H. G. Wells dejó para la
posteridad en La isla del doctor Moreau,
publicada en 1896, una llamada de atención sobre la capacidad de la humanidad
de manipular la naturaleza. Se trata de un relato de ciencia ficción en el sentido
estricto de la palabra: la acción transcurre en el momento de escritura, apenas
una década antes, no en un futuro más o menos fantástico y lejano,
circunstancia que solemos tener asociada a esta clase de novelas. La génesis de
esta obra de Wells solo se entiende como producto de los conocimientos de
biología del autor y de la revolución técnica y científica vivida durante el
siglo XIX, de una intensidad inimaginable para nosotros, quienes, endiosados
gracias a Internet, creemos vivir en una especie de pico de la inteligencia
humana, afirmación que no resiste un análisis serio. Vivimos un momento de
revolución de las comunicaciones y los soportes de conocimientos y datos, pero no de los conocimientos mismos.
Estos grandes avances son anteriores en su gran mayoría.
La
isla del doctor Moreau sigue la estela dejada por obras como Frankenstein (1818), de Mary Shelley, y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor
Hyde (1886), de Stevenson —entre otras novelas de interés que desconozco—,
relatos en los que la manipulación del organismo de los seres vivos desempeñaba
un papel principal. Son novelas en las que destaca el enfrentamiento entre la
bondad y la maldad y existe un científico en el desempeño de uno de los papeles
principales. A estos elementos se une, en este caso, la insularidad, el
carácter especial que da a una ficción cualquiera su desarrollo en un lugar
completamente aislado, alejado de alguien con quien comunicarse o a quien pedir
auxilio, como es el caso de Robinson
Crusoe (1719), de Defoe, o La
invención de Morel (1940), de Bioy Casares, una genialidad, esta última, recomendable
para cualquier apasionado de la literatura.
Desde
el punto de vista narrativo, uno de los mayores atractivos de La isla del doctor Moreau, sobre todo de
sus primeros capítulos, es la dosificación de la información que se proporciona
al lector, tan sabiamente administrada que el interés de este por saber más no
para de crecer. Otro de los alicientes de esta lectura es la lucha por la
supervivencia que tiene que entablar Edward Prendick, el protagonista y
narrador, personaje de llamativos rasgos autobiográficos. El punto de vista va
a ser siempre el suyo, el único posible para que la historia, difícil de creer
en otros labios, resulte verosímil.
El
carácter científico de la novela anuncia otras muchas, señaladamente una de
Mijaíl Bulgákov titulada Corazón de perro
(1925) —obra que admite lecturas muy variadas—, y prepara el camino para Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley,
y Rebelión en la granja (1945), de
Orwell. La familia Huxley, por cierto, está presente en La isla del doctor Moreau en la persona de Thomas Henry Huxley,
abuelo de Aldous y destacado darwinista. El fisiólogo británico aparece citado
por el protagonista como uno de sus referentes intelectuales, otro de los
rasgos propios de Wells usados para la creación de Prendick. En cuanto a las
características generales de La isla del
doctor Moreau, parece lógico pensar en la influencia de la fábula, ese
subgénero narrativo nacido en la antigüedad clásica en la que los animales se
humanizan, obras de Esopo, La Fontaine, Iriarte o Samaniego, que suelen ir
coronadas con una moraleja final. En este caso, y no sé si forzando el asunto
por un excesivo espíritu taxonómico, pueden entenderse como esa moraleja las
reflexiones contenidas en las últimas páginas sobre la bestialidad del hombre,
esa fiera que vive dentro de nosotros presta a saltar cuando se siente estimulada
por instintos ancestrales. Se trata de una novela pesimista pero visionaria: a la vista están
las guerras sufridas por la humanidad desde su publicación.
Imagen: Isla Gaua, al sur del Pacífico (earthobservatory.nasa.gov).
Víctor Espuny.
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