Melodía para fagot al inicio de La adoración de la tierra
De Alejo Carpentier se ha escrito mucho,
aunque creo que no lo suficiente. En una época en la que nos hemos acostumbrado
a considerar autores eminentes a escribidores de tres al cuarto, de vocabulario
e imaginario muy reducidos, una época en la que la publicidad de las editoriales se
encarga de que consideremos genios homúnculos y mujercillas sin apenas preparación
ni talla intelectual, volver a autores como el escritor cubano se convierte para
algunos en una necesidad. De Carpentier no se sabe exactamente dónde nació, así
que no voy a ser yo quién lo diga, aunque él se consideró siempre cubano y
cubanas son su lengua y sus preocupaciones políticas y sociales. Vino al mundo
en 1904. Miembro de la clase privilegiada e hijo de personas extraordinariamente
preparadas para la Cuba de entonces, dominada por una burguesía provinciana e
ignorante, de ideas muy conservadoras, creció en contacto con personas del
pueblo, obreros, seres que no tenían dónde caerse muertos, la mayoría
marginados negros, y eso agudizó su sensibilidad social. Fue educado en casa, por
sus padres, que le crearon una base muy sólida de conocimientos humanísticos y
artísticos, sobre todo literarios y musicales. Inició estudios de arquitectura,
que no acabó, y escribió de manera constante sobre música, de la que fue un
gran entendido. Durante su juventud pasó largas temporadas en Europa y en otros
países sudamericanos, sobre todo en Venezuela. Volvió a Cuba tras la Revolución
de Fidel y ocupó cargos importantes en la administración nacional, sobre todo en
el cuerpo diplomático. Murió en Francia, en 1980, víctima de un cáncer.
La consagración de la primavera
fue la última de sus novelas. La he leído en su primera edición española, de la
editorial Siglo XXI (diciembre de 1978); había visto la luz originalmente un
mes antes y en México. En la edición de Siglo XXI ocupa 576 páginas de
renglones apretadísimos, sin apenas puntos y aparte y con los pasajes
dialogados diferenciados por guiones largos para indicar las distintas
intervenciones, pero dispuestos a continuación, sin cambiar de renglón. A la
vista de esto, y acostumbrados como estamos cada vez más a libros de capítulos
cortos, letra grande e interlineado generoso, uno tarda en conseguir desplazarse
gustosamente por esa prosa compacta, y no solo visualmente, pues el estilo de
Carpentier bebe en la forma de escribir barroca, que él consideraba un rasgo esencial
de la literatura hispanoamericana. En su momento, hace treinta años,
había leído su portentosa novela El siglo de las luces, que hizo que me
enamorara de su prosa, y últimamente había leído obras suyas más ligeras en la
forma, aunque no en el contenido, como el célebre cuento «Viaje a la semilla», pero llevaba tiempo sin leer una novela suya de tanta profundidad e
interés, obra a cuyo estilo uno tarda en habituarse pero que acaba echando de
menos una vez terminada, como si dudara de poder leer a continuación
un libro de tanta enjundia. De hecho, desde que lo acabé ayer por la tarde, he
sido incapaz de disfrutar del siguiente, uno del «fenómeno» Ignacio Martínez de
Pisón, que escribe como escribimos todos en la actualidad, para que nos
entienda hasta el menos preparado de los lectores. En ese afán de no dejar a nadie
atrás se ha producido un lamentable descenso de la calidad literaria.
Resumir La consagración de la primavera
resulta difícil, pero voy a aventurarme. Esta novela de Carpentier trata de los
intentos de una coreógrafa y exbailarina azerbaiyana, de nombre Vera, de
representar la obra homónima de Stravinsky, intentos de los que empieza a ser
consciente en La Habana después de haber pasado por Bakú, Petrogrado, Londres,
París, Valencia y Benicàssim, de haber vivido la Revolución soviética y la
Guerra Civil española y haber sobrevivido a graves dolencias sentimentales.
Esos intentos, y los avatares de la vida de Vera, están contados desde su punto
de vista y desde el punto de vista de Enrique, cubano al que conoce en Valencia
y con el que viajará a Cuba huyendo de la Europa tomada por el fascismo,
Enrique, personaje claramente inspirado en el mismo Carpentier, que quizá
tomó de su madre, de origen ruso, algunos de los rasgos que hacen posible el
personaje de Vera. Son dos puntos de vista narrativos en cierta forma opuestos
pero complementarios. Los dos, Vera y Enrique, se enamoran en principio de
personas de carácter analítico e inclinaciones intelectuales —Vera conoce a
Jean-Claude y Enrique a Ada en lugares donde se interpreta música y llaman sus
respectivas atenciones por estar tomando notas de la actuación—, pero tanto Ada
como Jean-Claude mueren o desaparecen en la maquinaria de destrucción de aquella
época, tan violenta, ella en Alemania, él en España mientras lucha en las
Brigadas Internacionales. Enrique va a Alemania a buscar a Ada y allí se traslada a la bella y literaria Weimar, donde le serán reveladas algunas de las crueles verdades de la
sociedad nazi. Los dos, Vera y Enrique, quedan solos y se unen. Su relación,
con los altibajos lógicos, se mantiene durante veinte años, desde finales de
los treinta hasta inicios de los sesenta, cuando el nuevo régimen cubano se
consolida tras la victoria de Playa Girón. Ahí acaba la novela.
Se podrían destacar muchas facetas
de la obra. Una de las más llamativas para mí es aquella referida al
tratamiento de la actividad intelectual y artística de los protagonistas, que
se codean con Hemingway, Picasso, los grandes muralistas mexicanos, Dalí, Buñuel,
los músicos de jazz más influyentes, Pau Casals, Anna Pavlova, Nijinsky, Manuel de
Falla y casi cualquier otro importante artista de la época que se le ocurra,
época aquella tan llena de guerras y atrocidades como de irrepetibles personalidades
creativas, sobre todo en el periodo de entreguerras. Toda la novela se ve atravesada
por el compromiso político de Carpentier, que siempre estuvo del lado de los
desfavorecidos.
Alejo
Carpentier, La consagración de la primavera, Madrid, Siglo XXI Editores,
1978.
Víctor
Espuny.
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