sábado, 5 de agosto de 2023

Cuando fuimos árabes, de Emilio González Ferrín


Hace cuatro años perdí la entrada a mi blog El sendero perdido. El nombre era premonitorio, desde luego. Quién me iba a decir, cuando estaba escribiendo una reseña sobre Crónica del rey pasmado, de Torrente Ballester, que aquella iba a ser su última entrada. Ahora mismo, y desde entonces, funciona como si yo hubiera fallecido y no hubiera querido eliminarlo antes. El sendero perdido contiene más de doscientos cincuenta artículos, escritos y publicados durante seis años. No son excepcionales, pero son mis obras. Publicar en blogs propios tiene la gran ventaja de poner a tu disposición un acceso a los textos para corregirlos, facilitando ese proceso de mejora continua que los textos escritos necesitan y merecen. Siempre que el acceso no falle, claro. Tras la pérdida del acceso al blog no me quedé parado y opté por abrir uno nuevo, en el que escribo en este preciso momento. Hoy empiezo a reeditar los textos de El sendero perdido que considere oportunos. De esa forma podré corregir lo que vea en ellos mejorable. Comienzo con la reseña de un libro excepcional: Cuando fuimos árabes.

Se trata de un ensayo que reivindica la importancia de la cultura de Al-Ándalus en el ser español y europeo. El autor viene «a proponer, como cambio de paradigma, que dejemos de comprender el Islam como la suma de religión, cultura y sociedades contemporáneas, y pasemos a estudiar estas tres cosas por separado» (pág. 326). A lo largo de sus más de trescientas páginas, la mayoría muy amenas y otras un poco densas para un lector medio, como es el caso, González Ferrín, islamólogo, insiste una y otra vez en el error que cometemos al no separar religión y cultura, y al dejar que los actos terroristas de nuestro tiempo, perpetrados por individuos desquiciados, nos cieguen y nos impidan apreciar de forma ecuánime una sociedad que vivió durante siglos en armonía y fue capaz de conservar y transmitir la cultura clásica a Europa, además de crear una propia y muy original. Estas ideas, que ya habíamos escuchado otras veces, aparecen consolidadas por la creencia en la importancia de la cultura andalusí en la génesis del Renacimiento. La llegada a Al-Ándalus desde África a partir del siglo XI de los invasores bereberes, esos sí guerreros fanatizados, ejerció presión sobre ciertos intelectuales judíos dedicados a la traducción que prefirieron cambiar de aires para trabajar en Toledo en tiempos del Rey Sabio o emigrar al sur de Francia o a Nápoles, donde siguieron con la labor de difusión de la sabiduría andalusí. González Ferrín menciona a personajes muy conocidos, como Averroes o el judío Maimónides, y a otros que no lo son tanto pero tuvieron una importancia capital. Tal es el caso del granadino Abentofail (1105-1185), novelista, autor de una obra de ficción en lengua árabe que relata la vida de un niño que crece solo en un lugar apartado, rodeado solo por animales y vegetación —lo cría una gacela—, claro precedente de obras de ficción «occidentales» muy conocidas, como Robinsón Crusoe, Tarzán o El libro de la selva. En su versión original, la novela se titulaba Hayy Ben Yaqzán, el nombre del protagonista, pero a Europa pasó como Philosophus Autodidactus. Fue traducida a «todas las lenguas de Europa antes que al castellano» (pág. 284), quizá por esa prevención oficial hacia todo lo islámico que ha existido en España desde finales del siglo XVI, donde la pureza de sangre y los cuatro costados labraban carreras profesionales. 

