viernes, 7 de marzo de 2025

Tus pasos por la escalera, de Antonio Muñoz Molina

 

(Este artículo, con algunas variaciones, ya fue publicado anteriormente en otras páginas).


Fotografía de Deensel

Confieso mi admiración por la obra de Antonio Muñoz Molina. Lo he leído desde muy joven y ha sido uno de los pocos artistas que ha podido sentirse contrariado ante mi interés por hablar con él. El otro fue Hilario Camacho. Les cuento.

            Fue a principios de los noventa. No recuerdo si iba hacia Madrid o venía de allí, pero sí que viajaba en tren. Yo había leído ya Beatus IlleEl invierno en Lisboa y El jinete polaco. Las tres novelas me habían gustado, sobre todo la última. En aquella época Muñoz Molina se prodigaba bastante en los periódicos, sobre todo en El País, creo, y su imagen ya era conocida. Llevaba el pelo más o menos como ahora pero no tenía gafas y lucía un frondoso bigote. Había visto su foto infinidad de veces. Y viajábamos en el mismo vagón. Era emocionante.

No soy un cazador de autógrafos ni nada por el estilo, pero los buenos artistas me pierden. Yo iba leyendo —bueno, miento, no leía, solo estaba pendiente de él, tenía el libro abierto y poco más— y él también. No recuerdo qué leía, pero sí el aspecto de su libro, una publicación en papel biblia, muy fino, con los filos de las hojas dorados y un marca páginas de tela. El recuerdo ya es lejano, han pasado unos treinta años, pero creo que intenté hablar con él en la zona situada entre dos vagones. Era un hombre alto, más de lo que imaginaba. Había salido a fumar, creo, y yo también. Entonces, sacando fuerzas no sé de dónde porque soy muy tímido, le pregunté, así, sin mediar presentación ni introducción alguna, si era Antonio Muñoz Molina. Sé que era él, estoy convencido, pero él vería en mis ojos y en mi forma de comportarme algo que le encendió la señal de alarma y me dijo que no. Me dijo que no y se quedó tan pancho.

A pesar de aquella negación suya, muy comprensible —no quería que un admirador inoportuno y pesado le diera el viaje—, seguí leyendo sus novelas. Recuerdo Ardor guerreroBeltenebros y Sefarad. Ninguna como El jinete polaco.

Hoy quiero hablarles de su novela Tus pasos por la escalera. Está escrita en primera persona. Es el punto de vista del narrador-protagonista, el mismo que ocupa el lector: este lo sabe todo a través de la mirada de aquel. La acción transcurre en Nueva York y Lisboa. El protagonista lleva unos años en Nueva York y decide mudarse a la capital portuguesa más o menos tras la primera victoria de Trump en las elecciones norteamericanas. El lector vive con él el desembarco en una ciudad tan distinta, sus problemas con el idioma, con los funcionarios municipales, con carpinteros, electricistas y reparadores en general. Vive la admiración por la luz de Lisboa, por las vistas de una ciudad de colinas sembradas de casas blancas asomadas a una ancha lámina de agua azul. La acción dura hasta el mismo año 2019. Lo prueba una referencia a la investigación sobre la forma en la que murió el periodista Khashoggi (pág. 286). La novela es principal, y casi únicamente, una historia de amor, un amor que lo llena todo de forma casi obsesiva. Pero también es otras muchas cosas, como un intento de concienciar sobre la necesidad de respetar la libertad individual y de hacer reflexionar sobre los avisos del cambio climático. El protagonista, de nombre Bruno, acaba de llegar a Lisboa, donde va a preparar una nueva residencia para él y su pareja. Los dos están ya cansados de la vida en Nueva York. La llegada de Bruno a la capital portuguesa precede a la mudanza y la preparación de la casa mientras espera la llegada de Cecilia. Bruno solo tiene la compañía de Luria, un perro muy inteligente, pero esta le basta. Durante el tiempo de espera, muy indefinido —quizá semanas, quizá meses, quizá un año—, Bruno rememora los años vividos en Manhattan junto a Cecilia, la incomodidad de aquella ciudad, tan estimulante por otra parte, pero solo habitable durante unas pocas semanas de otoño debido a lo riguroso de su clima. Resultan impresionantes, para los que tuvimos la suerte de no estar allí aquel once de septiembre, los pasajes dedicados a la forma en la que se vivió en la zona baja de Manhattan durante las semanas posteriores al ataque a las Torres Gemelas, y curiosos los continuos paralelismos que Bruno establece entre Nueva York y Lisboa, las dos ciudades con monumentales puentes elevados cientos de metros sobre caudalosos ríos en su desembocadura en el mar, el mismo océano, por cierto. Da la impresión, solo la impresión porque ya sabemos que un literato puede ser ante todo un gran mentiroso —O poeta é um fingidor—, que Muñoz Molina habla por boca de Bruno en muchos pasajes y realmente está cansado de la vida en aquella ciudad norteamericana, algo perfectamente comprensible para cualquiera que haya estado allí y haya comprobado cómo lo tratan a uno en el JFK o cómo es el invierno, o el pleno verano, en aquella ciudad de mercaderes, hormigón y acero.

