jueves, 30 de julio de 2020

La profesora de piano



            Tras los títulos de crédito imprescindibles, aparece un primer plano de la cara de una mujer de mediana edad despeinada y tendida en un sofá. La mujer mira con insistencia hacia un punto situado a la derecha de la cámara pero muy cerca de ella, de manera que en un primer momento puede parecer que mira a la cámara misma. A este plano le sigue otro de un espacio vacío entre las estanterías cortadas de una librería, el espacio justo para que quepa un piano de pared convencional. En el extremo de una de las estanterías descansa, ahora inútil, un metrónomo. En otro una fotografía de la mujer con treinta años menos y un niño de meses. Es lo que ella ve. La mujer se levanta del sofá donde ha mal dormido. La habitación está repleta de discos y de aparatos reproductores de música. Sobre una mesa hay arrugadas varias hojas de papel escrito, productos desechados de un intento de escritura, quizá una carta. La mujer se dirige a una ventana horizontal de doble hoja y la abre de par en par, dejando entrar el fresco de la mañana y el sonido de la ciudad. Es un piso alto: las copas de los árboles de un gran parque se dibujan con las primeras luces del día. La mujer da la espalda a la cámara. Ahora coge una silla, la coloca muy cerca de la ventana, se sube en ella y…
            De esta manera, para mí magistral, perfectamente recomendable como inicio de un relato subyugador, comienza la narración de un día en la vida de Lara Jenkins, el de su sexagésimo cumpleaños. Por supuesto, no voy a contar la película pero sí a recomendarla vivamente.
La literatura y el cine alemanes tienen una larga tradición de mujeres maduras muy fuertes, a menudo desequilibradas por traumáticas experiencias de infancia o juventud, que encuentran un especial placer en dominar a los demás, sobre todo a hombres inexpertos, ya sea con un vínculo sexual o solo maternal pero a menudo dejando entrever un placer por la disciplina no exento del uso de la crueldad mental o física. En este caso median el estudio y la práctica musicales, tan importantes en una cultura que ha dado la gran mayoría de los nombres más célebres de la música clásica. El hijo de Lara se llama Viktor y es concertista de piano y compositor. El personaje de Lara domina la narración, su punto de vista es único. La película es sanadora, ayuda a Lara a descifrarse y al hijo a madurar. Creo que La profesora de piano sería muy recomendable para cualquier amante de la música y, sobre todo, para esos padres empeñados en que su hijo aprenda un instrumento a la manera tradicional, con interminables ejercicios de digitación y otras servidumbres ineludibles para alguien que quiera alcanzar un nivel técnico superior en un mundo terriblemente competitivo. La música es placer. Tiene que serlo para el que la escucha y, sobre todo, para el que la interpreta y la compone, nunca algo relacionado con el dolor y la frustración. Muy interesante.
           
 La profesora de piano. (Título original: Lara). Alemania, 2019. Dirigida por Jan Ole Gerster. Guión de Blaz Kutin. Intérpretes principales: Corinna Harfouch y Tom Schilling.

miércoles, 22 de julio de 2020

El precio de la amistad, de Kjell Askildsen


Foto: LA NACIÓN

            Especialista en relato breve, Kjell Askildsen (Noruega, 1929) —opino sobre el libro que he leído, que recoge cuentos escritos entre 1998 y 2004— escribe de forma muy austera en las descripciones y aún en los hechos: lo que ocurre es muy poco y está contando con muy pocas palabras. Lo más peculiar de estos cuentos es una mirada de la vida desencantada, sombría, tocada por un punto existencialista. Sus personajes se mueven en una especie de realidad sólida, muy densa, como sumergidos en piscinas de mercurio de la que no pudiesen salir. Los puntos de vista varían entre la tercera y la primera, como es habitual, y también figura alguno en segunda, más inusual. Los protagonistas narradores a menudo son hombres que viven la sexualidad real o imaginariamente, con tendencia a comportamientos ajenos a una moral estrecha. No hay nada explícito, tampoco en los encuentros sexuales, que pueden pasar con un simple «y se acostaron». Aparecen la familia y los amigos, pero siempre vistos desde un lugar donde solo cabe el escritor. Da la impresión de que Askildsen defiende su sitio frente a otras personas, las que sean, lo que da lugar a una visión muy fría de la existencia y las relaciones humanas. Ha creado una escritura y un mundo distintos, muy personales. A pesar de todo, destacaría El otro sueño, de aire cortazariano, y El neceser y La excursión de Martin Hansen, los dos cercanos a Camus. Son influencias que le honran.