Cuando éramos árabes nos hace pensar, replantearnos cuestiones importantes. Hasta que la técnica de análisis de ADN ha permitido modificar la cuestión, se pensaba que todos los enterramientos localizados en la Península Ibérica realizados a la manera musulmana, con el cadáver colocado sobre su costado derecho, tenían que ser posteriores al año 711 y que existía así una manera clara de identificar la procedencia geográfica de los fallecidos. Las pruebas de ADN confirman que los difuntos enterrados de esa manera realmente procedían del norte de África, pero que también procedían de allí muchos de los enterrados boca arriba, a la manera cristiana, los cuales, en algunos casos, eran incluso parientes cercanos de los anteriores. ¿Cómo se pude explicar esto? Por el paso de personas de un continente a otro que ha existido al menos desde época romana (pág. 207), desde mucho antes de 711, esa fecha inaugural marcada en los libros de historia. Cualquiera que reflexione sobre la cercanía de las dos costas y el fenómeno actual de las pateras puede entenderlo. El colapso de la monarquía visigoda permitió que, de una manera lenta, a lo largo de muchas generaciones, la Península se arabizara y se islamizara gracias a las tendencias culturales y religiosas que llegaban desde África. Aún a mediados del siglo IX en Córdoba se usaban en documentos oficiales las palabras Rex Hispaniae para referirse a quien luego llamaríamos Emir de Al-Ándalus. Fue un proceso lento por el que culturas coexistentes acabaron fusionándose en una única e irrepetible, cuyas realizaciones materiales aún son foco de atención de viajeros y estudiosos de todo el mundo. 

El libro, desde luego, es atractivo. Y lo es también por todas aquellas páginas donde González Ferrín nos cuenta cómo descubrió su vocación, cómo fueron sus inicios, la manera en la que investigó en Túnez, en Egipto, o iluminadoras anécdotas sobre su trabajo de traductor en la Expo del 92 en Sevilla. Me han resultado de especial interés menciones y comentarios sobre el arabista Rafael Valencia —fallecido en 2020— y el historiador de la lengua Rafael Cano Aguilar, antiguos profesores míos. Al primero se debe uno de los pocos artículos sobre la historia de la Osuna islámica, donde en julio de 2023, y en unas obras públicas, han aparecido una veintena de enterramientos de época almohade, personas inhumadas sobre su costado derecho.

González Ferrín nos recuerda en este magnífico libro que «la historia no es lo que ocurrió, sino lo que después escribimos que ocurrió». Son sus palabras. Seamos cuidadosos.

 

Emilio González Ferrín, Cuando fuimos árabes, Córdoba, Almuzara, 2017.

 

Imagen de secretolivo.com

 

(El artículo de Rafael Valencia mencionado se titula «La Osuna árabe» y fue publicado en Osuna entre los tiempos medievales y modernos (siglos XIII-XVIII), obra coordinada por Manuel García Fernández, 1995; págs. 13-26).

 

Víctor Espuny.



viernes, 28 de julio de 2023

Luis de Torres

En febrero de 2014, Mari Carmen y yo viajamos a Tortosa (Tarragona) para presentar una novela titulada El proyecto de Mariano. Se trataba de una ficción sobre una sociedad filantrópica creada en tiempos, y por voluntad, de Mariano Téllez-Girón. Era mi primera novela y estábamos muy ilusionados. El acto se celebraba en la 2 de Viladrich, la librería tortosina de más solera, un negocio familiar con más de dos siglos y medio de historia. El comercio ocupa en la actualidad un local amplio y luminoso, demasiado grande, pensábamos, imposible de llenar. Fue una sorpresa: a la hora del comienzo de la presentación el local estaba lleno, había incluso personas de pie. La mesa la ocupábamos mi tío Luis y este que les escribe, y Mari Carmen sostenía un teléfono móvil con el que grabó todo el acto. Esa grabación está colgada en You Tube, y en ella puedo ver de nuevo a mi tío y escuchar su voz.

