La
historia de la literatura ha sido vista por aquellos que se dedican a
estudiarla como una sucesión de estilos relacionados con los periodos
históricos y los avances de la humanidad, ni más ni menos que las otras expresiones
artísticas. Así, la llegada del periodo cientifista, que comienza en el siglo
XVIII y se afianza en el XIX tras la eclosión romántica, dio lugar a diversas corrientes
llamadas realistas, algunas de ellas, como el naturalismo, centradas en la explicación,
vía expositiva, de las peores lacras de la sociedad. Una de estas es la
prostitución. Considerada desde un punto de vista escrupulosamente humano, esta
actividad supone la cosificación de las personas y, por tanto, la pérdida de
valores y dignidades que solemos considerar inherentes a la condición humana,
como la libertad, el respeto y el derecho a la ternura. Hubo un tiempo, durante
la segunda mitad del siglo XIX y gran parte del XX, en que la sociedad europea
vio con buenos ojos la existencia de mujeres de gran atractivo físico y nula
preparación intelectual, aunque poseedoras de una excelente inteligencia
natural para el trato humano, capaces de tener rendidos a sus pies a hombres
acaudalados, los cuales ponían todo el dinero en sus manos. Esto, me dirá alguien,
ha ocurrido siempre y aún ocurre. Por supuesto, es fácil pensar en ejemplos
actuales.
Naná (1880), de Émile Zola (1840-1902)
surgió con el propósito de demostrar la importancia del medio y la genética en
el desarrollo de la personalidad. Se trata de una novela de más de quinientas
páginas pero de lectura absorbente si el lector está acostumbrado a las formas literarias de aquella época. Como demuestran los trabajos previos a la redacción
de la obra, que forma parte del ciclo de los Rougon-Macquart, el relato estaba
pensado casi al milímetro, de manera que Zola, durante la redacción, desarrolló
un programa ya creado. Esta forma de escribir, para mí admirable por la
voluntad y el talento que se necesitan, no es la seguida por otros grandes
novelistas, más intuitivos, que improvisan según se vayan abriendo puertas, o
vayan apareciendo posibilidades, durante el proceso de redacción. De la mano de
un narrador omnisciente el lector asiste en el primer capítulo a la
representación, en el Teatro de Variedades de París, de una opereta desde el
patio de butacas, unas horas en las que conoce a la mayoría de los principales
personajes. En el segundo se traslada a la residencia de la protagonista, que
acaba de iniciar su ascensión hacia la cúspide social gracias a sus artes de
seducción. En el tercero asiste a una recepción en casa de los Muffat,
importante familia parisina. En el cuarto vuelve a la residencia de Naná, donde
esta da una cena. En el quinto asiste a otra representación de la misma opereta
pero esta vez vista desde el interior del teatro: el lector sigue con pasión la
vida de la compañía, los encuentros y desencuentros de los actores y los
técnicos del teatro, las interioridades que se escapan al espectador desde el
patio de butacas, todo relatado con una atención por el detalle realmente
admirable. Naná sigue su vida erótico-amorosa, de la que es incapaz de
prescindir, como si lo suyo fuera algo estrictamente animal, instintivo y sin
freno alguno, a veces de manera ciega y nada interesada, enamorándose en ocasiones
de personas sin medios que simple y llanamente la chulean, se comportan con
ella como simples proxenetas. Este es el capítulo octavo. Aquí aparece la Naná
menos interesada, más débil, por la que uno llega a sentir pena. Pero he aquí
que Naná, cual ave Fénix, resurge de sus cenizas y recobra el lugar que ocupaba
para seguir viviendo de sus capacidades de seducción. Podría seguir contándoles
el argumento pero no se preocupen, no voy a hacerlo.
Uno
de las características más sorprendentes de la novela es la identificación de
la vida de la protagonista con aquella del II Imperio francés. Ambas coinciden
cronológicamente y son vistas de manera muy crítica, por su inmoralidad, por el
señor Zola, autor de una narración realmente admirable por el trabajo de investigación,
invención y escritorio que se adivina detrás.
Émile Zola, Naná,
ed. de Francisco Caudet. Madrid, Cátedra (Clásicos Universales), 2015. Traducción
de Florentino Trapero.
Imagen: interior del Théâtre des Variétés de Paris (viator.com).
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