Kjell Askildsen, El precio de la amistad, Madrid, Nórdica, 2020. Traducción de Kirsti Baggerthun y Asunción Lorenzo. Epílogo de Julián Rodríguez.

martes, 21 de julio de 2020

La familia que tú eliges


Fotograma de la película

Si le gusta Mark Twain y aprecia la rentabilidad narrativa encerrada en parejas de individuos muy distintos; si piensa que las personas con síndrome de Down tienen el mismo derecho a la libertad que las demás; si disfruta con los paisajes acuáticos y las impactantes tomas cenitales, con los atardeceres tintados de rojo, con los espacios abiertos en plena naturaleza; si ama el cine de emociones y le da igual que la realidad quede suspendida por momentos, La familia que tú eliges es su película. El título original, The Peanut Butter Falcon, hace referencia al nombre de batalla que elige el protagonista, gran amante de la crema de cacahuete. Quizá a los distribuidores en España les pareció un título poco comercial y alguien decidió cambiarlo por uno que contiene elementos más identificables en los países de cultura mediterránea, donde la institución de la familia parece tener un peso mayor que en Estados Unidos.
La acción transcurre en Carolina del Norte, exactamente en la fina y arqueada lengua de tierra repleta de parques naturales que abraza el estado por sus límites nororientales. Los protagonistas son un muchacho abandonado por sus padres y residente en un asilo de ancianos y un joven de carácter noble pero empujado por la vida a huir de la justicia. Ambos emprenderán un camino de autoconocimiento y maduración. No voy a contar más por si va a verla. Reirá, derramará alguna lagrima de emoción —la mascarilla es un incordio para llorar pero no hay más remedio que llevarla— y saldrá del cine pletórico y con ilusión en la posibilidad de otra vida. Los actores principales, Zack Gottsagen, Shia LaBeouf y Dakota Johnson, contribuyen con su excelente trabajo a la magia de la película.

The Peanut Butter Falcon (EEUU, 2019). Dirigida por Tyler Nilson y Mike Schwartz.

domingo, 19 de julio de 2020

El doble, de Fiódor Dostoyevski


Fotografía del autor (trabalibros.com)

            El tema de la percepción distinta de la realidad atrajo al gran novelista Fiódor Dostoyevski (1821-1881), él mismo, posiblemente, víctima de percepciones alteradas. En este caso se trata de un desdoblamiento del mismo individuo pero no propiamente de esquizofrenia sino de una psicosis que cursa con alucinaciones sensoriales. El protagonista, Yákov Petróvich Goliadkin, funcionario de la administración zarista en un puesto menor, proyectará en un individuo inexistente las facetas de su personalidad inasumibles por su parte, digamos, correcta, modosa, presentable. Ese doble que él ve, y los lectores ven, que tiene su mismo nombre, su mismo aspecto y su misma dirección, realmente no existe, algo que el lector intuye desde su aparición. Goliadkin delira, sufre, cree que todos conspiran contra él, que ese doble de comportamiento deleznable ha sido creado por sus compañeros de oficina. Goliadkin II, al que percibe y con el que se comunica, es arribista, chabacano, adulador, materialista, mendaz. Goliadkin vive angustiado, y el lector, que lo ve caminar hacia una crisis mental inevitable, comparte su angustia. El protagonista del relato es variable, no posee asertividad ni voluntad propia, cualquiera pude convencerlo de cualquier cosa. El suyo es el retrato perfecto de las debilidades de ciertos enfermos mentales, ante todo sufridores sin causa, y, en su faceta conformista, el anticipo de personajes de Moravia, Kafka, Camus o el austriaco Peter Handke.
La novela, publicada en 1846, no pudo ser correctamente valorada ni comprendida hasta bien entrado el siglo XX.  

