Llegué a Sevilla una mañana de
finales del siglo XIX. El río Guadalquivir, pasada la Torre del Oro, era un
bosque de mástiles salpicado de humeantes y modernos vapores. Desembarcamos y
tomé un coche de caballos. El cochero, un hombre hablador y dispuesto, me llevó
diligente al Hotel Madrid, en la plaza de la Magdalena. Instalado en la antigua
residencia de los condes de Gelves, el edificio, cómodo, fresco y espacioso,
conservaba los artesonados, los azulejos y los mármoles antiguos. Nada más
llegar a la habitación abrí el balcón y me asomé a la plaza.
Era mediodía. La mayoría de los cocheros
esperaban clientes sentados a la sombra. El caserío, la plaza, los árboles,
bañados por la intensa luz meridional, parecían hijos de la proporción y la
armonía. Se respiraba paz. En ese momento llamaron a la puerta. Acudí a abrir y
entró el botones con mi baúl mundo. Era de edad inusual, mayor para un trabajo
generalmente reservado a los jóvenes. Le di su propina y me volví a la ventana.
Él se acercó y, tras disculparse por su comportamiento, me dijo que tenía
sueños premonitorios, que necesitaba hablarme. Era un hombre extraño pero parecía
inofensivo. Dejé que se acercara aún más y se asomara conmigo al balcón. Me
aseguró que todo lo que veíamos desde allí, salvo aquella plaza espuria, creada
por franceses, iba a ser destruido y sustituido por edificios de aspecto muy
distinto. «En la esquina de la calle O’Donnell, esa que se ve al fondo a la
derecha, donde está el Hotel París, va a ir una gran tienda, y donde nosotros
estamos también. Gente de Madrid, de la calle Preciados, vendrá a construir los
edificios». Lo miré despacio. Era un hombre como de cuarenta años, de manos
grandes, bien afeitado. Olía ligeramente a loción para después del afeitado y a
limpieza. «¿Y tiene muchos sueños así?». Me aseguró que sí, muy a menudo. Se
llamaba Eduardo, «Eduardo Tárrega, para servirle». Le invité a dar un paseo, a
veces me da por ahí. Parecía una persona interesante.
Una
vez localizado su sustituto para el trabajo en el hotel salimos a la
calle. El tiempo había cambiado, hacía frío. Los coches de caballos competían
ahora con los taxis. Enfrente del hotel vimos un solar y le pregunté a mi
acompañante qué iban a hacer allí. «Van a construir un edificio que dará mucho
que hablar, incluso intentarán derribarlo. Se llamará cabo persianas». Caminábamos
con precaución, nuestros papeles preparados, dispuestos a realizar el saludo
fascista si nos cruzábamos con alguno de aquellos coches repletos de jóvenes
vestidos de oscuro. «¿Y cómo será?». «Tendrá esquinas redondeadas y una planta
baja retranqueada en relación a los pisos superiores. Recordará vagamente un
barco. Y tendrá muchas persianas». Cuando Eduardo leía el futuro entornaba los
ojos y levantaba un poco la barbilla, como si esa postura le ayudara a recordar
sus sueños. Poco después, al llegar al otro extremo de la plaza, me pidió que
nos detuviésemos y nos volviéramos hacia el hotel.
«Ahí lo
tiene». Me quedé admirado. Era verdad. El edificio cabo persianas estaba allí,
y era como él decía. De todas formas no pudimos verlo bien porque tuvimos que
apartarnos de mitad de la calle para evitar ser atropellados por uno de los
incontables vehículos a motor que llenaban la calzada. «Y esto no es nada»,
dijo premonitorio al observar en mí gestos de enojo. «Dentro de unos años el
tráfico será muchos más denso y el aire se hará irrespirable. La gente deseará
que llegue el fin de semana para huir de la ciudad». «¿Y ese edificio que está
vallado?». «Ese edificio es el antiguo palacio del marqués de Aracena. Mírelo
bien: están a punto de derribarlo». Yo había estado hacía poco en Palermo, una gran
ciudad, repleta de grandes casas e iglesias barrocas, y Sevilla me la
recordaba, poseía ese aspecto histórico, señorial y palaciego. No quería creer
todo lo que Eduardo me contaba.
Recorrimos
la callé O’Donnell hasta su unión con Velázquez.
No
sé si era por estar acompañado de aquel hombre de supuestos poderes singulares,
pero el paseo parecía transcurrir por un tiempo ingobernable. Dábamos pasos
adelante y atrás en las décadas sin previo aviso, como si pasáramos sin
esfuerzo de una generación a otra por una puerta secreta. «Todo este tráfico
que ve aquí desaparecerá. Se podrá pasear estando solo atento a que nadie te
robe la cartera. No habrá tranvías, ni niños intentando viajar gratis en ellos».
«¿Y ese edificio de la esquina, el de la torre de reminiscencias orientales?». «Ese
es el Gran café de París, obra de Aníbal González, el célebre arquitecto».