Cecilia trabaja investigando en el laboratorio las conexiones neuronales de los cerebros de animales y humanos. Es una persona apasionada por entender todos los mecanismos cerebrales. Esa pasión se la ha contagiado a Bruno, que nos transmite sus conocimientos sobre las percepciones de los sentidos. Destaca, como ejemplar en cuanto a redacción, el capítulo 25 (págs. 138-141), en el que se nos ilustra sobre la consideración del paso y la medición del tiempo en distintas culturas y civilizaciones.

Y mientras les cuento esto, Bruno, sentado junto a Luria, mira por la ventana y espera, los dos con la fidelidad obsesiva de los canes. No se lo pierdan.

 

Antonio Muñoz Molina, Tus pasos en la escalera, Barcelona, Seix Barral, 2019.

 

Víctor Espuny.

jueves, 6 de marzo de 2025

El dueño del secreto, de Antonio Muñoz Molina

Imagen de una manifestación estudiantil de la época

(archivodelatransición.es).

            Escrita con un sentido del humor poco habitual en el Muñoz Molina de hoy —al menos el de los artículos periodísticos—, y poseedora de un capítulo final que recuerda la vuelta al pueblo y el aburguesamiento de uno de los principales personajes de La voluntad, de Azorín, la novela El dueño del secreto me ha dejado un excelente sabor de boca. Ambientada en su mayor parte en Madrid y en 1974, cuando el narrador protagonista tiene solo dieciocho años y está recién llegado para estudiar periodismo, la novela, corta, relata la implicación involuntaria de un muchacho de provincias en un golpe de estado que pretende acabar con el régimen de Franco e implantar la Tercera República. En la novela llama la atención el uso de los contrarios para generar comicidad en la existencia del personaje llamado Ramón Tovar, la antítesis del protagonista en la mayoría de las facetas de la personalidad. El protagonista es más bien tímido, amante de la lectura y la escritura en soledad; Ramón trabaja de mecánico y es expansivo, más bien basto, escandaloso, vital. Ambos, eso sí, se guardan lealtad y se apoyan como buenos paisanos perdidos en una ciudad desconocida. Para acentuar más lo que les separa, el autor coloca a los dos en la misma pensión y la misma habitación. También destaca la ternura del protagonista, su fragilidad, un antihéroe muy conseguido. Sin embargo, pesar de ser pusilánime y falto de carácter, el narrador protagonista parece tener claras algunas cuestiones principales, como su amor por la escritura y por la máquina de escribir ligera que posee, la más valiosa de sus propiedades, cuya recuperación casi al final de la novela da pie a un interesante giro en la trama. El capítulo de cierre finaliza en 1993, cuando el narrador tiene ya treinta y siete años, fecha que corresponde con el momento de escritura y de publicación (1994). Muñoz Molina estudió periodismo en Madrid y aprovechó su conocimiento de la ciudad, su sociedad y la vida universitaria para escribir este libro, sin duda valioso y entretenido. Su edad corresponde con la del protagonista. Afortunadamente para los lectores, el autor ubetense nunca volvió a su pueblo para establecerse allí, como el protagonista de El dueño del secreto, y siguió el periplo vital que todos conocemos, tan fértil en experiencias y publicaciones.  

