David Alfaro Siqueiros, Autorretrato, 1945
Este año, como en todos los últimos meses de octubre, se han animado en los medios polémicas sobre el papel histórico de España en América. Quizá ha sido todo un poco menos traumático que en otras ocasiones, pues al menos no se han derribado o ensuciado con pintura estatuas de exploradores y frailes españoles, epidemia que ha surcado en las últimas décadas buena parte de la antigua América hispana, sur de los Estados Unidos incluido. Se trata de acciones llevadas a cabo por las mentes más agresivas y rudas, dispuestas a ejecutar visibles actos de vandalismo contra el patrimonio histórico artístico, como si de una violenta revolución se tratase. Este año algunos gobernantes de países centroamericanos fuertes, en particular México, exigen a nuestro país y a sus principales gobernantes testimonios públicos de solidaridad con ellos en la forma de petición de disculpas. Son gobiernos y gobernantes demagogos y populistas, que saben cómo tocar la fibra sensible del electorado, esa masa indistinta de personas fácilmente manipulables. Frente a Estados Unidos, potencia que, esa sí, y de verdad, influye en su vida económica y social, no se les ocurre levantar la voz, entre otras cosas por los intereses cruzados que los dos países poseen; con ellos no se atreven, no les interesa. Uno mira con nostalgia la época en la que México, país hermano nuestro —escribo en España—, estuvo gobernado por personas humanistas como Lázaro Cárdenas (1895-1970), que hizo posible, a finales de los años treinta y principios de los cuarenta, la acogida de decenas de miles de españoles que veían su vida en peligro si permanecían en España e, incluso, en Europa, y buscaban refugio por razones políticas. Gracias a los diplomáticos destinados en las legaciones y, en general, sedes diplomáticas mexicanas en Francia, pudo organizarse el viaje, y los exiliados españoles embarcaron desde puertos galos hacia puertos mexicanos. No olvidemos tampoco las labores humanitarias desarrolladas por personas también con nombres y apellidos, como Porfirio Smerdou (1905-2002), cónsul honorífico de México para Andalucía Oriental y el Protectorado Español, que desde su sede en Málaga, y dándoles acogida en su propia casa y en inmuebles que iba alquilando, logró salvar la vida de más de quinientas personas perseguidas por razones políticas durante la Guerra Civil, personas de uno y otro bando, sin distinción, pues cuando los nacionales entraron en Málaga Smerdou pasó a proteger a republicanos perseguidos. Uno de sus hijos, por cierto, casó con una sobrina del poeta y primoroso impresor malagueño Manuel Altolaguirre, dando por esa vía forma a la unión que debe haber entre nuestros países. Igual comportamiento tuvo el embajador de México en Madrid en 1936, Manuel Pérez Treviño (1890-1945), que logró dar refugio en las sedes diplomáticas del país azteca en la capital de España a más de setecientas personas, las cuales pudieron salir del país gracias a sus gestiones. Y todo esto a pesar de que el gobierno mexicano era claramente prorrepublicano: las consideraciones humanitarias debían estar —y estuvieron— por encima de cualquier otra, pues la situación de ciudades como Málaga y Madrid en los primeros meses de guerra fueron de un completo y peligroso desorden.
Últimamente se está criticando en España el uso de la palabra descubrimiento para referirse a la llegada de los españoles al continente americano. Basan su crítica en el hecho de que en aquellas tierras ya vivían personas, había pueblos enteros, culturas florecientes, y argumentan contra el uso de la palabra descubrimiento que ya eran tierras conocidas. Y no se puede negar que lo eran, sí, pero solo por las personas que vivían allí, no por los europeos. De ahí que lo vea de otra forma y considere su uso adecuado. El empleo de la palabra descubrimiento se explica por considerarlo desde el punto de vista de los habitantes del viejo continente, pues para ellos sí fue un descubrimiento. Esta falsa apreciación de las cosas se deriva, como muchas otras, del llamado presentismo histórico, de la costumbre de aplicar juicios y costumbres actuales al examen de conductas del pasado. Entiendo que la historia está en continua revisión, que las formas de pensar cambian, algo en el fondo saludable, índice de vitalidad cultural, pero de ahí a juzgar con parámetros actuales conductas del pasado, a veces de cuatrocientos o quinientos años atrás, va un mundo. Un ciudadano de un país hispanoamericano debe mirar a los españoles como lo que somos, sus hermanos, y no echarnos en cara la conducta de sus antepasados, antepasados de ellos, no nuestros. Cualquier persona criolla es descendiente de aquellos que viajaron en su juventud a las antiguas colonias españolas, ellos tienen en su sangre la sangre que maldicen, fueron sus antepasados los que actuaron allí de tal o cual manera, no los nuestros. Piénsenlo: se están maldiciendo a sí mismos. Este viciado revisionismo de la historia podría llevarnos a los españoles a pretender que los actuales italianos nos pidan públicamente disculpas por haber combatido y vencido a los habitantes de la Península Ibérica de época prerromana, a pedirles satisfacciones por sucesos ocurridos hace milenios. O, sin ir tan lejos, a ver en los franceses a enemigos nuestros, pues los ejércitos napoleónicos hicieron aquí de las suyas, como hicieron en media Europa. Y así —hasta llegar casi al presente—, franceses, belgas, austriacos, polacos, etc. podrían estar enfrentados a los actuales alemanes por la locura destructiva e imperialista que animó a los gobernantes germanos de los años treinta y cuarenta a propiciar los más horribles crímenes.
Todo es política. En ciertos países hispanoamericanos resulta posible obtener réditos electorales de estas reivindicaciones nacidas de los movimientos indigenistas, movimientos sanos, lógicos e ilustrativos, necesarios, pero que sacados de contexto y puestos al servicio de los astutos políticos se malean hasta perder su verdadera naturaleza. Enfrentándonos, nadie gana. El futuro nos espera: concedámosle una oportunidad.
Víctor Espuny.
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