Fiódor Dostoyevsky, El doble. Poema de Petersburgo, Madrid, Alianza, 2015. Traducción y nota preliminar de Juan López-Morillas.

miércoles, 15 de julio de 2020

Mírgorod, de Nikolái V. Gógol


Detalle de Cosacos zaporogos escribiendo 
una carta al Sultán. Iliá Repin (1880-1891)

Se trata de un libro de narraciones publicado en 1835. Su autor, Nokolái V. Gógol (1809-1852), de imaginación y sensibilidad excepcionales, nos deja cuatro relatos muy diferentes en su temática y muy fáciles de leer.
Tarás Bulba, el más extenso —ocupa más de la mitad del libro—, es una recreación literaria de las guerras habidas en el siglo XVI entre los cosacos zaporogos y los polacos y entre los cosacos zaporogos y los tártaros, algunos de sus enemigos naturales por cuestiones de proximidad. El texto es un claro ejemplo de ese gusto único de los artistas rusos en las descripciones de sus inacabables paisajes. Los protagonistas absolutos del relato son los cosacos, en especial Tarás Bulba y sus dos hijos, Ostap y Andréi. El padre es una persona que ama y respeta las tradiciones de su pueblo. Defiende el cristianismo ortodoxo, persigue a los judíos, es rudo, a veces bestial, una peligrosa carga de testosterona que solo atiende a emborracharse y a partirse el alma con quien sea. Ostap, el mayor, es como el padre. El contraste que genera tensión narrativa, y mucha, se crea con Andréi, un punto menos rudo y grosero, lo suficiente para sentir la herida del amor. Dado el carácter épico del relato, sus páginas contienen innumerables descripciones de encuentros guerreros y, en general, actos violentos, muchos de ellos de clara y atractiva influencia homérica tanto en su desarrollo como en el uso de imágenes literarias —comparaciones— similares. La Iíada está detrás de muchas de sus páginas. También cabe destacar la influencia evangélica en el momento culminante de la vida de Ostap.
Tarás Bulba posee pasajes realmente sobrecogedores.
Terratenientes de antaño es una delicada fábula sobre los últimos años de existencia de un matrimonio ya mayor propietario de una finca de la que come toda la comarca a sus espaldas. Apoyados el uno en el otro, se aman con generosidad y viven pendientes de unos placeres de la mesa en verdad pantagruélicos.
Vi pertenece al género de terror de temática religiosa, esto es, el relacionado con la existencia del diablo y sus grandes poderes para hacer el mal. Cuenta cómo era la existencia de los seminaristas de la época, estudiantes en la ciudad de Kiev. Está al mismo nivel que las narraciones más escalofriantes que uno pueda recordar, incluidas las cinematográficas.
Por qué discutieron Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich, el último de los relatos, es muy divertido, a ratos hilarante. Cuenta cómo era la vida en Mírgorod, una población inventada pero asimilable con muchas localidades rurales de la Ucrania de aquella época, lugares atrasados, sucios y gobernados por personas venales mantenidas por una administración de justicia muy, pero que muy, lenta. Básicamente nos habla de la testarudez humana.
En definitiva, un libro muy recomendable. Recoge las experiencias de Gógol como burócrata de la administración zarista y miembro de una familia de pequeños propietarios rurales. En su clara inclinación por el relato de la vida de esos propietarios de tierras aislados de las capitales, en la comodidad que parece adivinarse en la escritura de los relatos dedicados a ellos y en las ingeniosas descripciones de personajes excesivos está ya anunciada su novela Las almas muertas, que escribiría poco después.
El apasionante mundo de la historia de la literatura se extiende ante nosotros. Está ahí, disponible, al alcance de la mano.

Nikolái V. Gógol, Mírgorod, Barcelona, Alba Editorial, 2019. Traducción de Víctor Gallego Ballestero.

sábado, 11 de julio de 2020

De la Magdalena al Duque


Llegué a Sevilla una mañana de finales del siglo XIX. El río Guadalquivir, pasada la Torre del Oro, era un bosque de mástiles salpicado de humeantes y modernos vapores. Desembarcamos y tomé un coche de caballos. El cochero, un hombre hablador y dispuesto, me llevó diligente al Hotel Madrid, en la plaza de la Magdalena. Instalado en la antigua residencia de los condes de Gelves, el edificio, cómodo, fresco y espacioso, conservaba los artesonados, los azulejos y los mármoles antiguos. Nada más llegar a la habitación abrí el balcón y me asomé a la plaza.


