo Mendoza.   

«La novela de sofá está agotada», entrevista a Eduardo Mendoza publicada en el diario El País el 26 de noviembre de 1996.

viernes, 27 de marzo de 2020

Amapolas


Alrededores de Osuna (Abril de 2016)

Son las once de la mañana de un jueves de marzo. La calle, vista desde la ventana, presenta el aspecto de una madrugada soleada. No hay nadie. Hace cinco minutos pasó un coche. Me asomo a la ventana y recorro las dos aceras con la vista. Allá, al fondo, veo venir un peatón. Espero oculto tras los visillos para contemplarlo mejor. Es una mujer. Ya no es joven. Calza deportivas y viste pantalones y chaqueta oscuros. Camina con aire decidido. Lleva mascarilla blanca, guantes azules y una pesada bolsa en las manos, quizá víveres para sus ancianos padres.
Me concentro en el vecindario, en cada una de las casas. Sé quién vive en ellas. La gran mayoría pasa de los setenta. Cuando llegaba el buen tiempo se ponían en la puerta para distraerse y, cuando pasabas, te saludaban con calor. Ahora ni siquiera se atreven a asomarse. Yo tampoco lo hago. Respeto el confinamiento por ellos y, sobre todo, por mí: me gusta sentirme miembro de una sociedad consciente y solidaria.
Es primavera. Las cunetas deben estar repletas de flores. Pronto las amapolas se derramarán por los sembrados con sus brochazos de color, como si fueran el rastro de un gigante herido. Quizá en 2020 no contemplemos ese espectáculo, pero solo así podemos asegurarnos su disfrute en los años venideros. Amamos la vida. 

lunes, 16 de marzo de 2020

Los cosacos, de León Tolstói


(iStock / EvgenyBuzov)

León Tolstói (1828-1910) es un autor del que uno puede enamorarse gracias a su biografía. Su pertenencia a una familia de la alta nobleza rusa y su posesión de unos escrúpulos morales basados en una necesaria sensibilidad social, en un preocuparse por los demás, conformaron una persona y una obra literaria de conocimiento imprescindible. Algunas de las principales corrientes de conducta actuales, casi religiones, llamadas veganismo, vegetarianismo, pacifismo y naturismo fueron apoyadas y difundidas por él hace más de un siglo. A lo largo de su vida, y en un continuo proceso de autoconocimiento y maduración, se comportó de todas las maneras posibles, desde la correspondiente a un muchacho sensual, vitalista, vicioso y frívolo hasta la propia de un hombre mayor reflexivo y profundamente solidario.
            Los cosacos (1863) es una novela basada en experiencias bélicas, cinegéticas y amorosas del autor en las que se recrea la vida de un joven aristócrata militar ruso destacado en la región noreste del Cáucaso, donde las fronteras son muy borrosas y difícil la convivencia con los vecinos chechenos, un reflejo lejano del enfrentamiento que aún continúa en nuestros días y llega a los periódicos occidentales como el eco de algo ajeno. El protagonista de la narración, Olenin, aristócrata y urbanita, aparece contrapuesto a su antagonista, Lukashka, un cosaco joven, muy valeroso y perfectamente adaptado a la naturaleza que les rodea. Como mentor ocasional del primero aparece el tío Eroshka, un anciano vital y experto en todos los conocimientos que le faltan a Olenin para sobrevivir en aquella sociedad, de costumbres muy sencillas, naturales, que su misma sofisticación le impide practicar con éxito.
            En la novela destacan el éxtasis por la contemplación de los grandes escenarios naturales —las estepas, los ríos caudalosos, las cumbres de nieves perpetuas— y la fascinación por la sencillez de las costumbres primigenias, despreciadas en la gran ciudad, lugar de complicadas reglas sociales, solar de la falsedad y la hipocresía. Tolstói conoció personalmente a los cosacos, los vio guerrear, cazar, hacer el amor a sus mujeres, observó de cerca a las cosacas, sus reuniones de mujeres solteras o casadas, y describe con admiración sus comportamientos como dignos de una sociedad ideal en la que un hombre de ciudad, aquejado de deformaciones ya imborrables, nunca podrá ser admitido como uno más. Las experiencias que le llevaron a escribir esta novela sirvieron de base también para el desarrollo de su admirable ideario de madurez.  

León Tolstói, Los cosacos, Madrid, Alianza Editorial, 2014. Traducción de Irene y Laura Andresco revisada por Víctor Andresco,

Imagen: Iglesia de la Trinidad de Guergueti (Georgia).

lunes, 2 de marzo de 2020

Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez


La autora (elcultural.com)

Libro de relatos fascinante, sobrecogedor. El mundo creado por la autora se caracteriza por la oscuridad, la superstición y el abuso del débil por parte del fuerte. Por el miedo. La capital de Argentina aparece en la esta obra de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) como un lugar inhóspito, de barrios abandonados, depauperados, donde sobrevive un número indeterminado de personas golpeadas por la vida, víctimas de ella, espectrales. A menudo en primera persona, los cuentos están narrados por mujeres generalmente jóvenes que centran su atención en niños desvalidos que una vuelta de tuerca vuelve a veces terribles, desalmados, como si devolviesen a los demás, inocentes, el maltrato del que han sido víctimas. La mayoría de los cuentos transcurren en casas abandonadas que esconden un secreto, tienen un vecino aterrador o están situadas en barrios muy peligrosos. Algunos de los cuentos hablan de la violencia de género, como el inquietante Las cosas que perdimos en el fuego, de final realmente descorazonador. Los personajes adultos principales son todos femeninos. Cuando aparece uno masculino suele ser una persona incapaz de comprender a la pareja y a veces también violenta, casi siempre egoísta. Muchos de las narraciones hablan de autodestrucción y abandono, como el dedicado al fenómeno de los hikikomori. Uno, Tela de araña, incluso añade humor, humor negro pero te arranca una sonrisa. En cualquier caso Enríquez es capaz de crear mundos propios muy envolventes, y hacerlo con sus palabras, los giros de la gente en la calle. Muy recomendable.

Mariana Enríquez, Las cosas que perdimos en el fuego, Barcelona, Anagrama, 2016.