Francis
Scott Fitzgerald (1896-1940) conoció la época más vitalista de su país, la de
los rascacielos y los grandes inventos. Fue aquella en la que EE UU se convirtió
en la potencia que es hoy, pero entonces el país poseía el encanto de las cosas
primeras, la ilusión de la juventud. El escritor falleció justo al inició de la
Segunda Guerra Mundial y se ahorró todos las desgracias que trajo esta, entre
ellas, y con la llegada la guerra fría, el desembarco de una especie de cruzada
de la moralidad, en realidad llena de hipocresía, que aún está vigente. Fitzgerald
conoció el nacimiento del cine en libertad, vivió con intensidad los años
veinte, la llegada del cine sonoro y la creación y la consolidación de los
grandes estudios cinematográficos en la costa oeste. «Ya en 1930 tuve la
corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más
vendiera en algo tan arcaico como las películas mudas». Esta afirmación de
Fitzgerald contenida en Encólese,
artículo de 1936 recogido en El Crack-Up,
da idea de hasta qué punto llegaba la admiración del escritor norteamericano
por el cine, un mundo que conoció bien y refleja en El amor del último magnate. La novela, dejada sin terminar a la
muerte de Fitzgerald, está ambientada a mediados de los años treinta. Entones
Bel Air era un lugar apartado y Malibú un aldea de pescadores y de pobres casas
pintadas de colores. El protagonista, Stahr Monroe, es un hombre de cine, un
ejecutivo de gran capacidad, cuyas decisiones son muy respetadas por todos,
tanto por guionistas —tratados con muy poca consideración—, como por
directores, actores, actrices, etc. La narradora del relato, a veces de voz inconsistente
porque la novela quedó sin terminar, es hija de otro magnate del cine, que
sueña con estar con él, con poder amarlo, conseguir que él se deje amar. Pero
Stahr esconde una herida sentimental muy difícil de curar.
Lo
mejor del relato está en el primera parte, cuando se recrea la
actividad de los estudios, en especial cómo transcurrían los pases de los rushes, esto es, la copia de lo grabado
durante el día en los distintos platós o escenarios para ser revisado y
criticado por un equipo de expertos encabezado por el mismo Stahr. Para la
creación de su protagonista Fitzgerald debió inspirarse con toda seguridad en
alguien real, según parece en Irving Thalberg, jefe de producción de la Metro-Goldwyn-Mayer
durante la última parte de los años veinte y la primera mitad de los treinta,
hasta su prematura muerte. El autor describe con mirada crítica el tratamiento
que se daba a los escritores que se llevaban a los estudios para que ideasen
guiones a marchas forzadas —él, como Faulkner y muchos más, había pasado por la
experiencia— pero deja bien clara su admiración por la industria del cine en
general. A pesar de ello, y como persona inteligente, pone en boca de Stahr
estas palabras dirigidas a un guionista al que intenta aleccionar sobre cómo
hacer su trabajo: «Nuestras condiciones son los deseos de la gente, lo único
que nos exigen es que tomemos sus sueños favoritos y los disfracemos con todo
tipo de aderezos para devolvérselos después». (pág. 265). Creo que resulta
imposible describir mejor lo que es el cine comercial. Para los amantes de las
estrellas, la novela, inacabada, insisto, está repleta de ellas: Cary Grant,
Douglas Fairbanks, Gary Cooper, Spencer Tracy, Carole Lombard, etc., todos
jóvenes, vivitos y coleando. Aparece nombrado hasta Un perro andaluz, la inquietante película de Buñuel y Dalí, que
Fitzgerald atribuye únicamente a Dalí. El imaginario, desde luego, pertenece al
pintor de Figueras.
F. Scott Fitzgerald, El amor del último magnate, edición y traducción de María Lozano, Madrid,
Cátedra, 1997.
Imagen: De izquierda a derecha, Jean Harlow,
Irving Thalberg y Norma Shearer, esposa de Thalberg (citizendamepot.com).
Víctor Espuny.
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