            Luis de Torres Espuny (1935-2020) fue el segundo hijo del matrimonio formado por Fernando de Torres Anglés, funcionario municipal, y mi tía abuela Carmen Espuny Aleixendri, maestra, ceremonia que tuvo lugar en Tortosa en 1932. Fue un matrimonio por amor. Fernando era un hombre alto, atractivo, viudo y con dos hijas. Carmen —muy guapa— tenía en el momento de casarse cuarenta y dos años. Llevaba ejerciendo el magisterio desde que abandonara por voluntad propia la Escuela de Bibliotecarios de Barcelona, donde había ingresado en 1920, para poder alcanzar antes su independencia económica. Su estancia de varios cursos en esa célebre escuela de bibliotecarios, dirigida por Eugenio D’Ors, ayudaría a crear en ella un poso intelectual y un amor por la cultura que la acompañarían toda la vida y ella sabría traspasar a sus hijos. Una vez casada siguió trabajando de maestra. Carmen enviudó poco después de la guerra y fue el puntal económico de su casa, de economía siempre humilde. A pesar de ello, dio estudios a sus dos hijos: Fernando, el mayor, estudio derecho, y Luis, mi querido tío, Farmacia y Biología.

            Apasionado de la botánica, Luis de Torres Espuny fue profesor en institutos de Barcelona, Badajoz y Tortosa, becario del CSIC y miembro del alemán Bundesanstalt für Vegetationskartierung [Instituto Federal de Cartografía de la Vegetación]. Pidió la excedencia del cuerpo de catedráticos de instituto y pasó temporadas investigando en universidades inglesas y norteamericanas —en Cambridge, Sheffield y Madison—, donde colaboró en programas de formación de botánicos, tarea que también desarrolló en Tortosa y Barcelona; en la capital catalana trabajó en el Centro de Documentación y Experimentación de las Ciencias (CDEC). A pesar de esa actividad febril, sacó tiempo de algún sitio para crear una productora cinematográfica, participar activa y responsablemente en los movimientos estudiantiles de 1969 y entregarse con pasión a la interpretación dramática, pues en el carácter de Luis no parecía tener lugar el permanecer sentado. Su paso por tantos centros de estudios e investigación ha dejado una huella de gratitud que puede rastrearse en Internet y de la que es fácil sentirse orgulloso. Además dejó también varios títulos imprescindibles para el interesado en la botánica de la comarca del Bajo Ebro.

            Vuelvo a ver el vídeo de la presentación de El proyecto de Mariano. Viajo a mi infancia. Mi tío Luis, un hombre joven, aparece dispuesto a salir a la montaña a herborizar y me voy con él. Sonríe, cuenta chistes, bromea. A nuestro lado pasan mariposas, abejorros; los conoce a todos. Los atrapa delicadamente para estudiarlos y luego los deja ir indemnes. Él respeta la naturaleza como solo lo hace quien la conoce y la ama. Era Luis de Torres un mayor distinto a los demás, un señor inteligente, discreto y humilde, del que no podía imaginar cuántos méritos y reconocimientos académicos poseía. Él y su cuñada, mi tía Zoraida Burgos i Matheu —honda poetisa y narradora de las soledades y los desiertos norteafricanos—, fueron para mí faros en la oscura realidad de mi adolescencia y mi primera juventud. Mi más profundo agradecimiento a los dos.   

 

Captura de pantalla del vídeo de la presentación.

 

Víctor Espuny.

domingo, 21 de mayo de 2023

Galeotes modernos

 

Observe a ese hombre que duerme, descuidado, en un banco del parque. Desde aquí se oyen sus ronquidos: nada viene a alterarlos, ni preocupaciones, ni urgencias. No lleva en sus bolsillos las llaves de un coche, ni siquiera las de una casa. No debe dinero al banco —el banco nunca le prestaría—, ni se le ha ocurrido echarse a la espalda una familia numerosa que mantener. Ese hombre se encuentra cercano al nirvana. ¿De qué vive? No lo sé, pero va limpio y afeitado, no parece un indigente. ¿Lo mantiene el Estado? No lo creo: nuestra sociedad aún no ha evolucionado lo suficiente, pero con el tiempo puede que lo haga gracias a una adecuada redistribución de la riqueza. Sería bueno. Ese hombre del banco no parece tener preocupaciones, pero los que forman las colas en los locales de beneficencia gestionados por Caritas y diversas oenegés sí las tienen. En Málaga existen algunas propias, como la Fundación Corinto o los Ángeles Malagueños de la Noche, ambas en una estela de ayuda al necesitado cuyo espíritu puede rastrearse al menos hasta las cartas de San Pablo (2 Corintios 8:13-15), pero posee un precedente muy próximo en el tiempo y el espacio: la obra y la intención de doña Trinidad Grund. No sé si lo que actúa en los casos de probada caridad practicada por los poderosos es la mala conciencia, pero resulta efectiva. Y es necesaria. Debemos intentar nivelar. No es moralmente aceptable que existan unas pocas personas que atesoran oro por kilos y otras muchas que no pueden ni alimentar a su familia. Finalmente, el impuesto a las grandes fortunas a escala global, algo impensable por ahora, estaría presente en el Nuevo Testamento, texto inspirador de muchos de los pensadores de izquierdas. Pero vayamos a un caso concreto.

