Alrededores de Osuna (Abril de 2016)
Son las once de la mañana de
un jueves de marzo. La calle, vista desde la ventana, presenta el aspecto de
una madrugada soleada. No hay nadie. Hace cinco minutos pasó un coche. Me asomo a la ventana y recorro las dos aceras con la vista. Allá, al fondo, veo venir
un peatón. Espero oculto tras los visillos para contemplarlo mejor. Es una
mujer. Ya no es joven. Calza deportivas y viste pantalones y chaqueta oscuros.
Camina con aire decidido. Lleva mascarilla blanca, guantes azules y una pesada
bolsa en las manos, quizá víveres para sus ancianos padres.
Me concentro en el vecindario,
en cada una de las casas. Sé quién vive en ellas. La gran mayoría pasa de los
setenta. Cuando llegaba el buen tiempo se ponían en la puerta para distraerse y, cuando pasabas, te saludaban con calor. Ahora ni siquiera se atreven a
asomarse. Yo tampoco lo hago. Respeto el confinamiento por ellos y, sobre todo,
por mí: me gusta sentirme miembro de una sociedad consciente y solidaria.
Es primavera. Las cunetas
deben estar repletas de flores. Pronto las amapolas se derramarán por los
sembrados con sus brochazos de color, como si fueran el rastro de un gigante
herido. Quizá en 2020 no contemplemos ese espectáculo, pero solo así podemos asegurarnos su disfrute en los años venideros. Amamos la vida.
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