Entre
las referencias de Rafael Azcona (1926-2008) que la mayoría de los españoles
tiene, si es que tiene alguna, se encuentra principalmente su trabajo como
guionista cinematográfico, el más valorado del cine español: ahí están El verdugo, La gran comilona, Belle époque
y La lengua de las mariposas, por citar solo algunas de las más de
noventa películas en las que trabajó. Parece una perogrullada recordar que
detrás, o dentro, de un guionista hay siempre un escritor, él mismo, porque los
guiones son obras literarias, creaciones que usan las letras (del lat. littĕra), aunque en esta ocasión sea para
evocar o sugerir imágenes. El caso es —no sigo por el camino que iba para no
entrar en un terreno proclive a la polémica o a largas y pesadas digresiones,
que me harían prolongar esta reseña más allá de las dos páginas y luego tengo cita
con el callista— que Azcona, ya lo ha adivinado el lector, fue escritor, principalmente
de guiones, pero antes de eso lo fue de poesía, sobre todo en su Logroño natal,
y de novelas, de las que escribió muchas, quizá decenas, algunas de ellas de
simple consumo, de las llamadas populares, con el seudónimo de Jack O’Relly. Una
vez en Madrid, y dispuesto a vivir de la escritura en aquellos difíciles años
cincuenta, Azcona se dedicó a escribir como si no hubiera mañana. Algo tendría
para que le echaran una mano algunos de los que ya tenían metida la cabecita, y
parte del resto del cuerpo, en el mundillo literario de la capital, y entró a
trabajar en La Codorniz, que los lectores
conocerán, y de la revista de Álvaro de Laiglesia pudo dar el salto al cine de
la mano de Marco Ferreri. Ya entonces frecuentaba las tertulias literarias de
los cafés madrileños —qué envidia, qué tiempos aquellos, tan presenciales— y
era conocido de los integrantes de la gran generación de aquellos años, de la
que Ana María Matute, Ignacio y Josefina Aldecoa y Rafael Sánchez Ferlosio son los
más conocidos, autores imprescindibles los cuatro, dicho sea de paso y con
ánimo benéfico. La posición económica de Azcona, menos desahogada que la del
resto del grupo, le obligaba a trabajar por encargo y esto, no hay duda, coarta
la creatividad, de ahí que su creación puramente literaria haya sido, a pesar
de su interés, olvidada por la crítica. A este factor debe unirse, aquí sigo a
pie juntillas a Juan R. Ríos Carratalá en el prólogo a la obra de cuya lectura proceden
estas líneas, el carácter de Azcona, persona esencialmente tímida, amante
pasional del anonimato, que permite a los observadores, léase cualquier
artista, disfrutar sin interferencias del espectáculo de la vida. Nada como ver
sin ser visto, y a ese ideal no contribuye precisamente la popularidad. De ahí
que Azcona se refugiara cómodamente en el cine, mundo en el que los guionistas
ocupan un papel muy secundario detrás de directores y, sobre todo, de actores y actrices,
verdaderas estrellas, de popularidad incapacitante para llevar una vida normal.
Azcona disfrutaría como nadie pudiendo salir a comprar el pan y no siendo
reconocido por nadie, observando la vida como era antes del que él llegara. De
ahí también, por tanto, que el mundo de las publicación literaria no le
interesara tanto, con sus presentaciones, firmas, entrevistas y demás
servidumbres alejadas de la actividad de escribir, un acto recogido y solitario.
El pisito es la novela de Azcona que
acabo de leer. Fue escrita en 1957, adaptada al cine dos años después y
reescrita en parte en los noventa, momento en el que Azcona, más flexible
entonces, quizá por la edad, acordó con
una importante editorial la publicación de sus novelas, acuerdo que solo quedó
en inacabado proyecto tras la publicación del primero de los tomos, que
comprendía El pisito, El cochecito y Los muertos no se tocan, nene, todas adaptadas para el cine, la
última con la colaboración de Carlos Álvarez Sánchez-Novoa, personaje esencial
en el mundo del teatro y la docencia en la España de los años setenta, dicho
sea de paso, sin ánimo —por el momento— de extenderme sobre el asunto, porque extensión
merece. La lectura de El pisito
resulta recomendable para cualquier español amante de la historia y la
sociología, porque en este libro va a encontrar un retrato veraz, aunque no
demasiado pesimista o negativa, de aquellos años, una visión, además, regada
generosamente de bonhomía y buen humor. El argumento de la historia ya lo
conocen por la película, esencialmente es el mismo, pero en el libro tiene uno
la libertad de imaginar a Rodolfo, Petrita y doña Martina exactamente como quiera.
Además reirá a carcajadas.
Rafael Azcona, El pisito. Novela de amor e inquilinato, introducción de Juan A.
Ríos Carratalá, Madrid, Ediciones Cátedra, 2016.
Imagen: Fotograma de El pisito (1961).
Víctor Espuny.
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