 

Víctor Espuny.

lunes, 3 de marzo de 2025

Viaje por España hasta el Sahara, de Matilda Betham-Edwards

 

La Torre de las Damas antes de su restauración a comienzos del siglo xx.

(Imagen de Torres Molina. Archivo del Patronato de la Alhambra y Generalife).

 

Leo desde que tengo memoria, cuando en las casas de campo aún no había luz eléctrica y mis padres me prohibían leer después del atardecer para no perjudicar la vista. Entiendo que sus intenciones eran buenas, pero yo me escondía para leer a la luz de una vela o una linterna de petaca y seguía ensimismado en la lectura. Como lector de historia, leo también revistas y estoy suscrito a algunas. Una de ellas, Andalucía en la historia, regaló, con el número de enero, un libro, y de este pretendo hablarles hoy. Se titula Viaje por España hasta el Sahara, de Matilda Betham-Edwards (1836-1919).

            No voy a narrar aquí la biografía de la autora: está en la red en varios lugares e idiomas, pero sí a resaltar sus rasgos principales. Nacida en el condado inglés de Suffolk, de pastor anglicano y granjero y de una mujer de familia amante de la cultura, Matilda se decantó claramente por la rama materna, tanto que quiso conservar el apellido de la madre, Betham. Se sintió muy inclinada siempre por Francia y por todo lo que se la evocase, y llegó a conocer el país galo mejor que la mayoría de sus habitantes. Hablaba correctamente inglés, francés, alemán y conocía algo otros idiomas, como el español. Escribió novelas, alguna de éxito, y libros de viajes. Vivió de la escritura y la hospitalidad de los abundantes contactos que tenía. Fue autodidacta. Era feminista y nunca se casó ni se le conocieron novios. A finales de 1868 emprendió uno de sus muchos viajes, en esta ocasión por España y Argelia. Iba en compañía de Bárbara Bodichon, una amiga pintora e importante activista del feminismo afincada en Argelia. El libro de hoy, Viaje por España hasta el Sáhara (Sevilla, Renacimiento, 2023) —traducido y prologado por María Luisa Venegas Lagüens—, es fruto de aquel viaje.

