viernes, 15 de noviembre de 2024

La dama de las camelias, de Alejandro Dumas, hijo

 

Detalle del cartel de  Alfons Mucha reproducido al final

Hoy vengo a intentar ordenar algunas reflexiones sobre La dama de las camelias, de Alejandro Dumas, hijo (1824-1895). Doy por sentado que el lector conoce su argumento y la repercusión que la novela tuvo en la vida cultural y social de la segunda mitad del siglo XIX. De hecho, en su forma teatral y de la mano de la celebérrima actriz Sarah Bernhardt, fue representado en todos los teatros de renombre. El drama de esa mujer que se deja morir para mantener íntegros el honor y la dignidad de la familia de su amado, en particular de la hermana de este, caló muy hondo en el corazón del público de la época, sobre todo del público de clase acomodada, a quien va dirigida la obra. Quiero decir, también, aunque suene a excusa o preparación del terreno, que escribo de memoria intentando recordar el texto que redacté hace un par de días y ha desparecido de mi ordenador de forma misteriosa. Comenzamos.

               Alejandro Dumas, hijo, presenta un perfil peculiar y reconocible. Se trata del hijo responsable, de moral que quiere ser intachable, de vida ordenada —lo intenta al menos—, hijo, decía, de un padre que fue todo lo contrario. Alejandro Dumas (1802-1870), el grande, el autor de El conde de Montecristo, llevó una vida mucho más divertida, irresponsable y despendolada, vital. El progenitor era de ese carácter que podemos llamar desabrochado. Y el hijo reaccionó yéndose, en verdad, al extremo contrario. La dama de las camelias es la obra de su vida. La versión teatral funciona mejor porque está aligerada de las reflexiones morales que retrasan la acción en la novela. Creo que no es difícil deducir que Alejandro Dumas, hijo, escribió su obra inmortal porque no tenía la conciencia tranquila, como expiación de una culpa. A menudo ocurre así en la literatura: la obra posee un trasfondo autobiográfico, en su caso muy marcado. La vida de Margarita Gautier está inspirada de forma directa y clara en la de Marie Duplessis (1824-1847), célebre cortesana —entendiendo por tal a una mujer que vive de su cuerpo en ambientes refinados, cultivados y lujosos—, con quien Dumas, hijo, mantuvo una relación apasionada y a la que el novelista puso fin por miedo, pero no al compromiso ni al qué dirán, sino a contraer la enfermedad que Marie padecía: la misma tuberculosis que mata a Margarita cada vez que leemos el libro o contemplamos la obra, mató a Marie Duplessis en su momento. Los paralelismos entre las dos mujeres, la verdadera y la ficticia, son constantes. Cuando Armando Duval, el amante de Margarita, alterego  de Dumas, hijo, la abandona despechado al final de la novela para viajar a Constantinopla, Dumas, hijo, no hace sino novelar el viaje que realizó con su padre a España en 1846 para realizar un reportaje de la boda del duque de Montpensier, viaje continuado después por Argelia, desarrollado en varios meses. El inicio de la novela, cuando el narrador innominado conoce por un cartel la almoneda de los muebles, las joyas y el resto de objetos preciosos de Margarita, puede estar también basado en la realidad, pues esa era una forma habitual de cobro entre los acreedores de un finado. La obra de Dumas intenta ser elegante y está aligerada de pormenores de la vida de Marie Duplessis ciertamente sórdidos y desgraciados, como el hecho de que empezara a ser prostituida por su padre a los doce años. Parece que realice una idealización del personaje para no herir los sentimientos de las personas a las que va dirigida la obra, quienes no disfrutarían de una representación de la realidad en toda su crudeza. Todo parece encajar con la vida de Marie Duplessis, hasta la fecha de publicación de la obra, justo un año después de su fallecimiento.


Cartel realizado en 1896.

 

Víctor Espuny.

viernes, 8 de noviembre de 2024

La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro

Morano Calabro, pueblo calabrés (Foto: Luigina La Rizza). 

Novela de fuertes raíces clásicas. He leído que aún no esta traducida al inglés, lo que viene a confirmar lo ya dicho. No sé qué publico encontraría La sonrisa etrusca hoy, quizá más y mejor preparado que el que imagino, pero mucho me temo que tendría poca aceptación. Vivimos en un mundo cada vez más alejado de nuestros principios, básicamente mediterráneos. Estamos siendo transculturizados gracias a los medios digitales impuestos por la cultura anglosajona, y eso está redundando en un empeoramiento de nuestras bases de conocimiento. No basta con aprender inglés. Hay que aprender lenguas latinas y volver nuestra mirada tanto a la civilización etrusca como a las cadencias del blues y el jazz norteamericanos, a los personajes de la mitología grecolatina como a las letras de los poemas de Walt Withman o a los ensayos de H. D. Thoreau, el autor de Walden.