Durante estos años de pandemia se reformaron el muelle uno y parte del dos del puerto de Málaga y se instaló en ellos una marina de mega yates. Ahora pueden atracar allí navíos de hasta ciento ochenta metros de eslora y obtener todo tipo de servicios. Son embarcaciones ostentosas, siempre perfectas, brillantes como gemas. Cuentan con helipuerto, piscina cubierta y todo lo que se les ocurra. Alguna de ellas fue literalmente construida con metales preciosos, el History Supreme, por ejemplo, valorado, según la revista Forbes, en 2.400 millones de euros. Uno los mira y piensa en que algo funciona mal en este mundo, horriblemente mal. Estos días —escribo el 11 de mayo—está atracado allí el Yas, una embarcación de ciento cuarenta metros de eslora. Procede de la reforma de una fragata de guerra y conserva en parte la forma de su casco, imponente. Fue reformado acristalando la zona del castillo de proa y dándole forma de morro de delfín. No es de los más caros —está valorado «sólo» en ciento ochenta millones de dólares— y su mantenimiento requiere una cifra estimada entre los 10 y los 20 millones anuales. El dueño, por cierto, ni siquiera ha viajado en él en esta travesía; eso me contó un camarero del muelle que echaba un cigarro a la sombra mientras descansaba los pies.

Según las creencias de los más optimistas, la Revolución Francesa, tan cruenta, donde murieron de manera violenta y descontrolada miles de personas simplemente por tener un apellido, significó el fin del Antiguo Régimen. Viendo este barco, la cincuentena de servidores que forman su tripulación, las plantillas de bares y restaurantes del muelle y toda la infraestructura turística de la costa, hay que dudarlo. Sigue habiendo señores y sirvientes, verdaderos siervos, en la industria turística, que adora encantada al dios del dinero y ante él se humilla, como aquel repartidor de pesados paquetes que bajaba con la carga por unas escaleras de esas instalaciones portuarias porque tenía prohibido usar los ascensores, que «solo son para las personas». De Málaga a Rota, por la costa, se extiende como un continuo un mundo en el que el tiempo parece haber retrocedido a la época de la servidumbre. Para eso hemos quedado los españolitos.

 

La fotografía, del Yas, es de Juan Carlos Cilveti (malagahoy.es)

 

Víctor Espuny.

viernes, 19 de mayo de 2023

Mi Feria de Osuna

 

Mi feria, la que viví en la infancia, la inolvidable, era otra, una feria cercana. Uno llegaba a ella desde las estrechas calles que comunican las calles Aguilar y Alfonso XII y se la encontraba de sopetón. Allí estaba la caseta del Casino, coronando el parque. Esta era la que contaba con mejores instalaciones, un edificio muy aireado y de sólidos pilares levantado en los años veinte. Pronto hará un siglo. Menciono la fecha para evitar tentaciones de atribuirle ciento cincuenta años de antigüedad, como hizo quien escribió una nota de prensa sobre su restauración aparecida en los medios en septiembre de 2015. Puede que la rotonda y la zona ajardinada sí tengan siglo y medio, pero el edificio techado en forma de U y sobre elevado es posterior, como podía leerse en una lápida fijada en su interior: «Siendo alcalde de esta villa / D. Antonio de Castro Tamayo / y maestro de obras / D. Diego Jiménez / se edificó este edificio / en 1927». Me imagino que la inscripción sigue allí.

