(Foto: El País)
Madrid. Madrugada de un frío
día de 1952. Aún quedan varias horas para que amanezca y ya está encendida
la luz del comedor en casa de la familia Ramón Moliner (Ramón es apellido).
María Moliner, de cincuenta y dos años y madre de cuatro hijos, aprovecha para
trabajar en el diccionario que está escribiendo antes de acudir a su trabajo
como bibliotecaria. La mesa ha desaparecido bajo los diccionarios, los libros,
los periódicos y los papeles desplegados. Una máquina de escribir ocupa el
lugar central y en ella teclea María con amor hacia el descanso de su familia.
A su marido, profesor de Física, no lo tiene cerca, está destinado en Salamanca
y se ven cuando buenamente pueden. Esa soledad, efecto también de su
retraimiento social tras la guerra incivil por el proceso de depuración que
sufrió en los años cuarenta —proceso que la rebajó sensiblemente en su
escalafón como funcionaria e hizo desparecer todos sus esfuerzos en pro de la
modernización y el enriquecimiento de la red de bibliotecas públicas españolas,
ella, que tan alejada estuvo siempre de las pasiones políticas—, la va ayudar
en su trabajo. María es una persona voluntariosa, tenaz, aragonesa para más
señas. Y tiene un plan. Quiere escribir un diccionario que nunca se ha escrito,
una especie de enciclopedia filológica que tenga entre sus funciones ayudar a
usar el español. Entradas de su diccionario como ser o estar serán de
gran utilidad para personas que aprendan el español como segunda lengua y no
tengan en la suya materna esas distinciones que tanto enriquecen nuestro
idioma. Otras, como verbo —que ocupa
en el diccionario más de cuarenta páginas y María tardó en escribir las
vacaciones completas de dos veranos—, serán un tratado de gramática en sí
mismas. ¡Dios, qué tarde se ha hecho! María tiene que salir para acudir a su
trabajo, pero antes recogerá todo el material desplegado sobre la mesa,
necesaria para que desayunen los hijos. Por la tarde, después de comer, volverá
a desplegar el material y a sentarse para trabajar en su diccionario. Y así
durante catorce años —el primer tomo de los dos de que se compone su obra se
publicará en 1966—, en realidad hasta su muerte, pues la autora no dejará de
añadir correcciones y mejoras a su diccionario hasta que esté en condiciones de
trabajar. Durante los primeros años solo sabían de su trabajo la familia y
alguna amiga, pero nadie del mundo de los filólogos académicos, miembros de
esos grupos cerrados y bastante inoperantes. Alguien apiadado de su esfuerzo
hizo llegar muestras de su trabajo a personas muy influyentes, el poeta y crítico
Dámaso Alonso entre otras, que quedaron realmente admiradas, tanto que
empezaron a moverse para conseguir que el diccionario fuera publicado. Cuentan
que cuando María supo que su candidatura como miembro de la Real Academia
Española, promovida tras la publicación del diccionario, había sido rechazada,
se sintió aliviada porque no se veía con fuerzas para hacer el trabajo de
tantas personas. Así era ella.
De
todo esto y de mucho más trata el libro de la señora Inmaculada de la Fuente,
cuya lectura recomiendo encarecidamente. No todos los exiliados salieron de
España.
Inmaculada de la Fuente, El exilio interior. La vida de María Moliner, Madrid, Turner
Publicaciones, 2018 (2ª ed., la 1ª es de 2011).
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