Zelda y Scott en 1921 (Getty Images)
Se
trata de una recopilación de textos de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) y
Zelda Fitzgerald seguidos de dos artículos escritos por Glenway Wescott y John
Dos Passos tras la prematura muerte de Fitzgerald. La dramática vida de este
novelista norteamericano se asemeja a la de otros autores que eligieron parejas
mentalmente inestables y fueron demasiado amigos de la botella, mezcla que
suele llevar a la excelencia artística y a una muerte temprana. A veces los
creadores se ven atraídos por la forma de ser de personas aquejadas de
disfunciones mentales, poseedoras de una visión de la vida muy distinta a la de
los demás. También suele ocurrir que su existencia vaya unida a la de su
pareja, y cuando esta, ya a una edad, empiece a necesitar tratamientos drásticos
o internamientos en clínicas siquiátricas, la actividad creadora del autor, o
autora, se vea muy resentida por ello. En este caso la influencia fue
recíproca. Ambos eran personas que se salían de la norma y, tras el primer
éxito editorial importante de Fitzgerald, A
este lado del paraíso (1920), los dos vivieron una década en la que fueron
célebres por su excelencia artística —ella, además de pintora, escritora y
bailarina, era elegante y muy libre para la época—, viajaron por los lugares
más lujosos de Europa e intentaron vivir en una fiesta continua (principalmente
Zelda porque Scott procuraba encontrar tiempo para escribir). Pero aquella vida
acabó pasándoles factura, sobre todo a él, incapaz de estar sobrio y pensar con
lucidez. Vistas sus vidas desde nuestra posición, alejados de ellos en el
tiempo y con elementos suficientes, o al menos variados, para poder valorarlos
e intentar entenderlos, uno puede tener la impresión de que todos esos
problemas que aquejan a Fitzgerald y que tan patentes quedan en El Crack-Up, traumas pequeños,
perfectamente salvables si se miran con el necesario distanciamiento, hubieran
desaparecido por asimilación y comprensión con la ayuda de un buen psicoanalista.
De los textos que contiene el
libro es muy difícil destacar uno. Algunos, como Ecos de la era del jazz (1931) y Mi ciudad perdida (1932), son de aconsejable lectura para los interesados
en conocer cómo fue la vida en el Nueva York de los años veinte y principio de
los treinta, cuando se dio una de las primeras revoluciones sexuales gracias a
la existencia de los automóviles, el alcoholismo se extendió imparable por
culpa precisamente de la Ley Seca (1920-1933) —no hay como prohibir un consumo
para que este se vuelva más atractivo— y nacieron las flappers, de las que Zelda fue un ejemplo célebre. Lleva al señor y a la señora F. al número…
(1934) y Subasta: Modelo 1934 (1934), artículos firmados por los dos, son muestras
de la vida de lujos que la pareja llevó durante su época más boyante, cuando
vivían en buenos hoteles europeos y no se privaban de capricho material alguno.
Esta época está reflejada en Suave es la
noche (1934), novela de Fitzgerald que tuvo mucho menos aceptación que El gran Gatsby (1925)—su estructura es
menos convencional y su tono menos vitalista— y contiene ya significativas
alusiones al mundo del cine, que en su versión sonora sería visto por el autor
americano como la superación de la novela, a la que no auguraba demasiado
futuro. Afortunadamente se equivocaba. Sus palabras son: «Ya en 1930 tuve la
corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más
vendiera en algo tan arcaico como las peículas mudas» (Encólese, 1936, pág. 118). En estas líneas parece adivinarse una de
las características de Fitzgerald que más choca al lector exigente: su afán de
hacer dinero a través de la literatura, de convertirse en un productor de best-sellers, quizá por la necesidad que
siempre tuvo de ganar dinero para conquistar y mantener a Zelda, nacida, por
cierto, en una familia muy acomodada y conservadora, de jueces y senadores. En
cualquier caso, la obra de Fitzgerald es inseparable de su vida con Zelda, sin
la cual no hubiera existido.
El libro acaba con Un nota sobre Fitzgerald (1940),
artículo de John Dos Passos. Entre sus líneas encontramos llamativas verdades sobre
la depauperación de la vida intelectual producida por la llegada del cine y, en
general, de las pantallas, que el autor de la genial Manhattan Transfer (1925) supo ver con una antelación y una agudeza
extraordinarias:
«Los escritores se enfrentan hoy con un
problema de analfabetismo. Hace cincuenta años [1890] uno aprendía a leer y
escribir o no aprendía nada. La lectura constante de la Biblia por cientos de miles de familias humildes manutuvo una base
estable de personas que sabían leer y escribir y sostuvo a la literatura como
un todo, y también a la lengua inglesa. […] Hoy las personas angloparlantes no
poseen una educación clásica básica común semejante a esa. El nivel más
profundo lo constituye la cultura visual y audible del cine, en absoluto es
nivel literario. Por encima de él aparecen todo tipo de grados de analfabetismo».
(pág. 164).
No sabe uno si leer o llorar.
En cualquier caso, ahí queda el testimonio de unas existencias, las de Francis Scott
y Zelda Fitzgerald, que vivieron con la intensidad de dos adolescentes huérfanos
y adinerados y dejaron brillantes páginas para la historia de la literatura.
Y ahora, a seguir leyendo,
vamos, anímese.
F. Scott Fitzgerald, El Crack-Up, Barcelona, Anagrama, 2003.
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