Era mediodía. La mayoría de los cocheros esperaban clientes sentados a la sombra. El caserío, la plaza, los árboles, bañados por la intensa luz meridional, parecían hijos de la proporción y la armonía. Se respiraba paz. En ese momento llamaron a la puerta. Acudí a abrir y entró el botones con mi baúl mundo. Era de edad inusual, mayor para un trabajo generalmente reservado a los jóvenes. Le di su propina y me volví a la ventana. Él se acercó y, tras disculparse por su comportamiento, me dijo que tenía sueños premonitorios, que necesitaba hablarme. Era un hombre extraño pero parecía inofensivo. Dejé que se acercara aún más y se asomara conmigo al balcón. Me aseguró que todo lo que veíamos desde allí, salvo aquella plaza espuria, creada por franceses, iba a ser destruido y sustituido por edificios de aspecto muy distinto. «En la esquina de la calle O’Donnell, esa que se ve al fondo a la derecha, donde está el Hotel París, va a ir una gran tienda, y donde nosotros estamos también. Gente de Madrid, de la calle Preciados, vendrá a construir los edificios». Lo miré despacio. Era un hombre como de cuarenta años, de manos grandes, bien afeitado. Olía ligeramente a loción para después del afeitado y a limpieza. «¿Y tiene muchos sueños así?». Me aseguró que sí, muy a menudo. Se llamaba Eduardo, «Eduardo Tárrega, para servirle». Le invité a dar un paseo, a veces me da por ahí. Parecía una persona interesante.


            Una vez localizado su sustituto para el trabajo en el hotel salimos a la calle. El tiempo había cambiado, hacía frío. Los coches de caballos competían ahora con los taxis. Enfrente del hotel vimos un solar y le pregunté a mi acompañante qué iban a hacer allí. «Van a construir un edificio que dará mucho que hablar, incluso intentarán derribarlo. Se llamará cabo persianas». Caminábamos con precaución, nuestros papeles preparados, dispuestos a realizar el saludo fascista si nos cruzábamos con alguno de aquellos coches repletos de jóvenes vestidos de oscuro. «¿Y cómo será?». «Tendrá esquinas redondeadas y una planta baja retranqueada en relación a los pisos superiores. Recordará vagamente un barco. Y tendrá muchas persianas». Cuando Eduardo leía el futuro entornaba los ojos y levantaba un poco la barbilla, como si esa postura le ayudara a recordar sus sueños. Poco después, al llegar al otro extremo de la plaza, me pidió que nos detuviésemos y nos volviéramos hacia el hotel.


 «Ahí lo tiene». Me quedé admirado. Era verdad. El edificio cabo persianas estaba allí, y era como él decía. De todas formas no pudimos verlo bien porque tuvimos que apartarnos de mitad de la calle para evitar ser atropellados por uno de los incontables vehículos a motor que llenaban la calzada. «Y esto no es nada», dijo premonitorio al observar en mí gestos de enojo. «Dentro de unos años el tráfico será muchos más denso y el aire se hará irrespirable. La gente deseará que llegue el fin de semana para huir de la ciudad». «¿Y ese edificio que está vallado?». «Ese edificio es el antiguo palacio del marqués de Aracena. Mírelo bien: están a punto de derribarlo». Yo había estado hacía poco en Palermo, una gran ciudad, repleta de grandes casas e iglesias barrocas, y Sevilla me la recordaba, poseía ese aspecto histórico, señorial y palaciego. No quería creer todo lo que Eduardo me contaba.   
            Recorrimos la callé O’Donnell hasta su unión con Velázquez.


