sábado, 24 de agosto de 2024

El hereje, de Miguel Delibes

 

Valladolid según Civitates Orbis Terrarum (1572)

            El texto que comienzo a escribir está pensado para todos los lectores, pero aquellos que aún no han leído la novela, y encuentran un particular placer en la trama de las narraciones, en saber qué pasará con el protagonista, deben evitar leerlo. Quiero añadir que no leí esta novela en su momento, a finales del siglo XX, por la mucha propaganda que se le dio. Entonces todo el mundo la leía, circunstancia que me hizo dudar de su calidad y seguir con lecturas alternativas a las que intentan meternos por los ojos. Ahora he de reconocer que su lectura vale la pena.

            El hereje (1998), novela del escritor castellano y vallisoletano Miguel Delibes (1920-1010), puede colmar distintas inclinaciones. Por un lado, la histórica. El hereje cuenta la vida de Cipriano Salcedo (1517-1559), personaje de ficción, y sus relaciones con personajes reales, todos, finalmente víctimas del auto de fe inquisitorial que tuvo lugar en Valladolid en mayo de 1559. Cipriano nace el mismo día que Lutero fija sus tesis en la iglesia del castillo de Wittenberg, hecho considerado, en general, como acto fundacional de la reforma protestante y condicionante de la vida de Cipriano. La sacudida que supuso para las sociedades centroeuropeas la irrupción de esa nueva corriente religiosa llegó en forma de ondas a España, principalmente, según parece, a Castilla, donde se crearon dos centros de difusión más vitales por ser residencia de personas viajeras e ilustradas: Valladolid y Sevilla. Ambos centros de propagación de las ideas protestantes serán fulminados el mismo año —1559— por medio de autos de fe en los que fallecieron individuos de las más altas clases sociales, incluso miembros importantes de la Iglesia. Fueron quemados en la hoguera vivos aquellos que no habían abjurado públicamente de la «falsa religión», y muertos, ejecutados por garrote vil instantes antes de darlos a la pira, aquellos que sí lo habían hecho. El escarmiento tenía que ser ejemplar. Ya no se trataba de moriscos o judaizantes, personas con poco relieve social, sino de miembros conspicuos de la sociedad. Según Marcel Bataillon en su magna obra Erasmo y España, medidas tan bárbaras se tomaron con la anuencia del papado, que veía en esos focos españoles un claro peligro de propagación de la falsa religión en la siempre fiel España, reserva de la fe. Los lectores saben como yo que en aquellos años finales del reinado de Carlos I se truncó el esplendoroso camino que llevaba nuestro país en el campo intelectual, cuando aún era posible la celebración de conferencias como la que tuvo lugar en Valladolid en 1527, el mismo año del lamentable saco de Roma, para dilucidar quiénes tenían razón, si los partidarios de las ideas de Erasmo o aquellos defensores de las doctrinas apostólicas y romanas, las más tradicionales, valedores a ultranza de las indulgencias, la confesión oral y todo el aparato ceremonial de la Iglesia de Roma. También por esas fechas, aunque más avanzado el siglo —en 1550—, se celebró en la ciudad del Pisuerga una junta de teólogos y pensadores donde se dilucidó la naturaleza de los indios de América, pues había una corriente contraria a considerarlos como personas y, por tanto, tan respetables como el resto de ellas, todos lo respetables, eso sí, que podía ser en aquella época cualquiera que no perteneciera al alto clero o a la nobleza, poco, la verdad. Cabe recordar también que en aquellos primeros prometedores años del reinado, Carlos I tenía cerca de él al lingüista Juan de Valdés y aún más cerca a su hermano Alfonso de Valdés —secretario del Emperador—, que dio a la imprenta obras tan definitivas en la crítica del papado romano como el Diálogo de Mercurio y Carón. Los dos hermanos eran entusiastas erasmistas, defensores de instaurar aires nuevos en la Iglesia, y el mismo Emperador, en su juventud, estuvo muy influenciado por las ideas de Erasmo. Luego todo se torció.

