(Foto: Víctor Espuny)
Robert tendrá unos veinte
años. Viste ropas prestadas, disparejas pero limpias. Robert lleva los pelos
largos y poco cuidados. Parecen ásperos. Es alto, delgado. Tiene la piel
tostada por el sol y los ojos azules, sus grandes ojos fijos. Deambula por el parque
o por el paseo marítimo a cualquier hora del día y en cualquier época del año. Siempre
solo. En febrero, cuando los rayos del sol empiezan a calentar, aparece en la
playa muy de mañana y se sienta en la arena cerca de la orilla. Y mira fijamente.
Mira el mar. Horas y horas.
Robert subsiste gracias a los Ángeles
de la Noche. Un colega de la calle lo saluda en la cola y él esboza una sonrisa
que parece falsa, desconectada, como si no pudiese recordar quién es.
Robert chapurrea con fuerte
acento extranjero un español callejero. No nació aquí. Tampoco importa. Es como los gorriones: poetiza, con su presencia, las mañanas del paseo.
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