Pero volvamos a la feria.

Si eras mujer, socio del Casino o ibas con uno entrabas sin problemas en la caseta. Entonces subías los escalones y te encontrabas con la pista de baile, un rectángulo delimitado por pequeños postes de madera tallada unidos por un cordón burdeos que apenas servía para albergar a la gente deseosa de bailar. Fui testigo, ya en mi adolescencia, del momento glorioso en que aquellos postes no soportaron más la presión de los bailarines y alguno cayó roto, lo que sirvió para que se quitaran los demás, se plegaran algunas mesas y la pista se ampliara. Fue bailando «El Bimbó», de Georgie Dann. Debía ser al año 1976. Todo el mundo, menos las viejecitos, parecía contento en aquellos años, contento y con ganas de bailar. Atrás quedaban los años cuarenta, los cincuenta, los sesenta, tan injustos en su ostentosa desigualdad.

Justo detrás de la caseta del Casino, donde hoy se encuentra el Museo del Juguete, había un cocherón que alquilaban a los estudiantes del instituto para montar su caseta y reunir dinero para el viaje de fin de curso a Italia, pero eso fue unos años después. También unos años después empezaron a montarse casetas en el solar que había dejado el antiguo cuartel de la Guardia Civil, en el callejón del Matadero Viejo, en los alrededores de la plaza Cervantes y a las puertas del Asilo, ya Instituto de Enseñanzas Medias. En esos lugares se montaban las casetas de Los Carrozas, El Paleto, los Médicos y otras muchas. Pero eso fue después. En los años sesenta, las casetas principales estaban montadas en la ronda de albero que tenía el parque de San Arcadio, hoy desaparecida. Daban la espalda a la plaza de Toros y miraban al parque, por donde uno podía pasear y refrescarse gracias a los árboles, el césped y las fuentes. Si entrabas desde la calle Alfonso XII, después de pasar bajo la portada y empezar a tener el parque a la izquierda, te encontrabas, más o menos en este orden, las casetas de la Peña Sevillista, de la Veracruz, del Ayuntamiento, de la Peña de los Cuarenta, de la Peña Bética y de Jesús Nazareno. Al final del todo, donde la ronda se estrechaba, se ponía el vendedor ese de vino dulce que va acompañado de unas figuras de tamaño natural que pisan la uva o bailan, no recuerdo bien por el efecto de sus seleccionados caldos; este negocio aún sobrevive, cosa que no puede decir mucha de su clientela.  

Pero los niños, generalmente, estaban en su paraíso: los cacharritos. Suelto ya de la mano de los padres, uno atravesaba el parque teniendo justo delante el perfil de la noria, que se levantaba majestuosa junto a las escaleras que rodeaban la ronda del parque hacia poniente. Salías a esta por la puerta entre setos y tenías a la izquierda la tómbola, con sus muñeconas, sus guitarras y su suelo lleno de papeletas inservibles mientras la noria seguía allí, erguida, esperándote. Y conseguías montarte, y veías cómo se iba llenando, a las parejitas acercarse en pleno día gracias a la estrechez y al que se ponía en pie y hacía el payaso para asustar a los demás. Y la noria subía y subía y veías a tus conocidos hacerse pequeñitos como cabecitas de alfiler, a la Colegiata observándote con mirada maternal y al campo, inmenso, prolongarse con los trigos altos hasta La Lantejuela y Fuentes de Andalucía, dos lagos blanqueados en mitad del campo. Y volvías a bajar y te inundaba el sonido de los altavoces de los coches que chocan, el látigo y el carrusel con forma de ola, donde corrías como loco para coger la foca y poder darle vueltas a la pelota que mantenía con el hocico o puñetazos al balón que colgaba del techo. Y con cada vuelta de la noria o del látigo sentías como te corría la sangre más rápido, una euforia que te hacía feliz.

