Mapa de las zonas más afectadas (LEVANTE-EMV).
Llevo unos días pensando de qué escribir
hoy. Y mira que hay asuntos de los que
tratar. La Riada de Valencia, por ejemplo. Solo cuando hacen falta se da uno
cuenta de lo difícil que resulta que los recursos públicos lleguen a los
afectados por las catástrofes naturales. Vivimos en un país de administración
manifiestamente mejorable. Los ciudadanos de a pie son generosos, ayudan. Pero
los políticos, no. Han fallado estrepitosamente. Sé que puede sonar a
reaccionario, pero me da igual: el estado de las autonomías posee grandes
carencias que se ponen al descubierto en ocasiones como esta. Los servicios de
alertas, socorro y ayuda deben estar completamente centralizados y gestionados
por técnicos directamente comunicados con un mando único dedicado a ellos. La
administración central posee más presupuesto, más medios. Estar pendiente de
competencias y jurisdicciones ralentiza todos los procesos y perjudica a la
calidad de los servicios prestados. Un mes después, escribo el día 29 de
noviembre, a las localidades afectadas solo ha llegado el 0’64% del dinero
prometido por el gobierno central y el 15% del anunciado por la Comunidad
Valenciana, aunque la cantidad prometida en el primero es sustancialmente mayor.
Los políticos, responsables de las grandes decisiones, están enfrascados en
luchas partidistas, buscando solo ocupar o defender el sillón, la poltrona, y
mientras más elevada sea esta se lucha por ella con mayor encono. A veces, de
verdad, los políticos parecen una plaga, el problema, no la solución. Mientras
quedan todavía garajes subterráneos a los que no se ha podido entrar, llenos de
agua, e infinidad de casas destruidas, niños sin colegios, sin parques
infantiles, ellos, en el parlamento, consultan en su iPhone sus cuentas
bancarias, lindamente engrosadas cada mes con sueldos vergonzantes. Y no
arreglan la situación.
El número de políticos profesionales debe
ser disminuido a todas luces. Solamente sumando los miembros del Congreso (350),
el Senado (266) y los parlamentos autonómicos (1.261) se alcanza la cifra de 1.877.
No entro en diputaciones provinciales para no echarme a llorar. Todas esas
personas, a las que hay que añadir asesores personales de libre designación,
secretarios, subsecretarios, ministros, consejeros de todo tipo, etc., díganme
de qué sirven, si en los pueblos afectados por la DANA la situación está al
borde de la catástrofe humanitaria y la emergencia sanitaria un mes después de
los hechos. Hagan más, por favor, por esas personas, familias de gente
trabajadora que han perdido todo lo que tenían: su casa, su coche, sus
recuerdos, seres queridos en muchos casos.
Los recursos del Estado están tan
mal administrados que la situación clama al cielo. ¿Qué dinero hay, por
ejemplo, para la investigación de fármacos y terapias médicas imprescindibles?
Hace unos días los medios de comunicación anunciaban a bombo y platillo que un
joven investigador español había recibido un premio por los descubrimientos que
había hecho sobre la metástasis de cierto tipo de cáncer. ¿Saben a cuánto
ascendió el premio? No, menos todavía: 10.000 mil raquíticos euros. ¿Saben a
cuánto ascendieron los últimos Presupuestos Generales del Estado? A 583.543
millones de euros. No sé qué corporación, pública o privada, concedió el
premio, pero todas las grandes manejan cifras exorbitantes, en las cuales la
cantidad de la recompensa mencionada supone menos que nada. Creo que no hacen falta más
comentarios. Ojalá no se les ponga enfermo de cáncer ni sufra una riada ningún
familiar de los políticos que tan felices están en los gobiernos —autonómico o
central— con la barriga llena. Y mientras, las obras que pueden arreglar
definitivamente la cuestión de las riadas en el barranco del Poyo, cuya
peligrosidad se conoce y se ha venido estudiando al menos desde el siglo XVIII
—lean el conocido texto de Antonio José Cavanilles (1745-1804)—, se encuentran paralizadas
por las distintas administraciones, que solo se ponen de acuerdo para luchar
entre ellas, quítate tú, que me ponga yo, que ya me toca. Qué vergüenza, de
verdad.
Víctor
Espuny
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