            No sé si era por estar acompañado de aquel hombre de supuestos poderes singulares, pero el paseo parecía transcurrir por un tiempo ingobernable. Dábamos pasos adelante y atrás en las décadas sin previo aviso, como si pasáramos sin esfuerzo de una generación a otra por una puerta secreta. «Todo este tráfico que ve aquí desaparecerá. Se podrá pasear estando solo atento a que nadie te robe la cartera. No habrá tranvías, ni niños intentando viajar gratis en ellos». «¿Y ese edificio de la esquina, el de la torre de reminiscencias orientales?». «Ese es el Gran café de París, obra de Aníbal González, el célebre arquitecto». Aquel edificio me pareció curioso, de gran belleza debido a su exotismo y pensé que nunca de destruiría.


            Eduardo andaba ligero, con pies de joven. «Ya no queda mucho para la plaza del Duque, donde quiero llevarle, la más bonita de Sevilla. Deténgase un momento». Nos detuvimos a tiempo de cruzarnos con dos jóvenes sevillanas que venían de la iglesia, veladas y con el rosario y el misal en la mano. «¿Qué le parece esta vista?». «Preciosas». «Me refiero a los edificios». «Preciosas edificaciones, decía». «Pues no va a quedar ni una en pie». A mi aquello me parecía tan increíble que ya no dudaba de la falta de razón de Eduardo. A pesar de eso seguí escuchándole, divertido con sus locuras. Llegamos a la esquina de la Farmacia Central y torcimos a la izquierda. Anduvimos unos metros y nos situamos en la esquina de la plaza.


            «Este hotel que vemos es uno de los mejores de la ciudad. La edificación será sustituida por uno de esos edificios funcionales y antiestéticos que llenarán la plaza entera. La calle de la derecha se llamará Alfonso XII». Seguimos pasando y nos colocamos en el centro de la plaza, a los pies de una estatua del pintor Velázquez que había venido a sustituir a una fuente y lucía perfectamente proporcionada en aquel espacio armónico.


            Eduardo parecía cansado y nos apoyamos un momento en el pedestal de la estatua. Al hacerlo advertí ante nosotros la fachada de otro palacio. Le pregunté por él, aunque ya adivinaba lo que me iba a decir. «Es la casa de los Sánchez-Dalp, ejemplo de proporción y respeto por el conjunto de los edificios de la plaza. En su construcción y decoración interior —azulejos, fuentes, puertas, muebles, rejas, lámparas— trabajarán los mejores artesanos sevillanos». Quise tantear el terreno. «Seguro que se conservará mucho tiempo». «Pues, no señor. Será derribada para levantar otro de esos feos edificios de empresas nacidas en la calle Preciados de Madrid, que esa calle parece nido de destructores de edificios artísticos». «¡Válgame Dios!» le contesté solidario e intentando ocultar mi incredulidad. Seguimos caminando hasta el final de la plaza.


            Ante nosotros se levantaba un edificio antiguo de torre mirador situada en la esquina y larga fachada coronada por cresterías góticas. La construcción poseía algo de italianizante y festiva. Me quedé alelado, mirándola. En su piso superior, un balcón de piedra al que se abrían las habitaciones más nobles de la casa, se adelantaba, poderoso, sobre la calle. Le pregunté a mi pesimista cicerone, seguro ya de lo que me diría. «Esto que ve usted aquí es el antiguo palacio de los duques de Medina Sidonia. También será destruido para levantar el gran edificio comercial de la gente de Madrid». Yo me reía, incrédulo, para mis adentros.


            De vuelta al hotel, con Eduardo callado y cabizbajo a mi lado, me dio por pensar. ¿Y si aquel hombre no estaba tan loco? ¿Y si realmente llegaban esos comerciantes de Madrid con la chequera preparada y un número incontable de ceros a su disposición? ¿Y si la gran mayoría, tan manipulable, pensara que los edificios antiguos eran señal de atraso y era necesario derribarlos para estar a la altura de un tiempo nuevo y, supuestamente, mejor? Antes de despedirnos, di las gracias efusivamente a Eduardo, que no quiso aceptar el dinero que le ofrecía. Luego contemplé cómo se alejaba entristecido, avejentado de repente. Esa noche dormí intranquilo pero a la mañana siguiente, después de mucho cavilar, quise pensar de nuevo, para despreocuparme, que Eduardo estaba trastornado. 
              No he vuelto a Sevilla desde entonces. No sé qué habrá pasado.


