Tibet. Himalayas, (Nikolái Roerich, 1933)
Novela
de ambientación oriental —algo parecido a una chinería o chinoiserie—centrada en una relación amorosa imposible. Parece que
fue concebida por su autor al calor del éxito de su primera novela, Bélver Yin, de temática parecida. La acción de Opium transcurre en una zona poco
definida entre el Nepal y el Tíbet y en un momento de desarrollo técnico que
podemos situar en la Edad Media europea, aunque en el contexto asiático
posiblemente deba ser situado en un periodo cronológico muy posterior. Los
protagonistas son Opium, la chica, y Bambú, el chico. Ambos son físicamente
perfectos y de corazones y pensamientos limpios de maldad. Pero la sociedad en
la que viven está gobernada por adultos poco dados a romanticismos, gobernada
por adultos, vamos, y los dos enamorados van a sufrir el duro choque con la
realidad que suele acompañar a las personas al hacerse mayores. Un choque, en
este caso, amplificado por la crueldad que demuestran los habitantes de las
aldeas de montaña donde transcurre la acción, dominadas por poderosos hombres y
mujeres que no dudan en aplicar a sus esclavos los más rigurosos castigos.
Los
alumnos de la Escuela de Letras de Madrid, efímero centro de enseñanzas literarias
que existió en los años noventa en la calle del Factor, muy cerca de la
Catedral de la Almudena, cuentan que Jesús Ferrero (Zamora, 1952), profesor en aquella
escuela, tenía una peculiar forma de dar las clases. Impartía Escritura
Automática. Los estudiantes, jóvenes aprendices de escritor, se sentaban ante
un folio en blanco, el bolígrafo en la relajada mano, cerraban los ojos e
intentaban dejar vacía la mente. Esto es más complicado de lo que parece, pero
con la práctica llegaban a conseguirlo. Entonces, cuando estaban por fin
flotando en una especie de nada o líquido amniótico primigenio, cuando ya
habían olvidado hasta donde estaban, Ferrero daba una palmada y todos se
lanzaban a escribir sin pensar en lo que hacían, sin pararse a elegir palabras
ni a censurar pensamientos. Así seguían hasta que se les acababa el impulso
inicial, pues todo lo que hubiese sido filtrado por la mente consciente,
siempre manipuladora, no valía. He
recordado esta anécdota leyendo Opium.
Estoy seguro de que Ferrero hizo uso de esa técnica escribiendo la novela, pues
las asociaciones de palabras y las imágenes son realmente sugerentes. Hay una, en verdad antológica, de una manada de antílopes o cérvidos, no recuerdo ahora,
congelados en una cascada helada mientras daban un salto. La cascada queda al lado
de un camino que sigue el curso de un río y los caminantes, maravillados, se detienen para mirar a los
animales aprisionados por el hielo.
Los colores del cielo al atardecer y al amanecer no son de
este mundo. Parecen, como en otras descripciones de paisajes tibetanos, inspirados
en los cuadros de Nikolái Roerich, admirados y usados, de forma más o menos
consciente, por escritores como H. P. Lovecraft. Se trata de un mundo que
parece perteneciente a otro planeta, inimaginable por una persona sin los
estímulos adecuados.
La
forma de narrar en esta novela es bien clásica. El narrador, omnisciente, va
dando paso de manera alterna a la peripecia separada de los dos protagonistas,
que sueñan con reencontrarse. Todo eso con el atractivo telón de fondo de
mandalas, estupas, chórtenes, yaks e inaccesibles picos nevados. Y por encima,
y debajo, abarcando la inmensidad de lo existente, ese bajo continuo del
universo llamado OM. Lástima que los personajes decisorios en la novela estén
tan alejados de la espiritualidad, el ayuno voluntario y la meditación. ¡Ay de esos amantes!
Jesús Ferrero, Opium, RBA Editores, Barcelona, 1993.
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