Los que hemos vivido desde
pequeños el cine en pantalla grande no podemos dejar de
escandalizarnos por lo que está pasando. Gracias a las nuevas tecnologías
caminamos a marchas forzadas hacia una limitación de los contenidos culturales
a los que podemos tener acceso (lo digo usando la jerga actual), precisamente
lo contrario de lo que se suponía que iba a pasar. Les pongo un ejemplo que
todos tienen ya presente: Netflix. Ya se ha escrito mucho acerca de la dictadura de
los gustos que Netflix impone sobre
aquellos que se contentan con lo que se les sirve para la manipulación de su
mundo estético e intelectual. Las series, ese engendro nacido en la prensa
con las novelas de folletín en el siglo XIX, que servía para fidelizar lectores
y asegurar contenidos con los que llenar las interminables páginas de aquellos
periódicos, pasaron a la radio en el siglo XX y a la televisión en abierto un
poco más adelante para acabar siendo uno de los principales reclamos de la
atención de incautos en plataformas como la anteriormente citada, monstruo
industrial norteamericano que ha invadido la inmensa mayoría de los hogares y los teléfonos móviles. Nadie en su
(¿)sano(?) juicio quiere quedarse excluido de ese mundo, de esas
visualizaciones. Todos quieren decir que han visto tal o cual serie que solo se
pone allí. Son «series imperdibles». Todos uniformados, receptores de los
mismos mensajes. Pero, bueno, si Netflix se quedara solo en las casas, con las
televisiones de los demás, no sería tan grave. Lo peor es que ahora invade los
cines. Y lo hace con unas estrategias de mercado que impresionan por su
maquiavelismo. Produce y distribuye una película supuestamente magistral, que los días
antes de su estreno es apoyada en los grandes medios por la opinión de los
principales críticos, y se estrena en salas cinematográficas, sí, pero en muy
pocas y de aforo muy pequeño, de manera que la sensación de éxito por el
llenado de las salas sea absoluto y la inmensa mayoría de los esnobs culturales, que quieren verla para
poder hablar de ella y demostrar estar a la última, y de los verdaderos
cinéfilos, que siguen, por ejemplo, a Scorsese desde el inicio de su carrera,
se queden con las ganas y no les quede más remedio que ver la película en casa
de alguien que esté abducido por los netflixianos. Y en pantalla pequeña. Hay
que fastidiarse.
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