Fecha aproximada de cada fotografía:

Vista de la plaza de la Magdalena  (1880). Hotel Madrid y solar del edificio «cabo persianas» (1937). Palacio del marqués de Aracena (1965). Confluencia de O’Donnell y Velázquez (1920). Confluencia de O’Donnell y La Campana (1920). Gran Fonda de Roma (1920). Casa de los Sánchez Dalp (1965). Palacio de los duques de Medina Sidonia (1965). Vista de la Plaza de la Magdalena con palmeras (1890).


Fuentes:

Archivo del diario ABC.

Fototeca del Laboratorio de Arte de la Universidad de Sevilla.

Grupos de redes sociales donde estas fotografías circulan de forma libre.

Distintos blogs (elpasadodesevilla.com y sevillaentusxanos.blogspot.com principalmente).
               

miércoles, 8 de julio de 2020

Vendeja 5 y último. Picasso


Picasso por TVBOY. Técnica mixta

            Hijo de pintor y habitante de puertos de mar durante su feliz infancia —Málaga, La Coruña, Barcelona, muchas mujeres y él, único niño—, Pablo se acostumbró pronto a ser el rey. Allá donde iba intentaba imponer su visión de las cosas. Vivió en Horta. Llevaba la deconstrucción de los objetos en su mente desde mucho antes de ser consciente de ello. Pintó burdeles catalanes que algunos piensan franceses. No quería saber nada de Málaga, decía, pero aquella ciudad industriosa e innovadora de su infancia, población de fuertes contrastes, luminosa y llena de humeantes chimeneas a un tiempo, inoculó en su sensibilidad la inevitable modernidad del siglo XX, la ruptura, el grito. Pablo fue siempre ese niño mimado y egoísta, fuerte, de mirada única.
Unos bárbaros —los bárbaros del presente viven entre nosotros (desprecian todo lo que no ven en una pantalla)— se han dedicado a despegar la imagen que TVBOY creó de Pablo. Ya le falta todo el hombro derecho. Otras imágenes de la serie, las de Pepa Flores y Antonio Banderas, también han sido agredidas.
Los murales peligran.

lunes, 6 de julio de 2020

La historia universal, de Ali Smith


Ali Smith (Foto: elplural.com)

            Se trata de un libro de relatos, doce en total, cada uno situado temporalmente en un mes del año. La acción transcurre en época contemporánea, característica que, unida a la sencillez del lenguaje —sencillo no quiere decir poco trabajado, solo libre de artificios o rebuscamientos—, hace su lectura muy fácil y entretenida. Los protagonistas de las narraciones son invariablemente mujeres, mujeres que aman mujeres, árboles y libros, no necesariamente en ese orden. Lo mejor de La historia universal es, a mi entender, el dominio de los puntos de vista narrativos. La mayoría de los cuentos contienen un cambio del mismo a mitad del relato que nos ayuda a comprender mejor la complejidad de las relaciones humanas. Son destacables los titulados Rápido, Mayo, Créeme —los tres centrados en relaciones amorosas— y, sobre todo, Paraíso. En este último se cuenta la historia de las hermanas McKinlay, cómo trascurre su vida en Inverness, lugar de nacimiento de la autora, cualquier cosa menos un paraíso a juzgar por su lectura. El club de lectura cuenta la nula relación de los padres de la narradora —en este, como en otros relatos, un alter ego de Ali Smith (1962)— con la literatura y los libros, y las resistencias familiares que tuvo que vencer para poder estudiar y llegar a ser quien es. El primero de todo el libro, ambientado en el mes de febrero, se titula La historia universal. Transcurre en una librería de libros usados. Por momentos, uno no sabe quién lo protagoniza, si la librera, una mosca común, Mia Farrow o Scott Fitzgerald. Sencillamente antológico.  

