Libro
de amena y necesaria lectura. Su autor, de cincuenta y cinco años, tiene la
edad, los conocimientos y la capacidad suficientes para reflexionar sobre el
fenómeno de la adicción digital, patología muy extendida y que debe
preocuparnos a todos: puede que usted no sea adicto a las pantallas, pero
seguro que conoce alguien que sí lo es. Durante la lectura de La civilización de la memoria de pez
entramos en contacto con saberes espeluznantes, como la perversión que ha
sufrido Internet por el nacimiento y expansión de grandes corporaciones de fines
culturales, creativos o simplemente sociales en un principio —Google, Facebook,
Twitter, You Tube, Amazon, Netflix, etc.—, transformadas en agentes del capitalismo
digital puro y duro. Por mucho que digan los portavoces de dichas compañías,
las razones que las mueven no son nobles. Para captar nuestra
atención, ingrediente imprescindible de su éxito, han creado empresas
auxiliares, como el Persuasive Technology
Lab, cuya mecánica y motivaciones recuerdan épocas muy oscuras de la
humanidad. De ese lugar, existente desde 1998 en Palo Alto (California), han
ido saliendo las técnicas que han logrado hacernos adictos a las redes sociales
y, en general, al uso de las plataformas mencionadas más arriba. El idealismo
de los tiempos iniciales de Internet, cuando se pensaba que iba a ser un bien
para todos, ha dado lugar a una pesadilla que está causando estragos en las
mentes de muchas personas, sobre todo de las más jóvenes. La capacidad de
concentración ha desaparecido. Cualquier tarea de percepción que requiera una atención
cuya duración exceda de diez segundos resulta imposible de realizar para muchos.
Los dispositivos móviles que acompañan a los nativos digitales desde su
nacimiento se encargan de impedirlo lanzando continuas alertas visuales y
sonoras, que distraen. Algoritmos creados con intenciones aviesas, impedir que alguien
salga de una aplicación —piénsese en el caso paradigmático de Facebook—
condicionan nuestra libertad. Vivimos sumisos, la cabeza agachada, contemplando
la pantalla que llevamos en la mano. El cambio ha sido atroz en pocos años,
tanto que uno se pregunta en qué empleaba su tiempo antes de existir Internet.
Porque nuestro tiempo libre, de asueto, de vagancia, el más relajante, el que
nos permite dejar volar la imaginación y llegar a pensamientos únicos, es
precisamente el más codiciado. ¿Cómo vamos a consentir —se preguntan estos viles
ladrones de nuestro tiempo— que una persona que viaja en un autobús, o en el
metro, contemple el paisaje por la ventana o a sus compañeros de viaje y pueda
pensar en ellos, imaginar sus vidas, pueda reflexionar sobre la realidad real y no estar inmersos en la realidad virtual, por lo tanto, falsa,
que nosotros amablemente le ofrecemos? De ninguna manera —se responden—, y
gracias a la efectividad de sus técnicas de manipulación de la conducta humana
estos nuevos doctores Mengele han conseguido secuestrar la existencia de
millones y millones de personas, que viven una existencia irreal en un mundo
que no existe. Los datos sobre nuestros gustos y actividades que damos al
permitir las cookies de las páginas en
las que entramos al navegar, al dar likes,
al registrar nuestro estancia en lugares, al llevar conectado nuestro GPS, etc.
son usados por ellos para manejar nuestras conductas. Conscientes del daño que realizan en las
mentes de los más jóvenes, los directivos de esas enormes corporaciones
tecnológicas llevan a sus hijos a formarse en escuelas Tech free, libres de tecnología, porque saben que los dispositivos
digitales dañan sus mentes, las empequeñecen, las limitan. Mientras tanto, en
la mayoría de las zonas de países como España se sigue apoyando la
digitalización de los colegios, el acceso libre y beneficioso (¿!) de los
alumnos a la tecnología. Error, grave error. El camino debe ser el contrario.
Mientras no se consiga crear un marco jurídico que obligue a dichas
corporaciones a respetar las libertades individuales y a crear algoritmos que
apoyen la configuración de individuos dueños de criterios libres, misión lograda
hasta hace muy poco visitando esos lugares silenciosos e inspiradores llamados
bibliotecas, el acceso de la población infantil a las redes sociales tiene que
estar vetado. Va a ser, según Patino, una cuestión de salud pública, como el
dejar de fumar en espacios cerrados o, directamente, no hacerlo. Con el tiempo
se impondrán lugares libres de tecnología, él los llama santuarios, y franjas
temporales que nos permitan, por elección propia, estar al margen de todo ese
ruido digital que nos impide poder elegir. Que así sea (y nosotros lo veamos).
Bruno
Patino, La civilización de la memoria de
pez. Pequeño tratado sobre el mercado de la atención, Madrid, Alianza
Editorial, 2020. [La civilisation du poisson rouge: petit traité sur le marché de
l'attention, 2019]. Traducción de Alicia Martorell.
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