Imagen de Vilavella, Castellón. (C. A. D.)
El último libro de Manuel Vicent
llegó a mis manos de manera poco premeditada. Cuando lo vi en el escaparate de
una librería recordaba haber leído una excelente novela suya —Balada de Caín—
y haber disfrutado con la sensualidad de sus textos periodísticos, en los que
siempre había lugar para las sensaciones físicas, algo muy valorable en los
escritores. Así que me lo llevé. Ya en casa descubro que es un libro recién
editado, en mayo de este año. Además, su extensión es engañosa: tiene un poco
más de doscientas páginas, pero un buen número de ellas están en blanco por
acabar los capítulos en página impar y empezar siempre en par. Los capítulos, sin
numerar, son cortos en su inmensa mayoría, de solo tres páginas, siguiendo las
más extendidas normas de la escritura actual si quieres tener lectores, pues
parece que solo tenemos tiempo y capacidad de concentración para lecturas de
extensión muy reducida, en pequeñas pildoritas, quizá por la competencia del
abominable mundo digital. Hay un momento del libro de Manuel Vicent (1936) en
el que el autor se declara analógico, algo que también podemos decir algunos mucho
más jóvenes.
Una historia particular es
una autobiografía novelada en algunos pasajes, de eso no me cabe duda. Aunque
dudo mucho que el autor lea estas líneas, quiero hacerle llegar mi más sentido
pésame por la muerte de su hijo Mauricio (1963), corresponsal muchos años en La
Habana, persona que no aparece mencionada en el libro ni una sola vez. Vicent
habla de una hija y unas nietas, pero jamás de su hijo. La muerte de un descendiente
directo es uno de los sucesos de este mundo más difíciles de encajar. De todas
formas, ese fallecimiento es muy reciente —murió en junio de 2023— y puede que acaeciese
cuando el libro estaba ya en manos de los editores. Como decía, la inmensa
mayoría de los capítulos tienen solo tres paginas con dos curiosas excepciones:
el dedicado a los viajes y el dedicado a los perros que Vicent ha tenido en su
vida. Llama la atención que estas dos posibilidades de la existencia, la tenencia
de perros y la realización de viajes, sobre todo a destinos exóticos, sean dos
de las costumbres más extendidas de los humanos occidentales. El amor hacia los
perros de Vicent llega hasta el punto de escribir: «¿Qué otra cosa puede uno
esperar de la vida sino que al final una perra te sea fiel, te recoja la
pelota, te sonría cuando la acaricias y llore cuando te mueras?» (pág. 173).
Estas palabras son ciertamente inquietantes, muy desesperanzadas. ¿Para qué, o
mejor, dónde hemos quedado las personas en esta sociedad, tan fría, tan falta
de empatía?
Para un lector de mediana edad, los capítulos
del libro de mayor interés son aquellos centrados en el nacimiento y el
desarrollo de publicaciones como La codorniz y Hermano lobo (págs.
73 a 76); en la vida parlamentaria de los tiempos de la Transición, cuando los
comunistas entran por primera vez en el Congreso después de la muerte de Franco;
y, cabalmente, los últimos, aquellos que hablan de la forma más sabia de vivir
la vejez, estos, para mí, antológicos. Igualmente son recomendables, por
provenir de vivencias muy particulares, capítulos como el dedicado al
nacimiento de las galerías de arte contemporáneo en Madrid a finales de los
años sesenta y principios de los setenta (págs. 85 a 88), parte de nuestra historia
que finaliza con la irrupción de la galerista Juana de Aizpuru, persona de
empuje y carácter notables, promotora, como el lector sabe, de la feria de arte
contemporáneo ARCO.
Tras la lectura de Una historia
particular a uno le queda la sensación de que Manuel Vicent es un hombre
afortunado, que ha hecho de su vida exactamente lo que ha querido, pero a uno
le queda también como un incómodo frío metido en el cuerpo, y un raro sabor en la boca.
Manuel
Vicent, Una historia particular, Barcelona, Alfaguara, 2024.
Víctor
Espuny.
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