Ali Smith, La historia universal y otros cuentos, Madrid, Nórdica, 2019. [The Whole Story and Others Stories, 2003]. Traducción de Magdalena Palmer.

domingo, 5 de julio de 2020

Todo pasa en Tel Aviv



            Al fin, después de la travesía del desierto, van abriendo los cines. Acude muy poca gente, solo los incondicionales de la pantalla grande. El ritual ha cambiado. El portero te toma la temperatura con uno de esos termómetros cuyo uso te hace sentir apuntado por un arma, luego chequea la entrada con un lector de código de barras y, tras indicarte amablemente dónde está tu sala, te recuerda el uso obligatorio de la mascarilla durante toda la estancia en el establecimiento. Cero contacto, relajación nula. El ambigú está cerrado, no puedes tomar nada, y tampoco tienes a tu disposición hojas donde leer un poco sobre la película mientras empieza la proyección. Ir al cine durante la pandemia es un profundo acto de fe.
            Este fin de semana, convenientemente enmascarado, he podido ver Todo pasa en Tel Aviv. Se trata de una divertida comedia con muy buenas intenciones. Uno se pregunta desde hace mucho tiempo hasta cuándo va a durar el conflicto entre palestinos e israelíes y sueña con su final. El director y coguionista de esta película ha vivido en sus carnes el conflicto desde su nacimiento e intenta con este bonito cuento mostrar una vía de entendimiento entre ambos pueblos, un espacio completamente alejado de las ametralladoras y las personas-bomba: el arte. Sé que existen empresas artísticas donde se coaligan israelíes y palestinos, como orquestas mixtas y grupos de artistas plásticos. La película muestra otra vía, la cinematográfica. Ninguno de los personajes protagonistas, Assi, el militar israelí, y Salam, el palestino guionista accidental de una serie televisiva, parecen conscientes de ello, pero la relación que establecen muestra el camino para la terminación del conflicto. El paso siguiente tendrá que ser la formación de parejas mixtas. Solo la creatividad y el amor acaban con las luchas. Parafraseando el conocido mandato de los sesenta, paz, amor e imaginación.
            Kais Nashef, actor palestino, encarna a Salam, el protagonista. Nashef realiza un papel tan convincente que uno acaba enamorándose de un tipo tan desastroso, en apariencia un incompetente sin remedio. Yaniv Biton, israelí, encarna a Assi, el típico militar incapaz de mostrar la humanidad oculta tras tanta marcialidad y disciplina. Ambos bordan sus papeles. Lo mismo podría decirse de todos los secundarios, entre los que cabe destacar a Maisa Abd Elhadi, que encarna a Mariam, novia de Salam, una actriz de profunda fotogenia y buenas dotes actorales, y al sólido y veterano Nadim Sawalha, en la película Bassam, tío de Salam.
            Película bondadosa, optimista y muy recomendable.   

Todo pasa en Tel Aviv (Tel Aviv on Fire). Luxemburgo, 2018. En la producción intervinieron empresas de varios países. Dirigida por Sameh Zoabi.

viernes, 3 de julio de 2020

Vendeja 4. Chiquito de la Calzada


Chiquito por TVBOY. Técnica mixta

            Nacido después de los dolores, Gregorio era un mago de la pausa, del impulso interrumpido. Llegado a la televisión, entonces el mejor medio para difundir algo, con más de sesenta años, revolucionó a todos con su energía, sus silencios, sus arranques y sus grititos de ratón generoso. Se hizo famoso siendo él mismo. Consiguió que todo el país riera como llevaba años sin hacerlo: reían sus colegas comediantes, reían los telespectadores, los técnicos de los estudios de grabación, hasta aquel señor tan mustio del sexto B reía. Nos emocionó como solo puede un artista en su Papá Piquillo, abuelo amantísimo de los niños que nunca tuvo. Gregorio atesoraba la sabiduría de los puertos de mar y el salero de la tierra malagueña. Le echamos de menos.

