Leer
el último de los libros escritos por alguien como Matute, una novelista
excepcional, un libro, además, inacabado a causa de la muerte misma, es una
experiencia que no todos los días se sufre, o se goza. El lector queda con la
incógnita de qué pensaba la autora hacer con Jovita, con Eva, con Berni o con
Yago, principalmente con los tres últimos, pues la pasión por la vida de Eva, recobrada
a la salida del convento, y sus relaciones con los hombres jóvenes que la
rodean son el verdadero impulso del relato, su pulsión principal, presente ya
en Los Abel (1948), la primera de sus
novelas. Pero además, el hecho de que Demonios
familiares fuera escrito con un pie de la autora en la tumba —durante su redacción, a los ochenta nueve
años, entró y salió varias veces del hospital aquejada de enfermedades ya
incurables— hace que algunas frases puedan ser leídas desde otra perspectiva.
Tal es el caso de «Sentía con fuerza la alegría incontenible de estar viva, aun
a pesar de la muerte que nos rodeaba por todas parte, como el cerco de un
asedio» (págs. 158 y 159), frase que alude en una lectura superficial a la
Guerra Civil, momento temporal de la acción, pero en una lectura más profunda
puede interpretarse como una intromisión de las experiencias del momento de escritura,
precisamente la que supone estar ingresada en un lugar rodeada de moribundos,
los hospitales, esos establecimientos sanitarios donde reina la muerte y a los que
es mejor no ir ni de visita.
Una
grata experiencia, en fin, esta lectura, que nos trae la postrera muestra del mundo de Ana María Matute, con su estética y su estilo tan cuidados como siempre.
Ana María Matute, Demonios familiares, Barcelona, Editorial Destino, 2014.
Imagen: La aurora rodeada de parte de sus
libros (Foto: Inés Baucells).
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