Robert Louis Sevenson
Entre los autores de ficciones que contribuyeron a conformar nuestro imaginario
infantil y juvenil se encuentra Robert Louis Stevenson (1850-1894). Todos
conocemos La isla del tesoro (1883),
que empezó a escibir —según cuentan— para entretenimiento de uno de los dos
hijos de Fanny Osbourne, su esposa, y El
extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), uno de los relatos
fundacionales del género de terror fantástico. Pero la obra de Stevenson no
acaba ahí, ni mucho menos.
Hijo
único de un señor abogado y constructor de faros, eligió un camino muy distinto
al de su padre, su abuelo y casi todos los hombres de la familia, también
constructores de faros. Prefirió ser artista. Esta elección, cuyos
requerimientos e inconvenientes describe de manera ejemplar en su Carta a un joven caballero que se propone
abrazar la carrera del arte (1888), condicionó su vida, es obvio, desde el
punto de vista material y afectivo. Hasta que vio publicada La isla del tesoro vivió con lo justo.
Nadie que pretenda enriquecerse debe dedicarse a escribir y, en general, a la
expresión artística. Esta, por definición, consiste en la realización de obras
más o menos materiales dictadas por el alma del artista simple y llanamente por
la necesidad que esta tiene de crear algo de la nada. El artista genuino no
mira qué es lo demandado por el público ni quiere jefes, horarios o sujeciones
de ningún tipo. Stevenson fue fiel a su elección. Vivió, además, de manera
desmesurada, sin tener en cuenta conveniencias, intereses o consejos no
pedidos. Murió joven, sí, pero una antorcha como la suya, suponiendo que todos
nazcamos con un combustible que quemar, una antorcha tan luminosa, no podía
permanecer mucho tiempo encendida. Su biografía es una obra de arte en sí misma.
En sus retratos vemos a un joven atractivo, de frente despejada, ojos soñadores
y manos de largos y finos dedos, hechos para tareas delicadas.
Durante
la época más fructífera de su vida, que comienza a partir de su encuentro con
Fanny Osbourne en 1876 y acaba en 1894, apenas veinte años, escribió catorce
novelas, siete libros de relatos, seis poemarios, cerca de veinte ensayos e
infinidad de textos menores. Nadie puede decir que Stevenson dejara de explotar
su potencial creativo, que se dejara llevar por la abulia o la melancolía y
dejase de escribir un solo día.
La
obra de Stevenson que me trae hoy es un libro de relatos titulado Las nuevas Noches Árabes (1882). Vino a
mis manos en el transcurso de un paseo entre casetas de libreros. Lo compré a
pesar de ser una edición barata muy mal presentada. Me había llamado la
atención desde el primer momento por su autor y por ser un título que aún no
había leído. Lo ojeé y parecía una buena traducción —ya sabemos los chascos que
nos podemos llevar con traducciones de autores muy conocidos—, así que lo
compré. La primera impresión sobre la mala calidad de la edición ha sido
confirmada durante toda la lectura por la cantidad de erratas que contiene,
pero todos esos pequeños inconvenientes han sido solo eso, pequeños
inconvenientes, fácilmente superables. De todas formas, los correctores de
pruebas de imprenta existen y también tienen que comer, digo yo.
Así
que comencé la lectura un poco reticente, desganado. Pero conforme pasaban las
páginas me iba viendo atrapado por el interés de las historias. Son relatos de
acción y aventuras, al más puro estilo de lo que necesita un espíritu joven.
Algunos de los relatos, más que relatos novelas cortas, sobre todo los dos
primeros, El club de los suicidas y La perla del rajá, poseen personajes y
atmósferas comunes. En ambos juega un papel muy importante la diferenciación
social. Stevenson refleja la sociedad que había conocida, muy clasista —la
propia de la época—, pero parece complacerse en acentuar o resaltar ese
clasismo. El club de los suicidas es
un clarísimo ejemplo, además, de cómo los europeos que vivían en la principales
capitales pensaban que habían llegado a la cúspide de una revolución
tecnológica, la vivida por los habitantes temporales del siglo XIX, testigos de
la extensión del ferrocarril, el teléfono, la luz eléctrica, la cámara fotográfica
y otros avances impensables años antes. Este relato, muy conocido, peca, para
mi gusto, de un extraño maniqueísmo, extraño porque no parece esperable del
talento de Stevenson, aunque está claro que así era de su gusto. Por un lado
príncipes y caballeros, personas sin tacha moral, y por otro personas de la
mayor abyección posible. El diamante del
rajá, parejo al anterior, tiene como virtud la expresión de antiguas
leyendas basadas en el carácter maldito de los objetos demasiado valiosos, seguramente
base inspiradora de La perla de John
Steinbeck. El siguiente relato, también de gran extensión, es El pabellón de las dunas. De este puedo
decir que me ha recordado, y creo que habrá inspirado, La piel fría, de Sánchez Piñol. El faro está presente en el
imaginario de cualquier conocedor de la vida de Stevenson y en la base de ambas
narraciones se encuentra la existencia de un grupo agresor muy numeroso y
terrorífico que asedia una casa defendida por pocas personas en una zona
deshabitada. Lean las dos obras, las dos recomendables, y hablamos. El pabellón de las dunas posee la
particularidad de estar escrito en primera persona, muy efectiva para el caso.
A continuación aparecen tres relatos ambientados en Francia. Los dos primeros, Cobijo por una noche y La puerta del señor Malétroit, lo están
en el siglo XV. Los dos son de lectura absorbente, de esa que uno no puede
cerrar el libro y se le olvida hasta que es la hora de comer. Los personajes
principales viven momentos muy apurados, necesitados de seguridad en ciudades
desconocidas o en condiciones extremas.
Ambos parecen inspirados en hechos vividos por el joven intrépido que había
sido Stevenson. Y, por último, La
providencia y la guitarra, un relato humorístico —algunos de sus párrafos
son desternillantes— en el que se mira con delicadeza la figura del cómico de
la legua y del artista mal considerado en general. No creo que olvide nunca la patética
figura del prepotente comisario de policía de Castel-le-Gâchis asomado a la
ventana de su habitación, el gorro de dormir animado por la ira y su cara
congestionada por un grito incapaz de salir. Este cuento, entrañable, de
divulgación muy necesaria para que sociedades supuestamente avanzadas aprendan
a respetar a los artistas, destaca también por la creación inolvidable de la
pareja formada por León Bethelini y Elvira, su mujer.
Solo
me queda animar a la lectura de esta obra de Stevenson, ahora de forma ya
explicita y concluyente, aunque debe hacerse, recuerdo, en otra edición: esta
es muy descuidada.
Robert Louis Stevenson, Las nuevas Noches Árabes, Barcelona, Plutón ediciones, 2017.
Traducción de Benjamín Briggent.
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