jueves, 2 de julio de 2020

El año que nevó en Valencia, de Rafael Chirbes


Foto V. Espuny

Relato, en primera persona, de las sensaciones experimentadas por un niño de siete años durante un día de invierno de 1956 en Valencia. Ese día se celebra una fiesta de cumpleaños a la que acuden todos los mayores de la familia. El narrador la vive de la manera ignorante del mundo adulto que suelen vivir los niños, su conocimiento limitado con el fin de evitar la indiscreción natural que acompaña esa etapa de la vida. Y quizá, también, las preocupaciones y el sufrimiento. Los infantes conocen solo una parte de la historia. El niño de El año que nevó en Valencia, el mismo Rafael Chirbes (1949-2015) se supone, advierte comportamientos extraños, llenos de misterio, que solo el paso del tiempo logrará explicar. Por ejemplo, las razones que llevan a celebrar ese año el cumpleaños del tío Pablo, de cincuenta y seis años, o el alejamiento de la madre del niño del tío Antonio, tan simpático con él, y su suplantación por un señor ajeno a la familia. El texto, de apenas cuarenta páginas, está cuajado de referencias a esos temores y a todas esas angustiosas preguntas que suelen hacerse los niños más sensibles, a menudo dolidos por la falta de confianza de los mayores en ellos. Interesante.
  
Rafael Chirbes, El año que nevó en Valencia, Barcelona, Anagrama, 2017.

miércoles, 1 de julio de 2020

El Don apacible, de Mijaíl Shólojov


El Don (Foto: Anatoly Terentiev)

            Primera novela de la serie que cuenta la vida de los cosacos del Don en las primeras décadas del siglo XX. El personaje principal, protagonista clásico, de virtudes heroicas, es Grigori Mélejov. Es un joven fuerte, guapo y noble. La mayor parte de la novela transcurre en las cercanías del Don, río ya apacible por estar en su época de madurez, pero sujeto a la gran transformación invernal de las corrientes fluviales en climas fríos. El Don es uno de los principales personajes de la novela, tiene entidad propia, casi humana. Muchas de las imágenes que construye el autor para referirse a él sugieren personificación y delicadeza.
            Básicamente, El Don apacible cuenta la historia del triángulo amoroso formado por Grigori, Axinia y Natalia. Como telón de fondo aparecen hechos históricos y, lo que resulta muy interesante, la descripción, a menudo detallada, de las costumbres —vestimentas, recetas, comportamientos de cortejo, labores agrícolas, etc.— de los cosacos del Don. El caballo, animal sin el cual estos no se entienden, tiene una presencia continua. Los animales son descritos con amor pero, al igual que los tipos y las conductas humanas, de una manera siempre matizada por la brutalidad propia de culturas primitivas, basadas en el vigor físico. Grigori, no obstante, es una persona de buenos sentimientos, capaz de sentir empatía por los seres que sufren. A pesar de la agresividad que a menudo flota en el aire, la novela contiene un elogiable mensaje antibelicista. Son también muy dignas de mención las abundantes descripciones de fenómenos atmosféricos que ayudan a imaginar la grandiosidad de las estepas rusas o la belleza de los amaneceres invernales. O el azote del frío extremo. Su lectura es toda una experiencia.
            El estilo es realista, muy clásico en la forma de contar. Se debe destacar también la facilidad que posee el autor para mantener la atención del lector, sobre todo en la última parte de la obra, cuando el relato da hábiles saltos de escenario en momentos de graves crisis, de máxima tensión, de debilidad del personaje. Es una novela de aventuras con la que disfrutar como se hacía en la adolescencia, capaz de mantenerte despierto hasta la madrugada. Pero también de concienciación social, de crítica a un sistema ya obsoleto que estaba a punto de reventar por las costuras.
            El presunto autor de la novela es Mijaíl Shólojov (1905-1984). Hay algunas dudas sobre su autoría, tema que aún levanta pasiones. Shólojov, nacido y criado junto al Don, se mostró como uno de los puntales intelectuales de Stalin y apoyó el castigo de autores represaliados cruelmente, como Boris Pasternak. Esto le creó poderosos enemigos en el campo de las letras rusas, un mundo visceral y apasionado como pocos. Mijaíl Shólojov recibió el Premio Nobel de Literatura en 1965. En cualquier caso, sea o no suya la novela, esta merece una lectura atenta y demorada. El texto tiene sabor a épica clásica, a combate homérico.

Mijaíl Shólojov, El Don apacible, Barcelona, RBA, 2009. Traducción de José Laín Entralgo.