El autor (F.: agenciabalcells.com)
Uno de los principales dramas
vividos en Andalucía durante la segunda mitad del siglo XX —especialmente, por
su intensidad, entre 1950 y 1980— fue la emigración. Cualquier persona curiosa
puede comprobarlo en las estadísticas de población. Los pueblos andaluces del
interior no han llegado a desaparecer, no eran tan pequeños como otros muchos castellanoleoneses,
manchegos o aragoneses que sí han desaparecido, pero vieron cómo miles de
familias los abandonaban en busca de una vida supuestamente mejor. Los colegios
se vaciaron. Cada año, al comenzar el curso, los maestros verificaban la desaparición de varios de sus alumnos. Era un goteo, un chorreo a veces, imparable. Los andaluces partían
en busca de un sueldo bajo pero continuo durante todo el año, algo que no
tenían en Andalucía, donde el empleo era estacional, y con su esfuerzo y su
humillación levantaron, entre otros lugares, Cataluña. Allí, sobre todo durante
las primeras décadas, la gran mayoría de esos andaluces emigrados vivieron en
condiciones infrahumanas, primero en barracas y luego en bloques de pisos
levantados en pocos meses y sin ningún tipo de planificación ni servicios. Como
ha demostrado Manuel Peña Díaz, pueblos cercanos a Barcelona como La Llagosta, habitados
durante siglos por pequeños agricultores, vieron una inmejorable oportunidad de
enriquecerse dejando llegar a todas estas familias empobrecidas, dispuestas a
trabajar donde fuera y a vivir en míseras condiciones. Sus huertas o
pequeñas fincas de labor fueron vendidas a precio de oro para levantar
polígonos industriales y edificios de viviendas, que de la noche a la mañana
surgieron separados por calles aún de tierra y algunos de ellos sin
abastecimiento de agua durante meses. Los miembros de esas familias de
propietarios de los pueblos regentaban los ayuntamientos y se ocuparon de dejar
bien claro quiénes eran catalanes y quiénes no los domingos a la salida de misa
en los bailes de sardana, esos círculos cerrados, a veces excluyentes, y en
muchas ceremonias organizadas con planteamiento segregacionista. Los recién
llegados no hablaban catalán, no eran catalanes. Cuando uno lee sobre esos años
—algunos descendientes de aquellos inmigrantes han podido estudiar y han vuelto
la mirada con valentía y ánimo iluminador hacia esa época abominable—, piensa
en todas aquellas personas que se vieron obligadas a dar aquel paso en busca de
dinero y dignidad y a menudo encontraron sueldos de miseria y trato degradante.
Ellos eran murcianos, xarnegos, nunca
ciudadanos como los otros, dignos de las mismas consideraciones. No hay que generalizar, desde luego, pero Cataluña no
parece una tierra de agradable acogida, por desgracia.
De
ese drama humano tratan algunas de las mejores novelas de Juan Marsé
(Barcelona, 1933). Hace un mes comentaba La
oscura historia de la prima Montse y hoy le toca el turno a Últimas tardes con Teresa, anterior a
aquella. Esta me ha gustado más, si cabe, por su temática, puramente nacional,
sin veleidades parisinas, y sobre todo por la construcción del personaje
protagonista, Manolo Reyes, el Pijoaparte. Nacido en Ronda, guapo, bien
plantado, abandona un pueblo en el que no ve futuro y, después de recalar en la
Costa del Sol, donde trabaja de albañil y camarero, viaja a Barcelona, donde
vive su hermanastro. Allí es acogido a regañadientes y sobrevive como puede
protegido por un hampón homosexual ya mayor que se prenda de él nada más verlo.
La acción principal transcurre a mediados de los años 50. Atraído por las
mujeres, el Pijoaparte conoce a muchachas de la alta sociedad barcelonesa y
consigue enamorarlas gracias a su arrojo y, en general, a su atractivo
personal, concebido gracias a mil experiencias que no suelen estar al alcance
de los miembros de las clases acomodadas. El narrador, producto de un Marsé poseedor
de una aguda conciencia social y tal vez tocado por el resentimiento, realiza
una feroz crítica de los hijos de familias adineradas que, aquejados a su vez
de problemas de conciencia por el trato que reciben los obreros de las fábricas
de sus padres, simpatizan con las ideas comunistas. Los presenta como
universitarios que juegan a hacer la revolución, que corren delante de la
policía por puro deporte. Marsé no tiene piedad de ellos y, en un desahogo
verbal, los llama «señoritos de mierda» (pág. 331). El autor realiza también
una curiosa personación en su novela cuando se dibuja en ella como un coge
culos, un aprovechado que disfruta metiendo mano a las mujeres en el bullicio
de fiestas o verbenas. «Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de
pelo rizado, y siempre anda metiendo mano» —dice una muchacha a otra—. «El
domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si
quería algo de él, qué te parece el caradura» (pág. 360). Para el lector capaz
de trasladarse con éxito a la mentalidad de aquellos años, no ser históricamente
presentista, y considerar las cosas como eran en aquella época en España, no
como son hoy —cuando una persona así es inmediatamente denunciada a la policía—,
esta broma del autor puede resultar divertida. La venganza de ese coge culos
verbenero llamado Marsé recae en Teresa Serrat, el mayor objeto del deseo del
protagonista, y ese día la más guapa del baile. Pero no todo en la novela es crítica
social. Esta viene acompañada de un romance auténtico, límpido,
resplandeciente, de esos que solo se viven una vez, de los imposibles
socialmente pero basados en pura atracción física. Por último, destacar la
escena del primer amanecer en el cuarto de Maruja, donde el lector constata
hasta dónde llega la ambición inicial de Manolo Reyes, aún no atenuada por la
irrupción del amor, ese milagro.
En
cuanto a cuestiones técnicas, el narrador es muy clásico, omnisciente y en tercera
persona, pero muy efectivo. El último capítulo, al estilo de «Qué pasó con…»,
recuerda la forma de acabar alguna célebre novela decimonónica, como Los Maia, de Eça de Queiroz.
En definitiva, una obra de
forma muy clásica que trata pasiones de todas las épocas. Muy recomendable.
Juan Marsé, Últimas
tardes con Teresa, Barcelona, Debolsillo, 2015 (Edición levemente corregida
por el autor. La original es de 1966).
Manuel Peña Díaz, «La LLagosta: el catalanismo
franquista y la inmigración andaluza», en Andalucía
en la historia, nº 28, abril-junio de 2010, Centro de Estudios Andaluces (Sevilla),
págs. 28-31.
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