Morano Calabro, pueblo calabrés (Foto: Luigina La Rizza).
Novela de fuertes raíces clásicas. He
leído que aún no esta traducida al inglés, lo que viene a confirmar lo ya
dicho. No sé qué publico encontraría La sonrisa etrusca hoy, quizá más y
mejor preparado que el que imagino, pero mucho me temo que tendría poca
aceptación. Vivimos en un mundo cada vez más alejado de nuestros principios,
básicamente mediterráneos. Estamos siendo transculturizados gracias a los
medios digitales impuestos por la cultura anglosajona, y eso está redundando en
un empeoramiento de nuestras bases de conocimiento. No basta con aprender
inglés. Hay que aprender lenguas latinas y volver nuestra mirada tanto a la
civilización etrusca como a las cadencias del blues y el jazz norteamericanos,
a los personajes de la mitología grecolatina como a las letras de los poemas de
Walt Withman o a los ensayos de H. D. Thoreau, el autor de Walden.
La sonrisa etrusca cuenta los
últimos años de vida de un hombre del sur profundo italiano, calabrés, que se
ve trasladado por razones de salud a la industrial y norteña Milán. Lleno de
nostalgia por lo que deja atrás, al principio la novela parece presentar solo
el drama del pueblerino transterrado a la ciudad, el mismo que tanto hemos
vivido en España y se vive en todos los países, pues el fenómeno de la creación
de megaurbes y el vaciamiento del campo parece imparable y universal. Olvidado
por sus otros hijos, se ve obligado a vivir con su hijo Renato y su nuera. Con el
primero parece congeniar poco, pues no tiene su rudeza, y con la nuera la
comunión le parece imposible por considerarla demasiado milanesa, esto es,
artificial e inauténtica. Hijo ilegítimo y criado en el campo como pastor,
vivió una infancia muy dura, que lo hizo un superviviente y le obligó a estar
siempre a la defensiva. Ha pasado todas las pruebas a las que se ha enfrentado
gracias a su voluntad y su gallardía y ahora parece enfrentarse a la última y
definitiva, pues padece un cáncer terminal. Afortunadamente, la pareja que lo
acoge en su casa tiene un hijo de pocos meses, y en la educación del nieto, el
único niño con el que ha convivido, va encontrando la luz que necesitaba para
comprender muchas de sus actitudes vitales. El niño se convierte en alguien a
quien proteger y en sustituto de otros seres que amó en su infancia,
generalmente animales, que le fueron arrebatados de forma insensible por
personas que consideraban a los niños solo personas por hacer, inútiles hasta
poder ayudar en el trabajo, sin derechos ni necesidades. El trato con su nieto
lo humaniza. Lo mismo pude decirse del que tiene con mujeres que le abren los
ojos sobre lo que se ha perdido de ellas buscando solo el contacto carnal, pues
el anciano se da ahora cuenta de lo mucho que puede aportarle una mujer en
cuanto a seguridad y talento para vivir la vida. Digamos que el protagonista
pasa por un proceso de feminización que le enriquece, pues partía de unas bases
demasiado machistas y alejadas de una vida cultural civilizada. En la novela
destaca, desde luego, la emoción. Conforme avanza, la unión que siente con su
nieto, a quien se empeña en salvar de métodos educativos modernos que buscan el
desapego de los padres para impedir la sobreprotección, se acentúa hasta
coronar en la escena final, que deja plasmada en el semblante del anciano la
misma sonrisa que tuvieron sus ancestros, seres poco belicosos, dados a los
placeres, alejados del odio, que sabían vivir.
La lectura de esta novela pude
enriquecer tanto al filólogo como al antropólogo, al psicólogo, al historiador y al lector
sin más pretensiones que ampliar y entender su mundo sentimental, pues la
narración nos habla de cuestiones ciertamente universales.
José
Luis Sampedro, La sonrisa etrusca, Madrid, Alfaguara, 1985.
Víctor
Espuny.
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