Wilde en Nueva York (N. Sarony, 1882)
Leer obras de teatro aporta
como una de sus recompensas inmediatas el poder disfrutar del relato dramático durante
un tiempo real equivalente a su representación. Esto, que puede parecer algo
insustancial, se vuelve realmente valioso si uno piensa en lo que le gustaría
asistir a la representación de la obra que está leyendo. Sin embargo, como uno sabe
que eso es imposible —al menos lo era en mi caso durante la lectura de la obra
ayer mismo—, se imagina saliendo de su casa y acudiendo a un teatro donde se
representa, en esta ocasión, La
importancia de llamarse Ernesto (1895). Se ve tomando
asiento, a ser posible cerca del escenario —también puede verse tomándolo
alejado del escenario si acude al teatro con ánimo de ver representado también el
teatro nuestro de cada día, de cotillear sobre quién ha venido y quién no, con
quién va ahora fulanita o fulanito y esas cosas que siguen siendo para muchos
la sal de la vida en sociedad—, y viendo en acción al mesurado John Worthing y
al juerguista, irónico y genial Algernon Moncrieff, que en el segundo acto
mantiene con la joven Cecily Cardew un diálogo sobre su posible compromiso que
seguro está entre los más creativos y absurdos del teatro convencional. Resulta
difícil no ver en él precedentes del teatro del absurdo de Eugène Ionesco o
similitudes con algunos de los pasajes de Alicia
en el país de las maravillas (1865), esta última, sin duda, una obra ideal
para público adulto que sepa leer entre líneas y ver más allá.
Leer obras de teatro posee
también la enorme ventaja de estimular la imaginación del lector, que se ve
obligado a visualizar todo: el telón, los decorados, la fisonomía de los
actores, el timbre de sus voces, la ropa que llevan puesta, su forma de
moverse, todo, todo menos los diálogos. Las acotaciones nos ayudan a imaginar
pero la creatividad del lector tiene que poner el resto. Esta genial obra de
teatro de Oscar Wilde (1854-1900) podría considerarse una comedia de costumbres
perfectamente adaptable a otro tiempo y lugar. Podría, por ejemplo,
trasplantarse a la Andalucía de inicios del siglo XX y darle un sesgo a lo Hermanos
Quintero, con un Argy sevillano y un Jack que viviese en un cortijo de su
propiedad cerca de Utrera y se hubiese inventado un hermano disoluto que
viviese en Sevilla al que tuviera que sacar de apuros de vez en cuando, un inexistente
hermano que podría llamarse Honorato para seguir con el juego de palabras
creado por Wilde: Ernest es a earnest, ‘formal, cumplidor’, como
Honorato es a honrado. Habría que hacer un buen esfuerzo para buscar
equivalentes de los chispeantes diálogos de la comedia de Wilde pero estoy seguro
de que alguien con talento, ganas y tiempo puede hacerlo.
Leer obras de teatro es, con
mucho, la mejor forma de pasar una fría tarde de otoño. Y más si se
trata de La importancia de llamarse
Ernesto, donde encontramos críticas chispeantes a instituciones tan
sagradas entonces como el matrimonio o referencias al movimiento de igualdad
entre hombres y mujeres, pujante ya en la Inglaterra de finales del siglo XIX.
Bien está saber de dónde venimos. También encontramos en esta poliédrica obra
claras muestras de influencia cervantina, presente en referencias quijotescas y
en el uso de la anagnórisis para la resolución del conflicto, técnica heredada
a su vez por Cervantes de la novela bizantina. A todo esto habría que sumar la
arrolladora personalidad del autor, víctima en sus últimos años de una
persecución inhumana, hoy día impensable en una sociedad civilizada.
Ya ven si hay razones para
leer teatro, para leer a Wilde. Seguiremos visitando a Bunbury.
Oscar Wilde, The importance of being Earnest. A Trivial Comedy for Serious People / La importancia de llamarse Ernesto. Comedia
trivial para gente seria. Ed. bilingüe. Traducción de Benito Montuenga. Anglodidáctica
editores, Madrid, 2011.
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