(Este artículo, con algunas variaciones, ya fue publicado anteriormente en otras páginas).
Fotografía de Deensel
Confieso mi admiración por la obra de
Antonio Muñoz Molina. Lo he leído desde muy joven y ha sido uno de los pocos
artistas que ha podido sentirse contrariado ante mi interés por hablar con él. El
otro fue Hilario Camacho. Les cuento.
Fue
a principios de los noventa. No recuerdo si iba hacia Madrid o venía de allí,
pero sí que viajaba en tren. Yo había leído ya Beatus Ille, El
invierno en Lisboa y El jinete polaco. Las tres novelas me
habían gustado, sobre todo la última. En aquella época Muñoz Molina se
prodigaba bastante en los periódicos, sobre todo en El País, creo,
y su imagen ya era conocida. Llevaba el pelo más o menos como ahora pero no
tenía gafas y lucía un frondoso bigote. Había visto su foto infinidad de veces.
Y viajábamos en el mismo vagón. Era emocionante.
No soy un cazador de autógrafos ni nada
por el estilo, pero los buenos artistas me pierden. Yo iba leyendo —bueno,
miento, no leía, solo estaba pendiente de él, tenía el libro abierto y poco
más— y él también. No recuerdo qué leía, pero sí el aspecto de su libro, una
publicación en papel biblia, muy fino, con los filos de las hojas dorados y un
marca páginas de tela. El recuerdo ya es lejano, han pasado unos treinta años,
pero creo que intenté hablar con él en la zona situada entre dos vagones. Era
un hombre alto, más de lo que imaginaba. Había salido a fumar, creo, y yo
también. Entonces, sacando fuerzas no sé de dónde porque soy muy tímido, le
pregunté, así, sin mediar presentación ni introducción alguna, si era Antonio
Muñoz Molina. Sé que era él, estoy convencido, pero él vería en mis ojos y en
mi forma de comportarme algo que le encendió la señal de alarma y me dijo que
no. Me dijo que no y se quedó tan pancho.
A pesar de aquella negación suya, muy
comprensible —no quería que un admirador inoportuno y pesado le diera el
viaje—, seguí leyendo sus novelas. Recuerdo Ardor guerrero, Beltenebros y Sefarad.
Ninguna como El jinete polaco.
Hoy quiero hablarles de su novela Tus
pasos por la escalera. Está escrita en primera persona. Es el punto
de vista del narrador-protagonista, el mismo que ocupa el lector: este lo sabe
todo a través de la mirada de aquel. La acción transcurre en Nueva York y
Lisboa. El protagonista lleva unos años en Nueva York y decide mudarse a la
capital portuguesa más o menos tras la primera victoria de Trump en las
elecciones norteamericanas. El lector vive con él el desembarco en una ciudad
tan distinta, sus problemas con el idioma, con los funcionarios municipales,
con carpinteros, electricistas y reparadores en general. Vive la admiración por
la luz de Lisboa, por las vistas de una ciudad de colinas sembradas de casas
blancas asomadas a una ancha lámina de agua azul. La acción dura hasta el mismo
año 2019. Lo prueba una referencia a la investigación sobre la forma en la que
murió el periodista Khashoggi (pág. 286). La novela es principal, y casi
únicamente, una historia de amor, un amor que lo llena todo de forma casi
obsesiva. Pero también es otras muchas cosas, como un intento de concienciar
sobre la necesidad de respetar la libertad individual y de hacer reflexionar
sobre los avisos del cambio climático. El protagonista, de nombre Bruno, acaba
de llegar a Lisboa, donde va a preparar una nueva residencia para él y su
pareja. Los dos están ya cansados de la vida en Nueva York. La llegada de Bruno
a la capital portuguesa precede a la mudanza y la preparación de la casa
mientras espera la llegada de Cecilia. Bruno solo tiene la compañía de Luria,
un perro muy inteligente, pero esta le basta. Durante el tiempo de espera, muy
indefinido —quizá semanas, quizá meses, quizá un año—, Bruno rememora los años vividos
en Manhattan junto a Cecilia, la incomodidad de aquella ciudad, tan estimulante
por otra parte, pero solo habitable durante unas pocas semanas de otoño debido
a lo riguroso de su clima. Resultan impresionantes, para los que tuvimos la
suerte de no estar allí aquel once de septiembre, los pasajes dedicados a la
forma en la que se vivió en la zona baja de Manhattan durante las semanas
posteriores al ataque a las Torres Gemelas, y curiosos los continuos
paralelismos que Bruno establece entre Nueva York y Lisboa, las dos ciudades
con monumentales puentes elevados cientos de metros sobre caudalosos ríos en su
desembocadura en el mar, el mismo océano, por cierto. Da la impresión, solo la
impresión porque ya sabemos que un literato puede ser ante todo un gran
mentiroso —O poeta é um fingidor—, que Muñoz Molina habla por boca de
Bruno en muchos pasajes y realmente está cansado de la vida en aquella ciudad
norteamericana, algo perfectamente comprensible para cualquiera que haya estado
allí y haya comprobado cómo lo tratan a uno en el JFK o cómo es el invierno, o
el pleno verano, en aquella ciudad de mercaderes, hormigón y acero.
Cecilia trabaja investigando en el
laboratorio las conexiones neuronales de los cerebros de animales y humanos. Es
una persona apasionada por entender todos los mecanismos cerebrales. Esa pasión
se la ha contagiado a Bruno, que nos transmite sus conocimientos sobre las
percepciones de los sentidos. Destaca, como ejemplar en cuanto a redacción, el
capítulo 25 (págs. 138-141), en el que se nos ilustra sobre la consideración
del paso y la medición del tiempo en distintas culturas y civilizaciones.
Y mientras les cuento esto, Bruno, sentado
junto a Luria, mira por la ventana y espera, los dos con la fidelidad obsesiva
de los canes. No se lo pierdan.
Antonio
Muñoz Molina, Tus pasos en la escalera, Barcelona, Seix Barral,
2019.
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