lunes, 3 de marzo de 2025

Viaje por España hasta el Sahara, de Matilda Betham-Edwards

 

La Torre de las Damas antes de su restauración a comienzos del siglo xx.

(Imagen de Torres Molina. Archivo del Patronato de la Alhambra y Generalife).

 

Leo desde que tengo memoria, cuando en las casas de campo aún no había luz eléctrica y mis padres me prohibían leer después del atardecer para no perjudicar la vista. Entiendo que sus intenciones eran buenas, pero yo me escondía para leer a la luz de una vela o una linterna de petaca y seguía ensimismado en la lectura. Como lector de historia, leo también revistas y estoy suscrito a algunas. Una de ellas, Andalucía en la historia, regaló, con el número de enero, un libro, y de este pretendo hablarles hoy. Se titula Viaje por España hasta el Sahara, de Matilda Betham-Edwards (1836-1919).

            No voy a narrar aquí la biografía de la autora: está en la red en varios lugares e idiomas, pero sí a resaltar sus rasgos principales. Nacida en el condado inglés de Suffolk, de pastor anglicano y granjero y de una mujer de familia amante de la cultura, Matilda se decantó claramente por la rama materna, tanto que quiso conservar el apellido de la madre, Betham. Se sintió muy inclinada siempre por Francia y por todo lo que se la evocase, y llegó a conocer el país galo mejor que la mayoría de sus habitantes. Hablaba correctamente inglés, francés, alemán y conocía algo otros idiomas, como el español. Escribió novelas, alguna de éxito, y libros de viajes. Vivió de la escritura y la hospitalidad de los abundantes contactos que tenía. Fue autodidacta. Era feminista y nunca se casó ni se le conocieron novios. A finales de 1868 emprendió uno de sus muchos viajes, en esta ocasión por España y Argelia. Iba en compañía de Bárbara Bodichon, una amiga pintora e importante activista del feminismo afincada en Argelia. El libro de hoy, Viaje por España hasta el Sáhara (Sevilla, Renacimiento, 2023) —traducido y prologado por María Luisa Venegas Lagüens—, es fruto de aquel viaje.

            Tenemos a las dos amigas en la estación de Biarritz, donde van a tomar un tren con el que se van a adentrar en España. Estamos en otoño. Las dos viajeras son relativamente jóvenes, se sienten fuertes y son valientes. Su equipaje no es precisamente ligero. Además de un número indeterminado de baúles, consta de «un botiquín, un baño de goma plegable, un cesto con provisiones (precaución que no hay que descuidar), dos o tres paquetes de libros, dos o tres fardos de cobertores, un maletín de cuero con material para bosquejar, varios blocs de dibujo de diversos tamaños, una bolsa de seda con agujas e hilos y, por último, un bolsón con innumerables adminículos diversos tales como cuadernos, prismáticos, pasaportes, tetera, bolsa de agua caliente, infiernillo, cojín inflable y zapatillas» (p. 42). Imaginen. Pasan la frontera el diez de noviembre. Ver la España de 1868 con ojos de una inglesa francófila, protestante y creyente en la leyenda negra puede ser algo muy ilustrativo. ¿Qué opinión de nosotros vierte esta señora en su libro? Creo que los lectores se la pueden imaginar si alguna vez han advertido la creencia en su superioridad de muchos británicos en relación a nuestro país. Con un paseo de poco más de un mes por Burgos, Madrid, Toledo, Córdoba, Málaga, Granada. Loja y Algeciras, Betham-Edwards se cree con elementos de juicio suficientes para tachar a los españoles de vagos, zafios, procrastinadores y el resto de adjetivos negativos relativos a la conducta que puedan imaginarse. Salva de la quema las catedrales de Burgos y Toledo, el museo del Prado, la mezquita de Córdoba y la granadina Alhambra, pero de las personas no parece defender a casi nadie. En Málaga —a la que califica de mal oliente, polvorienta y sucia— hace, sin embargo, una excepción. No tiene la consideración, de mencionar su nombre, pero habla elogiosamente de doña Trinidad Grund, «una joven y atractiva viuda adinerada que, al perder a su marido y a sus hijos de forma repentina, dedica todo su tiempo y dinero a obras de caridad» (p. 137). Habla de las escuelas para huérfanos que fundó la viuda del mayor de los Heredia Livermore y describe su funcionamiento con cierto detalle, inclinada a la benevolencia, creo, por el hecho de que las hermanas que gestionaban estos centros benéficos fundados por doña Trinidad eran francesas. Después de haber pasado unos días en cada una de las ciudades mencionadas, Matilda y Bárbara consiguen llegar a Gibraltar y tomar un vaporcito que las lleva hasta Gazahouet, entonces llamada Nemours, en la costa occidental de Argelia. Nada más llegar a la entonces colonia francesa todo es perfecto: todo está limpio, los niños se portan bien, todo es francés y civilizado. Los militares les hablan de las barbaridades —asaltos, robos y asesinatos— que cometen los marroquíes del otro lado de la frontera, pero Betham-Edwards pone siempre en duda sus palabras y prefiere escuchar a los colonos franceses que viven allí, con los que se entiende perfectamente y a los que atribuye opiniones muy favorables sobre la seguridad de los caminos argelinos. Desde Nemours viajan hasta Orán pasando por Tremecén, a la que pone por encima de Granada en cuanto a arte islámico. El libro acaba con la descripción de las aldeas destruidas por el terremoto ocurrido en el norte de Argelia a comienzos de 1869. Cuando escribe sobre Argelia hace a veces mención de los españoles que viven allí y del pasado hispánico de aquellas tierras, sobre todo de Orán.

            A pesar de la poca ecuanimidad de las opiniones sobre España de la autora, el libro posee pasajes aprovechables. Su contenido no puede compararse desde luego con el Manual para viajeros por Andalucía y lectores en casa (1845) de Richard Ford (1796-1858), que sí conoció bien Andalucía, sabía de lo que hablaba por llevar años aquí y recorrerla a caballo, pero aun así vamos a darle una oportunidad porque Betham-Edwards era novelista, y su mirada esteticista modela su prosa. Casi todos los viajes que las dos amigas realizan en tierras españolas los llevan a cabo en tren, dejando así testimonio del estado en el que estaba el ferrocarril español en sus comienzos. Elogian los vagones de primera clase para señoras, donde viajaron solas casi todo el tiempo. El trayecto entre Madrid y Toledo les llevó ocho horas (p. 87) y aquel entre Córdoba y Málaga, once (p. 131); no les miento, es lo que se lee en el libro. A su paso por las montañas, el tren de Córdoba a Málaga iba tan lento que «la mayoría de los pasajeros se bajaron y fueron caminando» (p. 131). De Granada a Málaga realizan la primera parte del viaje, hasta Loja, en el primer tren con pasajeros que recorrió la línea, viajaron el día de la inauguración. Matilda escribe de la Alhambra: «No hay lugar en el mundo como la Alhambra, tan elegante, tan perfecto, tan triste. No hay palabras para describirla ni lápiz para dibujarla. Se guarda en un lugar aparte en el corazón y la imaginación, como una segunda y dorada juventud que llega brevemente, nos hace felices y se marcha» (p. 160). Son varios los pasajes como este que contiene el libro, y solo por ellos merece ser leído.

 

Víctor Espuny.

           

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