            La sonrisa etrusca cuenta los últimos años de vida de un hombre del sur profundo italiano, calabrés, que se ve trasladado por razones de salud a la industrial y norteña Milán. Lleno de nostalgia por lo que deja atrás, al principio la novela parece presentar solo el drama del pueblerino transterrado a la ciudad, el mismo que tanto hemos vivido en España y se vive en todos los países, pues el fenómeno de la creación de megaurbes y el vaciamiento del campo parece imparable y universal. Olvidado por sus otros hijos, se ve obligado a vivir con su hijo Renato y su nuera. Con el primero parece congeniar poco, pues no tiene su rudeza, y con la nuera la comunión le parece imposible por considerarla demasiado milanesa, esto es, artificial e inauténtica. Hijo ilegítimo y criado en el campo como pastor, vivió una infancia muy dura, que lo hizo un superviviente y le obligó a estar siempre a la defensiva. Ha pasado todas las pruebas a las que se ha enfrentado gracias a su voluntad y su gallardía y ahora parece enfrentarse a la última y definitiva, pues padece un cáncer terminal. Afortunadamente, la pareja que lo acoge en su casa tiene un hijo de pocos meses, y en la educación del nieto, el único niño con el que ha convivido, va encontrando la luz que necesitaba para comprender muchas de sus actitudes vitales. El niño se convierte en alguien a quien proteger y en sustituto de otros seres que amó en su infancia, generalmente animales, que le fueron arrebatados de forma insensible por personas que consideraban a los niños solo personas por hacer, inútiles hasta poder ayudar en el trabajo, sin derechos ni necesidades. El trato con su nieto lo humaniza. Lo mismo pude decirse del que tiene con mujeres que le abren los ojos sobre lo que se ha perdido de ellas buscando solo el contacto carnal, pues el anciano se da ahora cuenta de lo mucho que puede aportarle una mujer en cuanto a seguridad y talento para vivir la vida. Digamos que el protagonista pasa por un proceso de feminización que le enriquece, pues partía de unas bases demasiado machistas y alejadas de una vida cultural civilizada. En la novela destaca, desde luego, la emoción. Conforme avanza, la unión que siente con su nieto, a quien se empeña en salvar de métodos educativos modernos que buscan el desapego de los padres para impedir la sobreprotección, se acentúa hasta coronar en la escena final, que deja plasmada en el semblante del anciano la misma sonrisa que tuvieron sus ancestros, seres poco belicosos, dados a los placeres, alejados del odio, que sabían vivir.

            La lectura de esta novela pude enriquecer tanto al filólogo como al antropólogo, al psicólogo, al historiador y al lector sin más pretensiones que ampliar y entender su mundo sentimental, pues la narración nos habla de cuestiones ciertamente universales.

 

José Luis Sampedro, La sonrisa etrusca, Madrid, Alfaguara, 1985.

 

Víctor Espuny.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Los siete pecados capitales, de Eugène Sue

 

Annecy (Foto: Daniel Jolivet)

            Novela de inspiración social del gran Eugène Sue (1804-1857). Sue forma parte del grupo de imprescindibles novelistas franceses nacidos al calor de la Francia posrevolucionaria, en pleno romanticismo. Miembro de la clase privilegiada, estuvo en contacto con las personas más encumbradas del país desde su nacimiento. Mal estudiante, vivió una primera juventud aventurera, de hombre de acción, que le llevó a vivir en España a comienzos de los años veinte, exactamente en Cádiz, donde comenzó a escribir y vio representada alguna de sus obras, producciones juveniles, aún inmaduras. Heredero de un gran capital en 1830, en unos pocos años lo había despilfarrado, razón que le llevó a pensar en la escritura como forma de vida, y a ella se entregó con pasión. Junto con sus editores parece haber sido el responsable del inicio de la novela por entregas que tanta difusión alcanzaría en pleno siglo XIX y en todos los países, técnica de venta y de fidelización de la audiencia que tuvo continuación en los seriales radiofónicos y hoy continúa en las series de las plataformas de pago de la televisión y, en general, en el empobrecedor pantallismo que nos ha invadido y forma parte de nuestra devaluada cultura.