            Tenemos a las dos amigas en la estación de Biarritz, donde van a tomar un tren con el que se van a adentrar en España. Estamos en otoño. Las dos viajeras son relativamente jóvenes, se sienten fuertes y son valientes. Su equipaje no es precisamente ligero. Además de un número indeterminado de baúles, consta de «un botiquín, un baño de goma plegable, un cesto con provisiones (precaución que no hay que descuidar), dos o tres paquetes de libros, dos o tres fardos de cobertores, un maletín de cuero con material para bosquejar, varios blocs de dibujo de diversos tamaños, una bolsa de seda con agujas e hilos y, por último, un bolsón con innumerables adminículos diversos tales como cuadernos, prismáticos, pasaportes, tetera, bolsa de agua caliente, infiernillo, cojín inflable y zapatillas» (p. 42). Imaginen. Pasan la frontera el diez de noviembre. Ver la España de 1868 con ojos de una inglesa francófila, protestante y creyente en la leyenda negra puede ser algo muy ilustrativo. ¿Qué opinión de nosotros vierte esta señora en su libro? Creo que los lectores se la pueden imaginar si alguna vez han advertido la creencia en su superioridad de muchos británicos en relación a nuestro país. Con un paseo de poco más de un mes por Burgos, Madrid, Toledo, Córdoba, Málaga, Granada. Loja y Algeciras, Betham-Edwards se cree con elementos de juicio suficientes para tachar a los españoles de vagos, zafios, procrastinadores y el resto de adjetivos negativos relativos a la conducta que puedan imaginarse. Salva de la quema las catedrales de Burgos y Toledo, el museo del Prado, la mezquita de Córdoba y la granadina Alhambra, pero de las personas no parece defender a casi nadie. En Málaga —a la que califica de mal oliente, polvorienta y sucia— hace, sin embargo, una excepción. No tiene la consideración, de mencionar su nombre, pero habla elogiosamente de doña Trinidad Grund, «una joven y atractiva viuda adinerada que, al perder a su marido y a sus hijos de forma repentina, dedica todo su tiempo y dinero a obras de caridad» (p. 137). Habla de las escuelas para huérfanos que fundó la viuda del mayor de los Heredia Livermore y describe su funcionamiento con cierto detalle, inclinada a la benevolencia, creo, por el hecho de que las hermanas que gestionaban estos centros benéficos fundados por doña Trinidad eran francesas. Después de haber pasado unos días en cada una de las ciudades mencionadas, Matilda y Bárbara consiguen llegar a Gibraltar y tomar un vaporcito que las lleva hasta Gazahouet, entonces llamada Nemours, en la costa occidental de Argelia. Nada más llegar a la entonces colonia francesa todo es perfecto: todo está limpio, los niños se portan bien, todo es francés y civilizado. Los militares les hablan de las barbaridades —asaltos, robos y asesinatos— que cometen los marroquíes del otro lado de la frontera, pero Betham-Edwards pone siempre en duda sus palabras y prefiere escuchar a los colonos franceses que viven allí, con los que se entiende perfectamente y a los que atribuye opiniones muy favorables sobre la seguridad de los caminos argelinos. Desde Nemours viajan hasta Orán pasando por Tremecén, a la que pone por encima de Granada en cuanto a arte islámico. El libro acaba con la descripción de las aldeas destruidas por el terremoto ocurrido en el norte de Argelia a comienzos de 1869. Cuando escribe sobre Argelia hace a veces mención de los españoles que viven allí y del pasado hispánico de aquellas tierras, sobre todo de Orán.

            A pesar de la poca ecuanimidad de las opiniones sobre España de la autora, el libro posee pasajes aprovechables. Su contenido no puede compararse desde luego con el Manual para viajeros por Andalucía y lectores en casa (1845) de Richard Ford (1796-1858), que sí conoció bien Andalucía, sabía de lo que hablaba por llevar años aquí y recorrerla a caballo, pero aun así vamos a darle una oportunidad porque Betham-Edwards era novelista, y su mirada esteticista modela su prosa. Casi todos los viajes que las dos amigas realizan en tierras españolas los llevan a cabo en tren, dejando así testimonio del estado en el que estaba el ferrocarril español en sus comienzos. Elogian los vagones de primera clase para señoras, donde viajaron solas casi todo el tiempo. El trayecto entre Madrid y Toledo les llevó ocho horas (p. 87) y aquel entre Córdoba y Málaga, once (p. 131); no les miento, es lo que se lee en el libro. A su paso por las montañas, el tren de Córdoba a Málaga iba tan lento que «la mayoría de los pasajeros se bajaron y fueron caminando» (p. 131). De Granada a Málaga realizan la primera parte del viaje, hasta Loja, en el primer tren con pasajeros que recorrió la línea, viajaron el día de la inauguración. Matilda escribe de la Alhambra: «No hay lugar en el mundo como la Alhambra, tan elegante, tan perfecto, tan triste. No hay palabras para describirla ni lápiz para dibujarla. Se guarda en un lugar aparte en el corazón y la imaginación, como una segunda y dorada juventud que llega brevemente, nos hace felices y se marcha» (p. 160). Son varios los pasajes como este que contiene el libro, y solo por ellos merece ser leído.

 

Víctor Espuny.