jueves, 1 de octubre de 2020

El Crack-Up, de F. Scott Fitzgerald

 

Zelda y Scott en 1921 (Getty Images)

            Se trata de una recopilación de textos de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) y Zelda Fitzgerald seguidos de dos artículos escritos por Glenway Wescott y John Dos Passos tras la prematura muerte de Fitzgerald. La dramática vida de este novelista norteamericano se asemeja a la de otros autores que eligieron parejas mentalmente inestables y fueron demasiado amigos de la botella, mezcla que suele llevar a la excelencia artística y a una muerte temprana. A veces los creadores se ven atraídos por la forma de ser de personas aquejadas de disfunciones mentales, poseedoras de una visión de la vida muy distinta a la de los demás. También suele ocurrir que su existencia vaya unida a la de su pareja, y cuando esta, ya a una edad, empiece a necesitar tratamientos drásticos o internamientos en clínicas siquiátricas, la actividad creadora del autor, o autora, se vea muy resentida por ello. En este caso la influencia fue recíproca. Ambos eran personas que se salían de la norma y, tras el primer éxito editorial importante de Fitzgerald, A este lado del paraíso (1920), los dos vivieron una década en la que fueron célebres por su excelencia artística —ella, además de pintora, escritora y bailarina, era elegante y muy libre para la época—, viajaron por los lugares más lujosos de Europa e intentaron vivir en una fiesta continua (principalmente Zelda porque Scott procuraba encontrar tiempo para escribir). Pero aquella vida acabó pasándoles factura, sobre todo a él, incapaz de estar sobrio y pensar con lucidez. Vistas sus vidas desde nuestra posición, alejados de ellos en el tiempo y con elementos suficientes, o al menos variados, para poder valorarlos e intentar entenderlos, uno puede tener la impresión de que todos esos problemas que aquejan a Fitzgerald y que tan patentes quedan en El Crack-Up, traumas pequeños, perfectamente salvables si se miran con el necesario distanciamiento, hubieran desaparecido por asimilación y comprensión con la ayuda de un buen psicoanalista.

De los textos que contiene el libro es muy difícil destacar uno. Algunos, como Ecos de la era del jazz (1931) y Mi ciudad perdida (1932), son de aconsejable lectura para los interesados en conocer cómo fue la vida en el Nueva York de los años veinte y principio de los treinta, cuando se dio una de las primeras revoluciones sexuales gracias a la existencia de los automóviles, el alcoholismo se extendió imparable por culpa precisamente de la Ley Seca (1920-1933) —no hay como prohibir un consumo para que este se vuelva más atractivo— y nacieron las flappers, de las que Zelda fue un ejemplo célebre. Lleva al señor y a la señora F. al número… (1934) y Subasta: Modelo 1934 (1934), artículos firmados por los dos, son muestras de la vida de lujos que la pareja llevó durante su época más boyante, cuando vivían en buenos hoteles europeos y no se privaban de capricho material alguno. Esta época está reflejada en Suave es la noche (1934), novela de Fitzgerald que tuvo mucho menos aceptación que El gran Gatsby (1925)—su estructura es menos convencional y su tono menos vitalista— y contiene ya significativas alusiones al mundo del cine, que en su versión sonora sería visto por el autor americano como la superación de la novela, a la que no auguraba demasiado futuro. Afortunadamente se equivocaba. Sus palabras son: «Ya en 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más vendiera en algo tan arcaico como las peículas mudas» (Encólese, 1936, pág. 118). En estas líneas parece adivinarse una de las características de Fitzgerald que más choca al lector exigente: su afán de hacer dinero a través de la literatura, de convertirse en un productor de best-sellers, quizá por la necesidad que siempre tuvo de ganar dinero para conquistar y mantener a Zelda, nacida, por cierto, en una familia muy acomodada y conservadora, de jueces y senadores. En cualquier caso, la obra de Fitzgerald es inseparable de su vida con Zelda, sin la cual no hubiera existido.

El libro acaba con Un nota sobre Fitzgerald (1940), artículo de John Dos Passos. Entre sus líneas encontramos llamativas verdades sobre la depauperación de la vida intelectual producida por la llegada del cine y, en general, de las pantallas, que el autor de la genial Manhattan Transfer (1925) supo ver con una antelación y una agudeza extraordinarias:

«Los escritores se enfrentan hoy con un problema de analfabetismo. Hace cincuenta años [1890] uno aprendía a leer y escribir o no aprendía nada. La lectura constante de la Biblia por cientos de miles de familias humildes manutuvo una base estable de personas que sabían leer y escribir y sostuvo a la literatura como un todo, y también a la lengua inglesa. […] Hoy las personas angloparlantes no poseen una educación clásica básica común semejante a esa. El nivel más profundo lo constituye la cultura visual y audible del cine, en absoluto es nivel literario. Por encima de él aparecen todo tipo de grados de analfabetismo». (pág. 164).

No sabe uno si leer o llorar. En cualquier caso, ahí queda el testimonio de unas existencias, las de Francis Scott y Zelda Fitzgerald, que vivieron con la intensidad de dos adolescentes huérfanos y adinerados y dejaron brillantes páginas para la historia de la literatura.

Y ahora, a seguir leyendo, vamos, anímese.

 

F. Scott Fitzgerald, El Crack-Up, Barcelona, Anagrama, 2003.

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