            Los siete pecados capitales fue escrita y publicada en un periodo de cinco años (1847-1852). Contiene siete relatos, seis de ellos completamente independientes y un séptimo que compendia y aglutina, aunque muy por encima, los anteriores. El primer relato, El orgullo, ocupa la mitad del libro y es el más trabajado. Presenta y desarrolla los amores de dos parejas cuyos miembros son muy dispares socialmente, en apariencia, aunque en el transcurso de la narración estas diferencias se irán limando para igualarlos gracias a los giros que da el argumento, algunos quizá forzados pero siempre convenientes para ese fin. Hay que leer la obra con la disposición receptiva del lector de aquella época: solo así podrá disfrutarse con plenitud. Porque en contra de lo que podía esperarse de la literatura folletinesca por un lector poco avisado, el libro de Sue contiene unos valores que fácilmente compartirán los lectores con preocupaciones sociales. En varios de los relatos —todos tienen nombres de pecados capitales— aparecen reflexiones sobre la injusticia que supone la desigualdad económica extrema, tan propia del Antiguo Régimen, cuando aún no existían mecanismos impositivos que ayudasen a compensarla; así se lee en las páginas 199, 214 y 213 de la edición que he leído, indicada al final de este texto. De hecho, las obras de Sue fueron pronto consideradas peligrosas para el orden social y perseguidas tanto por la Iglesia como por el Estado, viéndose obligado Sue en tiempos de Napoleón III a refugiarse en otro país, camino seguido por otros como Victor Hugo, aunque este viajara hacia el este y el norte —Bélgica e Inglaterra— y Sue hacia el sureste, a la bella Saboya, en concreto a Annecy, donde murió y está enterrado. Los lugares comunes románticos, el suicidio por amor, entre ellos, están presentes en esta obra, así como la búsqueda del amor real, criticando en muchos pasajes de los distintos relatos el matrimonio de conveniencia, fuente de la infelicidad de la mujer, usada como artículo venal por muchos progenitores ambiciosos y sin escrúpulos. Uno de los valores de la obra es la vivacidad de los diálogos, para los que Sue demuestra una gran destreza. En La gula, el último de los relatos, Sue pone en boca de un personaje médico, un alter ego suyo —Sue en su juventud ejerció de cirujano en el ejército francés—. unas reflexiones sobre la bondad de todos los pecados capitales si se practican con moderación, pensamientos que debieron resultar muy escandalosos para los miembros de la Iglesia y, en general, los creyentes menos progresistas.


Eugène Sue, Los siete pecados capitales, Barcelona, Gassó Hermanos, 1969. [Les Sept Péchés Capitaux] Traducción de Manuel Araquistain.


Víctor Espuny.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Solidaridad a la valenciana

 

Imagen de lasprovincias.es.

Esa muchedumbre de personas que se ofrecen a ayudar en los pueblos afectados por la gota fría, individuos que dan el paso adelante solo por ayudar a completos desconocidos, es una luz de esperanza. Esta mañana se han presentado diez mil ciudadanos. La bondad existe. No podemos demonizar a todo el mundo, y esta es una gran evidencia de ello. Hoy, sábado dos de noviembre, les han puesto autobuses, pero ayer fueron caminando desde Valencia hasta Paiporta, por ejemplo, población devastada por el agua situada a ocho kilómetros de la ciudad del Turia. Estos voluntarios —qué palabra más valiosa, cuánta generosidad contiene— tuvieron que caminar durante dos horas antes de ponerse a trabajar y pasar todo el día realizando un esfuerzo de una intensidad que no esperaban, para luego volver a casa caminando otras dos horas hasta caer derrengados. A pesar de ello, muchos han vuelto a levantarse hoy bien temprano para volver. Ellos ya conocen lo que las imágenes de los medios no comunican, no pueden transmitir: el dolor del alma. Esa imagen de personas anónimas caminando entre poblaciones y provistas de útiles de limpieza, alimentos y agua —hay comerciantes en algunas de esas poblaciones que están vendiendo botellitas de medio litro a cinco euros, mi pensamiento no está con ellos— es muy potente, tanto que debía preocupar a los responsables políticos.

