domingo, 6 de septiembre de 2020

La civilización de la memoria de pez, de Bruno Patino

 


Libro de amena y necesaria lectura. Su autor, de cincuenta y cinco años, tiene la edad, los conocimientos y la capacidad suficientes para reflexionar sobre el fenómeno de la adicción digital, patología muy extendida y que debe preocuparnos a todos: puede que usted no sea adicto a las pantallas, pero seguro que conoce alguien que sí lo es. Durante la lectura de La civilización de la memoria de pez entramos en contacto con saberes espeluznantes, como la perversión que ha sufrido Internet por el nacimiento y expansión de grandes corporaciones de fines culturales, creativos o simplemente sociales en un principio —Google, Facebook, Twitter, You Tube, Amazon, Netflix, etc.—, transformadas en agentes del capitalismo digital puro y duro. Por mucho que digan los portavoces de dichas compañías, las razones que las mueven no son nobles. Para captar nuestra atención, ingrediente imprescindible de su éxito, han creado empresas auxiliares, como el Persuasive Technology Lab, cuya mecánica y motivaciones recuerdan épocas muy oscuras de la humanidad. De ese lugar, existente desde 1998 en Palo Alto (California), han ido saliendo las técnicas que han logrado hacernos adictos a las redes sociales y, en general, al uso de las plataformas mencionadas más arriba. El idealismo de los tiempos iniciales de Internet, cuando se pensaba que iba a ser un bien para todos, ha dado lugar a una pesadilla que está causando estragos en las mentes de muchas personas, sobre todo de las más jóvenes. La capacidad de concentración ha desaparecido. Cualquier tarea de percepción que requiera una atención cuya duración exceda de diez segundos resulta imposible de realizar para muchos. Los dispositivos móviles que acompañan a los nativos digitales desde su nacimiento se encargan de impedirlo lanzando continuas alertas visuales y sonoras, que distraen. Algoritmos creados con intenciones aviesas, impedir que alguien salga de una aplicación —piénsese en el caso paradigmático de Facebook— condicionan nuestra libertad. Vivimos sumisos, la cabeza agachada, contemplando la pantalla que llevamos en la mano. El cambio ha sido atroz en pocos años, tanto que uno se pregunta en qué empleaba su tiempo antes de existir Internet. Porque nuestro tiempo libre, de asueto, de vagancia, el más relajante, el que nos permite dejar volar la imaginación y llegar a pensamientos únicos, es precisamente el más codiciado. ¿Cómo vamos a consentir —se preguntan estos viles ladrones de nuestro tiempo— que una persona que viaja en un autobús, o en el metro, contemple el paisaje por la ventana o a sus compañeros de viaje y pueda pensar en ellos, imaginar sus vidas, pueda reflexionar sobre la realidad real y no estar inmersos en la realidad virtual, por lo tanto, falsa, que nosotros amablemente le ofrecemos? De ninguna manera —se responden—, y gracias a la efectividad de sus técnicas de manipulación de la conducta humana estos nuevos doctores Mengele han conseguido secuestrar la existencia de millones y millones de personas, que viven una existencia irreal en un mundo que no existe. Los datos sobre nuestros gustos y actividades que damos al permitir las cookies de las páginas en las que entramos al navegar, al dar likes, al registrar nuestro estancia en lugares, al llevar conectado nuestro GPS, etc. son usados por ellos para manejar nuestras conductas.  Conscientes del daño que realizan en las mentes de los más jóvenes, los directivos de esas enormes corporaciones tecnológicas llevan a sus hijos a formarse en escuelas Tech free, libres de tecnología, porque saben que los dispositivos digitales dañan sus mentes, las empequeñecen, las limitan. Mientras tanto, en la mayoría de las zonas de países como España se sigue apoyando la digitalización de los colegios, el acceso libre y beneficioso (¿!) de los alumnos a la tecnología. Error, grave error. El camino debe ser el contrario. Mientras no se consiga crear un marco jurídico que obligue a dichas corporaciones a respetar las libertades individuales y a crear algoritmos que apoyen la configuración de individuos dueños de criterios libres, misión lograda hasta hace muy poco visitando esos lugares silenciosos e inspiradores llamados bibliotecas, el acceso de la población infantil a las redes sociales tiene que estar vetado. Va a ser, según Patino, una cuestión de salud pública, como el dejar de fumar en espacios cerrados o, directamente, no hacerlo. Con el tiempo se impondrán lugares libres de tecnología, él los llama santuarios, y franjas temporales que nos permitan, por elección propia, estar al margen de todo ese ruido digital que nos impide poder elegir. Que así sea (y nosotros lo veamos).

 

Bruno Patino, La civilización de la memoria de pez. Pequeño tratado sobre el mercado de la atención, Madrid, Alianza Editorial, 2020. [La civilisation du poisson rouge: petit traité sur le marché de l'attention, 2019]. Traducción de Alicia Martorell.

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