Rosa Chacel, su hijo y Luis Cernuda en los años treinta.
Se trata de una novela contada en
primera persona por un narrador homodiegético, tecnicismo al que debemos
acostumbrarnos los amantes del análisis de las obras de ficción. El narrador es
la misma Leticia, protagonista y poseedora del único punto de vista disponible.
Leticia escribe cinco meses después de la conclusión de los hechos narrados, y
da fin al relato justo el día de su décimo segundo cumpleaños. Ahí surge un
problema, algo que chirría un poco: la atribución a una niña de once años de
una voz narrativa adulta. Resulta poco verosímil que una persona tan joven
pueda poseer la madurez y la capacidad de penetración de Leticia, aun suponiéndola
inspirada en la misma Rosa Chacel, una superdotada en todos los aspectos
intelectuales. De naturaleza enfermiza, aunque acabaría viviendo casi cien
años, Chacel fue educada por su madre en su casa y vivió la pasión lectora
desde muy temprano, circunstancias, unidas a su carácter, a la suerte y a unas
oportunas relaciones sociales, que la convertirían en amiga y colaboradora de
Ortega, Juan Ramón, Altolagirre y otros españoles de mente privilegiada de las
primeras décadas del siglo XX. La novela, en realidad un cuaderno redactado por
Leticia (pág. 170), se supone escrita en alguna población de la Suiza de habla
germana, pero la acción transcurre en Valladolid y, sobre todo, en Simancas.
Uno de los principales personajes, don Daniel, es precisamente el director del célebre
archivo simanquino, en principio repertorio de documentos para uso exclusivo de
la administración, aunque abierto a los investigadores desde 1844.
El drama de la narración —pues no se trata
de una comedia— pasa preciosamente entre Leticia, huérfana de madre desde muy
pequeña y distanciada de un padre alcohólico y rudo; la esposa de don Daniel,
doña Luisa, que viene a sustituir a la madre que Leticia no tiene, y don Daniel
mismo, persona muy preparada intelectualmente, aunque de carácter misterioso y
oscuro, a quien Leticia admira como solo pueden los niños. Lo admira, sí, pero
también disfruta jugando con él, sacándolo de sus casillas, convirtiéndose así
Leticia en una lolita avant la lettre. La gran diferencia con la obra de
Nabokov, además del intelectualismo de la protagonista, está en el tratamiento
de las relaciones carnales, ocultas en el caso de la obra de Chacel, pues la
novela de la autora vallisoletana no muestra las acciones que dan razón de ser
al traumático final. La acción de la historia relatada en el cuaderno termina
con un episodio trágico no aclarado que tiene que ver con don Daniel y Leticia,
pues el relato nos inclina a pensar que don Daniel acaba sus días de manera
voluntaria por la imposibilidad de vivir la pasión prohibida y escandalosa que
siente por la niña. El valor de la obra está, pues, en un uso arriesgado pero efectivo
de las elipsis narrativas. Resulta mucho más definitivo lo que no se cuenta de
lo que sí.
La acción transcurre en ambientes sombríos,
marcados por la represión y, sobre todo, la ausencia de claridad en la
exposición de los sentimientos de la gran mayoría de los personajes. Los únicos
que se salvan de la quema parecen la esposa de don Daniel —profesora de música—,
y los miembros de la familia de Leticia que viven en Suiza: estos han podido
sustraerse al casticismo, la vulgaridad y la cerrazón de miras de la
carpetovetónica España descrita en la novela. La obra está ambientada a
principios del siglo XX.
Memorias de Leticia Valle vio la luz por primera vez en 1945 y en Buenos Aires. La he leído en la edición de Bruguera de 1985.
Clicando aquí puede leer otra reseña de una novela de Chacel.
Víctor
Espuny.
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