Aquel edificio me pareció curioso, de gran belleza debido a su exotismo y pensé
que nunca de destruiría.
Eduardo
andaba ligero, con pies de joven. «Ya no queda mucho para la plaza del Duque,
donde quiero llevarle, la más bonita de Sevilla. Deténgase un momento». Nos
detuvimos a tiempo de cruzarnos con dos jóvenes sevillanas que venían de la iglesia,
veladas y con el rosario y el misal en la mano. «¿Qué le parece esta vista?».
«Preciosas». «Me refiero a los edificios». «Preciosas edificaciones, decía».
«Pues no va a quedar ni una en pie». A mi aquello me parecía tan increíble que
ya no dudaba de la falta de razón de Eduardo. A pesar de eso seguí
escuchándole, divertido con sus locuras. Llegamos a la esquina de la Farmacia
Central y torcimos a la izquierda. Anduvimos unos metros y nos situamos en la
esquina de la plaza.
«Este
hotel que vemos es uno de los mejores de la ciudad. La edificación será
sustituida por uno de esos edificios funcionales y antiestéticos que llenarán
la plaza entera. La calle de la derecha se llamará Alfonso XII». Seguimos
pasando y nos colocamos en el centro de la plaza, a los pies de una estatua del
pintor Velázquez que había venido a sustituir a una fuente y lucía perfectamente proporcionada en aquel espacio armónico.
Eduardo
parecía cansado y nos apoyamos un momento en el pedestal de la estatua. Al
hacerlo advertí ante nosotros la fachada de otro palacio. Le pregunté por él,
aunque ya adivinaba lo que me iba a decir. «Es la casa de los Sánchez-Dalp, ejemplo
de proporción y respeto por el conjunto de los edificios de la plaza. En su
construcción y decoración interior —azulejos, fuentes, puertas, muebles, rejas,
lámparas— trabajarán los mejores artesanos sevillanos». Quise tantear el
terreno. «Seguro que se conservará mucho tiempo». «Pues, no señor. Será
derribada para levantar otro de esos feos edificios de empresas nacidas en la calle
Preciados de Madrid, que esa calle parece nido de destructores de edificios artísticos». «¡Válgame Dios!» le contesté solidario e intentando ocultar mi incredulidad. Seguimos caminando hasta el final de la plaza.
Ante
nosotros se levantaba un edificio antiguo de torre mirador situada en la
esquina y larga fachada coronada por cresterías góticas. La construcción poseía
algo de italianizante y festiva. Me quedé alelado, mirándola. En su piso superior,
un balcón de piedra al que se abrían las habitaciones más nobles de la casa, se
adelantaba, poderoso, sobre la calle. Le pregunté a mi pesimista cicerone,
seguro ya de lo que me diría. «Esto que ve usted aquí es el antiguo palacio de
los duques de Medina Sidonia. También será destruido para levantar el gran
edificio comercial de la gente de Madrid». Yo me reía, incrédulo, para mis
adentros.
De vuelta al hotel, con Eduardo callado y cabizbajo a mi lado, me dio por
pensar. ¿Y si aquel hombre no estaba tan loco? ¿Y si realmente llegaban esos
comerciantes de Madrid con la chequera preparada y un número incontable de
ceros a su disposición? ¿Y si la gran mayoría, tan manipulable, pensara que los
edificios antiguos eran señal de atraso y era necesario derribarlos para estar
a la altura de un tiempo nuevo y, supuestamente, mejor? Antes de despedirnos, di
las gracias efusivamente a Eduardo, que no quiso aceptar el dinero que le
ofrecía. Luego contemplé cómo se alejaba entristecido, avejentado de repente. Esa
noche dormí intranquilo pero a la mañana siguiente, después de mucho cavilar,
quise pensar de nuevo, para despreocuparme, que Eduardo estaba trastornado.
No he vuelto a Sevilla desde entonces. No sé qué habrá pasado.
No he vuelto a Sevilla desde entonces. No sé qué habrá pasado.
Fecha
aproximada de cada fotografía:
Vista de la plaza de la Magdalena (1880). Hotel Madrid y solar del edificio «cabo
persianas» (1937). Palacio del marqués de Aracena (1965). Confluencia de O’Donnell
y Velázquez (1920). Confluencia de O’Donnell y La Campana (1920). Gran Fonda de
Roma (1920). Casa de los Sánchez Dalp (1965). Palacio de los duques de Medina Sidonia
(1965). Vista de la Plaza de la Magdalena con palmeras (1890).
Fuentes:
Archivo del diario ABC.
Fototeca del Laboratorio de Arte de la
Universidad de Sevilla.
Grupos de redes sociales donde estas
fotografías circulan de forma libre.
Distintos blogs (elpasadodesevilla.com
y sevillaentusxanos.blogspot.com principalmente).
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