Imagen de un portal inmobiliario
Siete años después de El
inmoralista (1902), libro ya reseñado por este que les escribe, André
Gide sorprendió a sus lectores con una novela que parece su contradicción,
aunque también puede verse como su complemento. La puerta estrecha,
título que proviene de una cita evangélica, parece escrita para encantar almas religiosas
y sensibles, a la manera en la que eran sensibles las almas de hace más de un
siglo, cuando la educación era profundamente religiosa incluso en Francia, un país
que presume de su laicidad. La realidad nos muestra a un André Gide educado en
una familia en la que la religión pesaba más de lo aconsejable para que un niño
pudiera desarrollar con normalidad sus potencias naturales. Su padre, fallecido
cuando el niño André tenía once años, era una persona alegre y tolerante, la
antítesis de la madre, seria, puritana y represora. André crece entre París y
Normandía, enfermizo y solitario, refugiado en la observación de la naturaleza
y la lectura, pegado a las faldas de una madre castradora. Dueño de una libido
potente, a los veintiséis, cuando ya había descubierto su homosexualidad y su
inclinación por los niños —era pederasta declarado—, se casa con una prima suya
con la que llevaba años viviendo una apasionada relación intelectual. Intenta
consumar el matrimonio, pero descubre su impotencia ante el cuerpo femenino,
cosa que, imagino, ya sospecharía. Gide fue Premio Nobel de Literatura, entre
otras razones, por la desusada honestidad de sus obras, todas con gran carga
autobiográfica. Poseía un cuerpo y unas inclinaciones escindidos entre un
intento de amar a un Dios en el que no podía creer, pero que necesitaba, y la
fuerza de sus instintos. A partir de un viaje al norte de África, elige la
llamada de estos últimos y parece entregarse a su satisfacción y a la lucha
contra el complejo de culpabilidad que la educación puritana había instalado en
él. Gide parece haberse entregado a la escritura como a una terapia, al
autoanálisis, y también como una explicación, para él mismo y quizá los demás, de
su conducta, pero nunca como una disculpa de comportamientos que creyera
moralmente censurables. La permisividad de la pederastia en ciertos círculos
del país galo puede resultar chocante para los educados en España a la manera
de los países católicos. Ellos parecen verlo como una forma de conducta nada reprochable,
ya practicada entre personas de gran formación intelectual en la antigua
Grecia, y quizá prestigiada por ello. A mí me cuesta trabajo entenderlo, pues
de todos son conocidos los graves daños que los abusos sexuales producen en los
menores. Sobre este particular hay un pasaje de La puerta cerrada muy
ilustrativo. Una mujer, tía de Jerôme, el protagonista, Lucile Bucolin, mujer
exótica, de gran belleza, pone una mano en Jerôme, de once años, que lo marcará
para siempre. Demos la palabra a Jerôme.
«Yo experimentaba un malestar extraño
cerca de mi tía, un sentimiento hecho de turbación, de cierto género de
admiración y de miedo. Tal vez un oscuro instinto me prevenía contra ella, y
además yo notaba que ella despreciaba a Flora Ashburton y a mi madre, que Miss
Ashburton le tenía miedo y que a mi madre no le gustaba.
Lucile Bucolin, me gustaría no guardarte
rencor, olvidar por un instante que hiciste tanto daño…, por lo menos
trataré de hablar de ti sin enojo».
El subrayado es mío. Luego cuenta Jerôme,
protagonista y narrador, que un día Lucile le llamó, lo atrajo hacia ella, y se
puso a arreglarle el cuello del trajecito. En la habitación no había nadie más.
El niño estaba asustado.
«¡Los cuellos de marinero se llevan mucho
más abiertos! —dijo [Lucile] mientras desabrochaba un botón de mi camisa—.
¡Mira si no estás así mucho mejor!
Y, sacando su espejito, atrajo mi cara contra la suya, pasó alrededor de mi cuello su brazo desnudo, introdujo su mano en mi camisa entreabierta, me preguntó riendo si tenía cosquillas, siguió avanzando su mano… Tuve un sobresalto tan brusco que se rompió mi marinera y hui con el rostro encendido, mientras ella exclamaba: “Uf, el muy tonto”».
Resulta paradójico que Gide defendiese sus
encuentros sexuales con niños cuando él mismo reconoce, en la piel de Jerôme,
que ese tipo de acciones, hasta las más livianas en apariencia, traumatizan a
los niños. Pero me estoy saliendo del tema principal.
La puerta estrecha cuenta
la relación amorosa vivida entre dos primos —Alissa y Jerôme— que se sienten
muy atraídos el uno por el otro. Juntos comparten paseos, lecturas y
reflexiones, aunque son incapaces de ir más allá. Él, por timidez, no da el
paso de intentarlo y ella, personaje inspirado en cierta forma en Juliette
Rondeaux, la madre de Gide —ambas lectoras apasionadas de obras como el Kempis—,
pone siempre una barrera entre los dos. La razón está en la última parte de la
novela, el diario de Alissa, donde ella confiesa que, a pesar de quererlo y
desearlo, se sacrifica para que él pueda estar más cerca de Dios. La novela
puede entenderse como una crítica a las creencias religiosas cuando coartan la
vida natural.
Todas las situaciones y los personajes de La
puerta estrecha están tratados con gran delicadeza, la novela entera emana sensibilidad. Teniendo en cuenta el contraste con El inmoralista
del que hablaba al principio, de manera involuntaria surgen comparaciones con
otros artistas de vivencias en cierta forma parecidas. Además de otros menos
conocidos, como el novelista ursaonense Emilio Mansera Conde, viene fácilmente
a la memoria Pier Paolo Pasolini. Profundamente religioso en la infancia,
llegado a la adolescencia abandona esas creencias y se decanta por la
sensualidad y la vida vivida con plenitud. Ese cambio, ciertamente profundo, no
puede sino dejar huella en su obra artística. De esa forma se explican en el
mismo creador obras como Saló y los 120 días de Sodoma y El Evangelio
según San Mateo, la primera más que desagradable —con profusión de escenas
que representan todo tipo de abusos— y la segunda un prodigio de sensibilidad sobre
el telón de fondo de la delicada música de Bach.
Seguiré leyendo a Gide, pues seguro que
guarda más sorpresas interesantes.
André
Gide, La puerta estrecha, Madrid, Ediciones Orbis, 1997. [La porte étroite,
1909; traducción de Blanca Torrents].
Víctor
Espuny.
No hay comentarios:
Publicar un comentario