Por las mañanas, bien temprano, de la mano del padre, el niño recorría el terreno donde se vendían bestias, allí donde luego se levantarían Carrero Blanco y el Poli. Y el padre se paraba a hablar con hombres que elogiaban las virtudes de los caballos que vendían como si fueran descendientes de Bucéfalo y disimulaban sus defectos con mañas de vendedor experto, capaz de engañar al mismo diablo. Tratantes, hoy perdidos, de botas de caña corta, varilla de olivo y sombrero cordobés, hombres callados y de una seriedad y una solemnidad en el trato mantenidas durante siglos. Un apretón de manos bastaba.  

Aquella Feria de Osuna que ya no existe, aquella fue la mía. La de hoy es otra cosa.

 

Fotografía de la calle Lucena en 1959. Fue aportada por Tomás Castillo Gutiérrez y apareció en fotosantiguas.diariodemallorca.es.

 

Víctor Espuny.

  

sábado, 11 de febrero de 2023

Los Fabelman

 


Hay personas que hablan de sí mismas como si lo hicieran de una divinidad. Todos conocemos alguna. Son ridículas y aportan muy poco a los demás. Consideran su vida de tanto interés que con solo cuarenta años escriben su autobiografía y ven normal que todos nos postremos ante ellas. Muchas, además, han tenido una existencia fácil. Sordas a cualquier vocación posible, deambulan por la vida como quien lo hace por un pasillo ancho y bien iluminado.

Y luego están las otras.

        Steven Spielberg, uno de los directores más importantes de todos los tiempos, un señor que entiende y domina la industria del cine como pocos, se ha decidido a contar su infancia y su adolescencia cuando ha cumplido los setenta y seis años. Lo hace con honestidad y con la comprensión que los años dan de hechos que en la adolescencia resultan inasumibles. Un quinceañero enamorado del cine descubre gracias a esta pasión un secreto de su madre tan grave que desestabilizaría la vida de cualquier hijo. Este hallazgo casual se convierte en uno de los hitos dramáticos del relato. Se trata de un descubrimiento que debía atormentar a Spielberg, quien, como buen creador, no podía dejar de revivir de forma artística: era una cuestión de salud mental. Y lo hace ya mayor, cuando la vida le ha dotado de las herramientas necesarias para hacerlo y se han producido los fallecimientos necesarios, sobre todo el de su padre, Arnold Spielberg, un señor inteligentísimo pero poco imaginativo que murió hace poco con ciento tres años. Todo en la vida de los Spielberg ha resultado excesivo. Aunque la película debe calificarse de honesta, no cabe pensar que sea completamente fiel a la realidad, ninguna autobiografía lo es. En ella se ha suprimido la existencia de algunos miembros de la familia que nunca fueron especialmente queridos por el director, licencia que todo creador posee y facilita el relato.

            Los ciento cincuenta minutos de la película, un metraje poco habitual, pasan con una velocidad pasmosa gracias al dominio del ritmo que Spielberg posee. En ella asistimos al proceso que lleva a un niño a enamorarse del cine y a convertirlo en el centro de su vida por pura necesidad expresiva, un proceso en el que tienen mucho que ver los mayores que lo rodean, sobre todo su madre, una persona de fuerte temperamento artístico, y algunos ancianos que realizan funciones de mentores, tan necesarios en un joven con talento. Entre estos cabe destacar un tío abuelo, con el que se ve obligado a compartir su cuarto una noche, y uno de los directores de cine más conocidos, ya en el ocaso de su vida. Con este último, un hombre generoso, mantiene un breve diálogo en el que se regala una de las directrices básicas del encuadre artístico de paisajes y se determina el final del relato, abierto, luminoso y esperanzado.

Si le gusta el cine, y asistir al proceso de formación de una personalidad artística, no lo dude: Los Fabelman es su película.

 

En la imagen, el director con los actores principales en un descanso del rodaje. (Foto EPC).

 

Víctor Espuny.