El desengaño ha sido descomunal. ¿En manos de quién estamos? El país necesita replantearse la forma de su administración. No puede ser que entre la emisión de la alerta máxima emitida por la Aemet y el lanzamiento de un mensaje a los móviles de los ciudadanos pasen cerca de doce horas. Todo es por la naturaleza de nuestra administración, donde la burocracia ha parido un monstruo capaz de tragarse recursos ingentes y hacer interminable el conducto por el que deben trasladarse las órdenes. Entre Aemet o Salvamento Marítimo y las personas que toman decisiones de calado, determinantes para los ciudadanos, existen seis o siete llamadas de teléfono, y entre ellas se consume un tiempo precioso. La comunicación tenía que ser directa, no dependiente de la voluntad de subsecretarios, secretarios, consejeros etc., que antes de pasar la orden van a sopesar cuestiones que nada tienen que ver con el salvamento de propiedades y personas. Es cierto que esta DANA ha sido de una intensidad desconocida, que nadie calculaba nada parecido, pero por ello la experiencia debe hacernos reflexionar. Este no va a ser un hecho aislado. Las gotas frías, o DANAS, han existido siempre en el levante español, pero nunca han sido tan graves. El cambio climático va a traer más terribles eventos así y hay que estar preparados. Las decisiones deben tomarse con mucha más agilidad. Faltan técnicos y sobran políticos, charlatanes de profesión. Hay que actuar. Esas columnas de ciudadanos provistos de útiles para ayudar a los damnificados son el alma de nuestro país, nos hacen grandes a pesar de nuestros dirigentes políticos.  

Víctor Espuny.

miércoles, 23 de octubre de 2024

Los europeos, de Henry James

Residencia solariega en Boston (Foto: Maxwell Hamilton). 

            Se trata de una novela de juventud del influyente novelista norteamericano, nacido en Nueva York en 1843 y fallecido en Londres en 1916. Fue publicada en 1878, cuando James tenía treinta y cinco años. Puede parecer una edad avanzada para hablar de obra de juventud, pero teniendo en cuenta lo fértil que fue la pluma de este autor, puede considerarse así: solo después de ella, sobre todo a partir de 1881, escribió James sus grandes novelas. Autor con el corazón y el alma escindida entre América y Estados Unidos, debido a su educación y a los tempranos viajes que realizó al viejo continente —viajes que, como pueden suponer, no eran como los nuestros, de apenas unos días, sino que consistían en estancias de años—, en Los europeos deja aflorar de nuevo ese contraste entre dos continentes y dos formas de entender la existencia que caracterizó su vida y caracteriza su obra. En Los europeos lleva el contraste casi al punto de la caricatura. Los europeos, los principales protagonistas, son dos hermanos, Eugenia y Félix, que han llegado a Boston desde Alemania para encontrar unos familiares que tienen allí. Son personas muy sofisticadas. En su conversación intercalan continuamente expresiones en francés y han viajado por toda Europa. Félix es un pintor notable, muy apuesto y bienhumorado, y Eugenia posee el título de baronesa y una educación y una belleza admirables. Sus parientes norteamericanos viven en el campo, en una casa grande pero decorada de forma austera. No han viajado a ningún sitio —solo uno de ellos, el más inteligente, que ha pasado una temporada en China— y son dueños, y sufridores, de unos límites de conducta muy estrictos debido al carácter puritano de la religión que profesan. La llegada, y la prolongada estancia entre ellos, de sus parientes europeos va revolucionar la vida de esta acomodada familia. El carácter de timadores que aflora en los europeos desde el principio, de vividores cazafortunas, se atenúa poco a poco al ser ganados por la simple ingenuidad de los americanos, que viven en una mítica Edad de Oro, uno de los tópicos de la literatura europea sobre América desde su mismo nacimiento. Para los viajeros europeos, la simplicidad, la bondad, con la que se conducían los nativos del nuevo continente es una constante desde los primeros testimonios de los exploradores españoles y, como vemos, alcanza al menos hasta la época en la que Henry James escribía, cuando los americanos con los que trataban eran descendientes de europeos, como era el caso del novelista neoyorkino, que descendía de irlandeses y escoceses por las dos ramas familiares. La ficción, contada en tercera persona por un narrador cálido y cercano al oyente, usuario de fórmulas de la literatura oral, posee grandes visos de teatralidad debido a los largos diálogos, en los que resalta sobre todo el afán por entender y analizar qué ocurre en la mente de los personajes. Posiblemente haya sido adaptada al teatro alguna vez, incluso por el mismo James, extremo que desconozco por no conocer bien su producción, de gran extensión y profundidad. Los interesados pueden visitar esta otra reseña sobre una obra del escritor norteamericano, que vio la luz hace ocho años en El sendero perdido, mi otro blog. Igualmente, tienen a su disposición innumerables páginas de internet sobre James y sus obras.   

 

Henry James, Los europeos, Barcelona, Ediciones Orbis, 1982. Traducción de José Luis López Muñoz. [The Europeans, 1878].

 

Víctor Espuny.