jueves, 21 de noviembre de 2024

La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes

 

Ávila y los Cuatro Postes (efeverde.com).

Estos últimos días he estado absorbido por la lectura de la primera novela que publicó don Miguel Delibes (1920-2010). Fue cuando tenía veintiocho años. He leído que en alguna entrevista declaró que en aquella época no leía novelas. Puede ser. Así se explicarían algunas características del libro. En cualquier caso, parece imposible que alguien que no lea buenos textos sea capaz de escribir así. Puede que su estilo, como el de la mayoría de los jóvenes novelistas, sea demasiado «literario», rebuscado en la elección del léxico en algunos pasajes, pero la obra, a pesar de sus carencias, es sólida y proporciona ese placer que los lectores de novelas buscamos en ellas.

La sombra del ciprés es alargada se encuentra dividida en dos partes. Las dos poseen características comunes, pero también muchas diferencias entre sí. Ambas están protagonizadas por un personaje masculino, solitario y doliente llamado Pedro. Él se yergue como protagonista y narrador, su punto de vista es el único admitido: las vidas de los otros personajes nos llegan filtradas por su mirada, en general muy pendiente siempre de su yo interior. Hasta ahí las similitudes. Las diferencias son más numerosas. En la primera parte del libro, la más lograda, Pedro vive en una ciudad pequeña —Ávila— de la que no sale en los seis años que dura la narración. Esta comienza más o menos con el siglo, alrededor de 1900. Huérfano, de padres desconocidos, su tiempo pasa en compañía de un educador y su familia, que lo acogen en su casa a cambio de un pago mensual, del que se encarga un misterioso tutor, personaje poco definido. El chiquillo tiene diez años. Nada se sabe de los primeros años de vida de Pedro, que quedan explicados en dos líneas. Todas las influencias que contribuyen a la formación de su carácter provienen de esa familia, principalmente del padre, don Mateo. Este tiene la visión de la existencia más apocada que puede imaginarse. Piensa que siempre va a ser mejor no lograr nada para no perderlo después, idea que Pedro extiende al mundo de los sentimientos y las relaciones humanas. La amistad que entabla con un condiscípulo —Alfredo— viene a confirmarle esta teoría por la temprana muerte de este, hecho desgraciado que solo sirve para afianzar aún más su idea, que él llama del desasimiento, noción bien explicada en «El concepto de desasimiento en La sombra del ciprés es alargada», de María José Talavera Muñoz. Todos los hechos de esta primera parte transcurren en la población abulense, ciudad que sorprende al visitante por su profunda espiritualidad. Todo encaja. Estos años de su vida están narrados de forma armónica y ágil.

En la segunda parte del libro Pedro sigue estudios superiores de navegación y vive durante un lapso de años no bien precisado viajando por el mundo, sobre todo entre la costa cantábrica y el Reino Unido y los Estados Unidos. La base habitual de los barcos de su compañía es Santander. Pedro vive de cerca la Primera Guerra Mundial por el peligro que corre su barco y el auxilio que los tripulantes tienen que proporcionar a náufragos de embarcaciones atacadas. La guerra acaba. Pedro asciende a capitán e inicia viajes de ida y vuelta entre Santander y Providence (EE. UU.). Puede que la elección de esta población no sea casual —no creo que haya nada casual en una novela—, sobre todo por la inclinación religiosa del fundador de la ciudad, Roger Williams (1603-1683), puritano y librepensador; a Delibes parecen haber impresionado desde siempre los heterodoxos, pues de todos es conocida su última y genial novela, El hereje. En estos viajes Pedro conoce por fin, cuando ya es un mozo más que hecho, el amor, pero circunstancias que no voy contar aquí para no desvelar demasiado frustran su intento de socialización más logrado desde la época en la que compartía habitación con Alfredo en casa de don Mateo. Esta segunda parte del libro, y a pesar de tantos viajes, se hace un poco pesada por la cantidad de explicaciones que el narrador da de casi todo, sobre todo de lo concerniente a él mismo. La novela acaba en Ávila, donde empezó, dejando la puerta abierta a un amor que el lector intuye desde el final de la primera parte. La última frase está dedicada a Dios.

Muchas de las reflexiones parecen propias, vividas, resultado de lo experimentado: es muy posible que el autor de la novela pasara por los mismos dolores del alma que pasa Pedro. El joven Miguel Delibes tuvo que ser por fuerza alguien muy sensible y espiritual, y quizá buscase en la soledad y en la proximidad de los altares consuelo para su aflicción. 

 

 Víctor Espuny.

No hay comentarios:

Publicar un comentario