Fotograma de la película
Nunca he asistido a un
concierto como este. Ha sido un viaje en el tiempo sin necesidad de máquinas,
elixires o esfuerzos imaginativos. He llegado a una sala de cine, me ha sentado,
se ha apagado la luz y, de repente, me he encontrado en Los Ángeles en 1972
formando parte de un grupo de personas que entraba en una iglesia protestante,
no sé si baptista o de qué tipo porque no controlo ese mundo. Católica no era,
eso seguro. En la puerta había un cartel donde se avisaba de que se iba grabar con
cámaras el oficio religioso. Y durante apenas hora y media he asistido a la celebración.
Estoy seguro de que si las misas católicas fueran tan participativas y
creativas los templos estarían más llenos. Había músicos, instrumentistas y
cantantes, y entre estos últimos una cantante solista: Aretha Franklyn.
La cámara —habría mucho que
explicar si queremos entender por qué aparecen los cámaras y todo tipo de
técnicos de sonido en esta grabación pero para eso están los periódicos, donde
lo explican con profusión— se acerca a una Aretha Franklyn en la plenitud de su
potencia vocal, y está tan cerca de ella como nunca estuvo ninguna. Una Aretha
de piel tersa y azulada sombra de ojos, de extraña belleza. Y ves cómo Aretha se
entrega, se deja llevar por el excelente coro californiano que la acompaña, los
miembros del coro y del público entran en una especie de éxtasis contagioso y
acabas moviendo la cabeza con esa forma tan característica de afirmar que
tienen los fieles de estos cultos cuando escuchan palabras que les agradan. Y
dices amén, como ellos. Un predicador que acompaña a Aretha se emociona y sabe transmitir
al público esa emoción, e incluso fuerza a Aretha a subir aún más el
sentimiento que albergan sus canciones. Y Aretha da notas tan altas que parecen
imposibles, algunas salidas del pentagrama y puestas en lugares que nadie
esperaba, con un aire que a muchos puede recordar el flamenco, con unos
arranques que parecen imposibles y tienen algo de sobrehumano. Y Aretha suda y
su padre, un perfecto caballero de inglés pulido e inteligible, se levanta y le seca el sudor con
amor paternal. Y uno mira a su alrededor y se ve rodeado de personas peinadas a
lo afro, con bigotes, patillas largas, camisas entalladas y bigotes setenteros,
todos con ojos brillantes por la emoción, y sabe que está viviendo una época
irrepetible y un día crucial, aquel en el que Aretha Franklyn quiso volver a
cantar las canciones de iglesia de su infancia. Y sonríe, satisfecho.
Luego sale a la calle y se
encuentra en 2019. Y quiere volver a entrar en el cine.
Amazing
Grace. EE. UU., 2018. Dirigida por Alan Elliott y Sydney Pollack.
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