Para el español educado en la religión católica y con pocas lecturas en el ámbito de la historia de las religiones, el protestantismo ha sido siempre un terreno incierto. De ahí que lecturas como estas vengan a llenar un hueco en su formación. En Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, el historiador e hispanista británico Henry Kamen (1936) realiza un interesante paseo por los principales países europeos una vez surgido el fenómeno del protestantismo. Como el lector sabe, al menos de oídas, el protestantismo es de naturaleza proteica y fecunda. Una vez que Lutero alzó la voz contra Roma y el catolicismo a principios del siglo XVI, las escisiones, transformaciones y desvinculaciones del proyecto inicial fueron incontables. Luteranos, calvinistas, hugonotes, unionistas, trinitarios, antitrinitarios, anabaptistas, cuáqueros, socinianos, erastianos, anglicanos… Las denominaciones y las iglesias más o menos afortunadas nacieron durante los siglos XVI y XVII como la hierba después de la lluvia, de manera imparable y por todos lados de Europa menos en los países más señaladamente católicos, sobre todo en España. Aquí los herejes eran otros: los judíos y los musulmanes. En Castilla hubo conatos de protestantismo en el siglo XVI que fueron cortados de manera expeditiva por la Inquisición, hechos históricos recogidos de manera magistral por Miguel Delibes en su novela histórica titulada El hereje. La lucha contra el heterodoxo quedó aquí reducida a la persecución del islamista y el hebreo practicantes, demostrando una intolerancia poseedora de un componente racista y xenófobo que no existió en países como la actual Holanda, Inglaterra o los principados alemanes. Se podría argüir que sí, que la hubo, por ejemplo, en la persecución de irlandeses católicos por parte de los ingleses o de los españoles —católicos— por parte de los flamencos, pero en ninguno de estos casos se daba el componente racista. No existían grandes diferencias en la fisionomía, el traje o las costumbres entre británicos e irlandeses, o entre flamencos y españoles, pero sí entre cántabros y magrebíes, por ejemplo, diferencias que acentuaban el enfrentamiento, tanto —por la mala vecindad que hemos tenido— que continúa hoy. En los países protestantes hubo señalados pensadores que abogaron por la tolerancia, y con sus escritos, influyentes en sociedades donde la lectura de la Biblia en los hogares había potenciado la instrucción, consiguieron la extensión del irenismo, de un pacifismo bienhechor y humanista que acabó inclinando a la sociedad a la aceptación del venido de fuera y con pensamientos y religión distintos. A esto habría que añadir un factor aún más determinante: la sed de hacer negocios. El capitalismo, como sabemos, surgió en países protestantes y vino de la mano de los comerciantes. Muchos antes de las descomunales acumulaciones de capital producidas por la Revolución Industrial, de la que tanto habría que escribir, existió el enriquecimiento por el comercio. Los holandeses y los ingleses eran grandes navegantes y negociantes que ponían por encima de cualquier otra consideración el afán de lucro, lo que llevaba a mirar a los demás como posibles clientes, proveedores o socios comerciales, con independencia de la religión que profesasen. Además, algunas corrientes troncales, como el calvinismo, no consideraban censurable el préstamo con intereses, actividad considerada de hebreos en los países católicos, vetada para los cristianos. Los comerciantes de los países mayoritariamente protestantes no hacían ascos a tratar con cualquiera, para entendernos, ni tenían que acudir a un confesor porque sus escrúpulos de conciencia les decían que habían obrado mal. Tampoco tenían al otro lado del mar y muy cerca a unos pueblos que estaban dispuestos a asaltar sus puertos para quemar cosechas, vandalizar viviendas, secuestrar personas y pedir rescates por ellas. Cuando se expulsa a los moriscos a comienzos del siglo XVII, una decisión sumamente perjudicial para nuestra economía —sobre todo para los territorios de la actual comunidad valencia—, se consideró, entre otras razones aún más irracionales y poco pragmáticas, el carácter de los moriscos como quintacolumnistas, pues pensaban con seguridad que estaban en contacto con los otomanos asentados en Argel que pirateaban las costas levantinas. Kamen da las claves para entender las diferencias entre el sur, y el centro y el norte de Europa. Hubo también afinidades, por supuesto. En Inglaterra fueron quemadas por herejía cerca de trescientas personas en tiempos de María Tudor (1553-1558) y lo mismo podría decirse del reinado de Isabel I (1558-1603), cuando fueron condenados a muerte casi doscientos católicos, y otros cuarenta fallecieron en prisión. El avance de las posiciones tolerantes e irenistas, objeto principal del libro de Kamen, posibilitó la convivencia entre los fieles de las distintas religiones. Esto unido a los deseos de hacer negocios. En su obra sobre el libre comercio —Of a Free Trade (1648)—, Henry Parker escribía «que era obligación del Estado hacerse cargo de la religión y fomentar la libertad religiosa como un elemento esencial para comerciar sin trabas». Escribe Kamen que «los viajeros protestantes creían que la pobreza de España e Italia era consecuencia directa de su catolicismo intolerante, y que la creciente prosperidad de Inglaterra provenía de su actitud liberal hacia los disidentes» (pág. 218). Es posible que tuvieran razón, pero hay que entender las circunstancias de cada país, siempre determinantes.
Henry
Kamen, Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna,
Madrid, Alianza Editorial, 1987. Traducción de María José del Río.
Víctor
Espuny.
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