Rincón de la Mansilla de la Sierra hoy sumergida.
(Foto subida por Abilio Estefanía).
Ana María Matute (1925-2014) fue —es— una autora
muy destacada. Lo que más aprecio en su obra es el cuidado del lenguaje —cotrapesado,
limado, pulido, como si de un diamante se tratase— y la atención que dedica al
mundo de los niños.
Al igual que otros muchos escritores de
renombre, Matute no vivió una infancia lozana y llena de vigor, como suele
pasar en los niños. Su falta de salud la obligó al recogimiento, y este le
llevó a la hiperestesia, la lectura y la creación. Además, y a pesar de ello,
la infancia aparenta haber sido para ella un paraíso perdido: siempre defendió
con calor a la niña que vivía en su interior. Aunque nacida en Barcelona y
residente en Barcelona y Madrid, durante esa primera parte de la vida pasó
temporadas con sus abuelos en un pueblo de la provincia de Logroño (actual
comunidad autónoma de La Rioja) llamado Mansilla de la Sierra, un pueblo
entonces de quinientos habitantes. Se trataba de un lugar más saludable. Siguiendo
un proyecto de época republicana, el emplazamiento de Mansilla, donde confluían
varios ríos, fue elegido por los técnicos del medio fluvial para construir un
embalse que sumergiría la localidad y los escenarios donde la autora había
vivido, jugado y sido feliz. En los años cincuenta se construyó un pueblo nuevo
relativamente cerca del antiguo, a unos trescientos metros del embalse. El antiguo
quedó sumergido.
El motivo, inventado o no de este bello
libro de cuentos, es una visita al pueblo nuevo. Escrito en primera persona,
narrador además homodiegético, el libro posee un prólogo, y este comienza así:
«Después de once años, he vuelto a Mansilla de la Sierra, el paisaje de mi
niñez. El pantano ha cubierto ya el viejo pueblo, y un grupo de casas blancas,
demasiado nuevas y como asombradas, resplandecen en el verdor húmedo de otoño».
(Pág. 9). Todas las personas que han sufrido esa perdida, muchas, demasiadas,
saben lo que eso significa, pues la desaparición de los escenarios hace mucho
más difícil la recuperación de sensaciones y recuerdos. Pero Matute no es un
narrador cualquiera. Ella alberga en su interior esos recuerdos bien
conservados y, si no, los recrea, los literaturiza. La protagonista-narradora
de los cuentos juega con los niños del pueblo como si fuera uno más de ellos,
se ensucia, se mete en el barro, se hiere las rodillas y los codos como
cualquier otro niño, y uno no sabe si esas vivencias descritas responden a la
realidad recordada o a un deseo de haberlas vivido, pues al estar enferma puede
que estuviera un poco aislada de los otros niños. El caso es que estos se
yerguen como protagonistas destacados de los relatos. Son niños valientes,
orgullosos de su forma de ser, agreste, salvaje, pero también sumisa ante lo
que admiran. El padre de la protagonista es una especie de dios todopoderoso
para ellos. A él lo respetan y a él lo buscan para interpretar
ciertas facetas de la vida que no entienden, como si se apoyasen en ese adulto
privilegiado para mantener su mundo. Porque la realidad en la que viven los
niños de Mansilla, seres de imaginación aventajada, es distinta, mágica. Los
críos viven en un mundo donde todo es posible y al que muy pocos adultos tienen
acceso. De hecho, la protagonista narradora, que habla desde cierta lejanía
temporal, desde la edad adulta, solo puede acceder a ese mundo infantil gracias
a su hijo, que le acompaña en esa vuelta a Mansilla y hace de puente entre los dos
mundos. Su hijo —niño— puede ver y saber cosas que están vedadas a los adultos.
Todas estas ideas, tan entrañables y profundas a un tiempo, vienen a recordar
eso que escribió alguien que no recuerdo ahora, que vino a decir que la vida
acaba cuando acaba la infancia, pues después solo se malvive.
El río está formado por unos cincuenta cuentos cortos, de apenas tres páginas. Algunos no contienen acción, son más bien reflexiones sobre la vida de la Mansilla perdida, sumergida en el pantano. Están escritos con un preciosísimo prosístico casi juanramoniano, el lirismo lo impregna todo. Es una prosa demorada, trabajada, más adjetiva que sustantiva, elaborada de manera ejemplar, muy efectiva para desencadenar las emociones del lector. Los niños del libro son a veces contradictorios. Aparecen como seres delicados, pero también terribles y crueles, adaptados a una naturaleza en la que el lobo es el rey y los ejemplos que dan los mayores no son realmente de ternura. A pesar de ello, de que esos niños actúen de manera brutal con los animales pequeños, la protagonista los quiere, los respeta y se deja llevar por ellos hasta el punto de actuar ella también de manera cruel. Ella, niña de ciudad, es feliz viéndose aceptada por aquellos niños rurales y medio cimarrones, quiere ser como ellos.
Un libro que muchos mayores debían leer
para intentar reanimar ese niño que aún vive en su interior. (Si lo duda, rebusque
bien: igual lo tiene muy escondido).
Ana
María Matute, El río, Barcelona, Destino, 1972. (Esta es la edición que
he leído. Según creo, la obra se publicó por primera vez en 1963).
Víctor Espuny.
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