viernes, 13 de diciembre de 2024

La puerta estrecha, de André Gide

 

Imagen de un portal inmobiliario 

Siete años después de El inmoralista (1902), libro ya reseñado por este que les escribe, André Gide sorprendió a sus lectores con una novela que parece su contradicción, aunque también puede verse como su complemento. La puerta estrecha, título que proviene de una cita evangélica, parece escrita para encantar almas religiosas y sensibles, a la manera en la que eran sensibles las almas de hace más de un siglo, cuando la educación era profundamente religiosa incluso en Francia, un país que presume de su laicidad. La realidad nos muestra a un André Gide educado en una familia en la que la religión pesaba más de lo aconsejable para que un niño pudiera desarrollar con normalidad sus potencias naturales. Su padre, fallecido cuando el niño André tenía once años, era una persona alegre y tolerante, la antítesis de la madre, seria, puritana y represora. André crece entre París y Normandía, enfermizo y solitario, refugiado en la observación de la naturaleza y la lectura, pegado a las faldas de una madre castradora. Dueño de una libido potente, a los veintiséis, cuando ya había descubierto su homosexualidad y su inclinación por los niños —era pederasta declarado—, se casa con una prima suya con la que llevaba años viviendo una apasionada relación intelectual. Intenta consumar el matrimonio, pero descubre su impotencia ante el cuerpo femenino, cosa que, imagino, ya sospecharía. Gide fue Premio Nobel de Literatura, entre otras razones, por la desusada honestidad de sus obras, todas con gran carga autobiográfica. Poseía un cuerpo y unas inclinaciones escindidos entre un intento de amar a un Dios en el que no podía creer, pero que necesitaba, y la fuerza de sus instintos. A partir de un viaje al norte de África, elige la llamada de estos últimos y parece entregarse a su satisfacción y a la lucha contra el complejo de culpabilidad que la educación puritana había instalado en él. Gide parece haberse entregado a la escritura como a una terapia, al autoanálisis, y también como una explicación, para él mismo y quizá los demás, de su conducta, pero nunca como una disculpa de comportamientos que creyera moralmente censurables. La permisividad de la pederastia en ciertos círculos del país galo puede resultar chocante para los educados en España a la manera de los países católicos. Ellos parecen verlo como una forma de conducta nada reprochable, ya practicada entre personas de gran formación intelectual en la antigua Grecia, y quizá prestigiada por ello. A mí me cuesta trabajo entenderlo, pues de todos son conocidos los graves daños que los abusos sexuales producen en los menores. Sobre este particular hay un pasaje de La puerta cerrada muy ilustrativo. Una mujer, tía de Jerôme, el protagonista, Lucile Bucolin, mujer exótica, de gran belleza, pone una mano en Jerôme, de once años, que lo marcará para siempre. Demos la palabra a Jerôme.

«Yo experimentaba un malestar extraño cerca de mi tía, un sentimiento hecho de turbación, de cierto género de admiración y de miedo. Tal vez un oscuro instinto me prevenía contra ella, y además yo notaba que ella despreciaba a Flora Ashburton y a mi madre, que Miss Ashburton le tenía miedo y que a mi madre no le gustaba.

Lucile Bucolin, me gustaría no guardarte rencor, olvidar por un instante que hiciste tanto daño…, por lo menos trataré de hablar de ti sin enojo».

El subrayado es mío. Luego cuenta Jerôme, protagonista y narrador, que un día Lucile le llamó, lo atrajo hacia ella, y se puso a arreglarle el cuello del trajecito. En la habitación no había nadie más. El niño estaba asustado.

«¡Los cuellos de marinero se llevan mucho más abiertos! —dijo [Lucile] mientras desabrochaba un botón de mi camisa—. ¡Mira si no estás así mucho mejor!

Y, sacando su espejito, atrajo mi cara contra la suya, pasó alrededor de mi cuello su brazo desnudo, introdujo su mano en mi camisa entreabierta, me preguntó riendo si tenía cosquillas, siguió avanzando su mano… Tuve un sobresalto tan brusco que se rompió mi marinera y hui con el rostro encendido, mientras ella exclamaba: “Uf, el muy tonto”».

Resulta paradójico que Gide defendiese sus encuentros sexuales con niños cuando él mismo reconoce, en la piel de Jerôme, que ese tipo de acciones, hasta las más livianas en apariencia, traumatizan a los niños. Pero me estoy saliendo del tema principal.

La puerta estrecha cuenta la relación amorosa vivida entre dos primos —Alissa y Jerôme— que se sienten muy atraídos el uno por el otro. Juntos comparten paseos, lecturas y reflexiones, aunque son incapaces de ir más allá. Él, por timidez, no da el paso de intentarlo y ella, personaje inspirado en cierta forma en Juliette Rondeaux, la madre de Gide —ambas lectoras apasionadas de obras como el Kempis—, pone siempre una barrera entre los dos. La razón está en la última parte de la novela, el diario de Alissa, donde ella confiesa que, a pesar de quererlo y desearlo, se sacrifica para que él pueda estar más cerca de Dios. La novela puede entenderse como una crítica a las creencias religiosas cuando coartan la vida natural.

Todas las situaciones y los personajes de La puerta estrecha están tratados con gran delicadeza, la novela entera emana sensibilidad. Teniendo en cuenta el contraste con El inmoralista del que hablaba al principio, de manera involuntaria surgen comparaciones con otros artistas de vivencias en cierta forma parecidas. Además de otros menos conocidos, como el novelista ursaonense Emilio Mansera Conde, viene fácilmente a la memoria Pier Paolo Pasolini. Profundamente religioso en la infancia, llegado a la adolescencia abandona esas creencias y se decanta por la sensualidad y la vida vivida con plenitud. Ese cambio, ciertamente profundo, no puede sino dejar huella en su obra artística. De esa forma se explican en el mismo creador obras como Saló y los 120 días de Sodoma y El Evangelio según San Mateo, la primera más que desagradable —con profusión de escenas que representan todo tipo de abusos— y la segunda un prodigio de sensibilidad sobre el telón de fondo de la delicada música de Bach.   

Seguiré leyendo a Gide, pues seguro que guarda más sorpresas interesantes.

 

André Gide, La puerta estrecha, Madrid, Ediciones Orbis, 1997. [La porte étroite, 1909; traducción de Blanca Torrents].

 

Víctor Espuny.

No hay comentarios:

Publicar un comentario