Pero la inclinación que más colma la lectura de la novela es la literaria. Decía Miguel Delibes que él era narrador, y por lo tanto constructor de hombres, paisajes y pasiones. También decía que era hombre de palabras, no de letras. Aludía con esta frase al origen oral de los relatos, contados por fabuladores —en la mayoría de los casos ayunos completamente de letras, analfabetos— desde tiempo inmemorial. Estas afirmaciones suyas, concentradas en un discurso de apenas seis minutos pronunciado en un acto académico ya al final de su vida, son tan lúcidas y exactas que no me he resistido a copiarlas aquí. Constructor de hombres, paisajes y pasiones. Teodomira, Minervina y, sobre todo, el mismo Cipriano Salcedo son creaciones que quedan impresas para siempre en el corazón de los lectores de El hereje. Pero sobre todo Cipriano. Desde que nace uno lo sabe en peligro. Su padre no lo quiere, lo detesta, lo llama asesino porque su madre muere de sobreparto cuando él nace. Es ahí donde aparece un ama de cría, Minervina, que va a estar toda la vida pendiente de él para protegerlo, y con quien Cipriano consumará el amor de la forma más freudiana que imaginarse pueda, uniéndose a una madre postiza que es su madre verdadera. Si esto lo añadimos a que en el momento de la consumación Cipriano es apenas un adolescente que ha pasado casi toda su infancia en una casa de expósitos por disposición de su cruel padre, la acción misma de la unión sexual con la persona que le ha dado el pecho y lo sacó adelante se vuelve más emotiva. Entre las actividades de los expósitos se encontraba obtener limosnas gracias a la exposición de cadáveres de supuestos familiares a los que era necesario enterrar. Esta costumbre, que hoy nos parece muy lejana por insalubre, tuvo continuación al menos hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando aún se practicaba incluso en Madrid. Decía también Delibes que era constructor de pasiones, ya lo hemos visto, y de paisajes. Es ahí, en el paisaje, en la descripción detallada que hace el autor de la naturaleza, de los riscos, los páramos, los animales y los sembrados, donde más pueden disfrutar las personas que viven en ciudades, alejados del campo. Aquí encuentra uno también la descripción de prácticas cinegéticas, como la caza de la perdiz con reclamo o del conejo con hurón, acciones que pueden parecer poco aptas para personas sensibles, pero que los cazadores asumen como naturales desde su infancia. Ambas han sido maneras de buscar el alimento desde que existe la humanidad, forman parte de nuestra cultura y aparecen descritas en los relatos fieles a la realidad, como este de Delibes, que ya sabemos lo cazador que era.

Mas hay que poner un pero a la novela o, mejor dicho, puede ponérsele un pero: el lenguaje de los diálogos. Este no resulta fiel al de la época, el siglo XVI. Entonces nadie decía, por ejemplo, «con escapadas frecuentes al entorno rural» ni «Wittenberg me sorprendió por su actividad editorial» (ambas citas de la página 30). El uso de estructuras sintácticas y palabras actuales está tan extendido en los diálogos de la novela que parece algo intencionado, aunque no tenemos al autor con vida para consultarle. De todas formas, pasadas las primeras páginas uno se sumerge de tal manera en la acción y las descripciones que se relaja y olvida esas presuntas imperfecciones. No voy a ponerle faltas a una obra monumental, como esta, escrita cuando don Miguel tenía casi ochenta años, fruto de un gran trabajo de documentación y de redacción tan esforzada que cobró al autor, como es sabido, el pago de su salud.

Cipriano Salcedo y sus nobles compromisos —consigo mismo, con sus compañeros de conventículo y con los olvidados por la fortuna—, van a tener siempre un lugar de privilegio en nuestro compartimentado corazón, cada vez más lleno de héroes literarios inolvidables.

 

Miguel Delibes, El hereje, Barcelona, Ediciones Destino, 2023. Prólogo de Víctor del Árbol. 441 páginas.

 

Víctor Espuny.

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