miércoles, 8 de abril de 2020

Opium, de Jesús Ferrero


Tibet. Himalayas, (Nikolái Roerich, 1933)

            Novela de ambientación oriental —algo parecido a una chinería o chinoiserie—centrada en una relación amorosa imposible. Parece que fue concebida por su autor al calor del éxito de su primera novela, Bélver Yin, de temática parecida. La acción de Opium transcurre en una zona poco definida entre el Nepal y el Tíbet y en un momento de desarrollo técnico que podemos situar en la Edad Media europea, aunque en el contexto asiático posiblemente deba ser situado en un periodo cronológico muy posterior. Los protagonistas son Opium, la chica, y Bambú, el chico. Ambos son físicamente perfectos y de corazones y pensamientos limpios de maldad. Pero la sociedad en la que viven está gobernada por adultos poco dados a romanticismos, gobernada por adultos, vamos, y los dos enamorados van a sufrir el duro choque con la realidad que suele acompañar a las personas al hacerse mayores. Un choque, en este caso, amplificado por la crueldad que demuestran los habitantes de las aldeas de montaña donde transcurre la acción, dominadas por poderosos hombres y mujeres que no dudan en aplicar a sus esclavos los más rigurosos castigos.
            Los alumnos de la Escuela de Letras de Madrid, efímero centro de enseñanzas literarias que existió en los años noventa en la calle del Factor, muy cerca de la Catedral de la Almudena, cuentan que Jesús Ferrero (Zamora, 1952), profesor en aquella escuela, tenía una peculiar forma de dar las clases. Impartía Escritura Automática. Los estudiantes, jóvenes aprendices de escritor, se sentaban ante un folio en blanco, el bolígrafo en la relajada mano, cerraban los ojos e intentaban dejar vacía la mente. Esto es más complicado de lo que parece, pero con la práctica llegaban a conseguirlo. Entonces, cuando estaban por fin flotando en una especie de nada o líquido amniótico primigenio, cuando ya habían olvidado hasta donde estaban, Ferrero daba una palmada y todos se lanzaban a escribir sin pensar en lo que hacían, sin pararse a elegir palabras ni a censurar pensamientos. Así seguían hasta que se les acababa el impulso inicial, pues todo lo que hubiese sido filtrado por la mente consciente, siempre manipuladora, no valía. He recordado esta anécdota leyendo Opium. Estoy seguro de que Ferrero hizo uso de esa técnica escribiendo la novela, pues las asociaciones de palabras y las imágenes son realmente sugerentes. Hay una, en verdad antológica, de una manada de antílopes o cérvidos, no recuerdo ahora, congelados en una cascada helada mientras daban un salto. La cascada queda al lado de un camino que sigue el curso de un río y los caminantes, maravillados, se detienen para mirar a los animales aprisionados por el hielo. 
           Los colores del cielo al atardecer y al amanecer no son de este mundo. Parecen, como en otras descripciones de paisajes tibetanos, inspirados en los cuadros de Nikolái Roerich, admirados y usados, de forma más o menos consciente, por escritores como H. P. Lovecraft. Se trata de un mundo que parece perteneciente a otro planeta, inimaginable por una persona sin los estímulos adecuados.
            La forma de narrar en esta novela es bien clásica. El narrador, omnisciente, va dando paso de manera alterna a la peripecia separada de los dos protagonistas, que sueñan con reencontrarse. Todo eso con el atractivo telón de fondo de mandalas, estupas, chórtenes, yaks e inaccesibles picos nevados. Y por encima, y debajo, abarcando la inmensidad de lo existente, ese bajo continuo del universo llamado OM. Lástima que los personajes decisorios en la novela estén tan alejados de la espiritualidad, el ayuno voluntario y la meditación. ¡Ay de esos amantes!


Jesús Ferrero, Opium, RBA Editores, Barcelona, 1993.

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