domingo, 1 de diciembre de 2024

Migraciones e historia del arte. El caso de Roma en el siglo XVI

 

Vista parcial del Pasetto di Borgo (castel-sant-angelo-ticket.com) 

            Entender la historia sin las migraciones humanas resulta imposible. Muchas de ellas —como aquella masiva de irlandeses a Estados Unidos a mediados del siglo XIX— fueron provocadas por hambrunas. Otras, por mejorar la economía familiar o salir de una población de cortos horizontes. Este es el caso más común. Nadie podría entender la pujanza actual de Cataluña o el País Vasco sin la aportación de tantos brazos venidos de Andalucía, Extremadura y Murcia; de los Estados Unidos sin el aporte de sangre africana y latina; de Almería o Huelva sin la contribución de la mano de obra del otro lado del estrecho. Creo que son realidades objetivas. Pero a lo largo de la historia ha habido otras muchas migraciones provocadas por las guerras y los saqueos, por la destrucción de ciudades o la llegada al poder de un grupo que odia al diferente o, simplemente, al opositor. Estos hechos han empujado, y empujan, a muchas personas a huir de su tierra en busca de lugares donde seguir viviendo con un mínimo de seguridad. En el transcurso del siglo XX hubo muchas migraciones de este tipo. Todas, en general, son movimientos poblacionales que empobrecen la tierra de la que salen y enriquecen aquella a la que llegan. Esto es así señaladamente en el campo de la cultura. Es ya un tópico, no sé hasta qué punto replicable, pero el final de la guerra incivil española convirtió la cultura española en una especie de erial. Salvo contados casos, todos de escritores cercanos al nuevo régimen, las personas de más talla intelectual cruzaron la frontera para no volver. Los emigrados llevaron sus palabras, sus creaciones y sus ideas a otros países, sobre todo americanos, donde contribuyeron de manera significativa a la vida cultural. Más o menos en la misma época existió un flujo continuo de habitantes de Centroeuropa que temían por su vida tras el ascenso del partido nacionalsocialista obrero alemán. Muchos de ellos supieron ver qué se avecinaba y pusieron tierra por medio antes de comenzar los confinamientos, las agresiones y los asesinatos. La edad dorada del cine estadounidense, por ejemplo, no puede entenderse sin el aporte de cineastas europeos afincados en esa época en aquel país. Con ellos llevaban técnicas e ideas desconocidas al otro lado del océano y contribuyeron notablemente al brillo de esa industria en todos los campos. Hay, sin embargo, un episodio histórico no muy divulgado que tuvo consecuencias notables en la historia del arte y en el que España jugó un papel fundamental: el Saco de Roma.

En 1527 la ciudad italiana contaba con 55.000 habitantes. Era una población amurallada, pero a la sazón mal defendida. El papa del momento, Clemente VII, miembro de la rica familia Medici, se encontraba empeñado en hacer la guerra al emperador Carlos V. Tenía como aliados a otros enemigos del emperador, señaladamente el rey francés Francisco I, el mismo que había pasado una buena temporada preso en Madrid tras caer prisionero en la batalla de Pavía. Nunca estuvo en el ánimo del Carlos V causar daño a la hoy llamada Ciudad Eterna, pero no todo se puede controlar. Él estaba en España feliz, casado un año antes y a punto de ser padre. El 6 de mayo de aquel año, tropas imperiales formadas en su gran mayoría por soldados alemanes luteranos, conocidos como lansquenetes, y comandadas por un general francés enemigo de su rey, entraron en Roma tras superar las defensas, mal resguardadas. El movimiento, inesperado, produjo el sacrificio de la casi totalidad de la Guardia Suiza, cuyos soldados murieron protegiendo la posición para dar tiempo al papa a huir por el Passeto di Borgo, el corredor —elevado pero cubierto— que desde la Edad Media une la Ciudad del Vaticano con el castillo de Sant’Angelo. Allí pudo refugiarse el sumo pontífice mientras las tropas imperiales, que llevaban meses sin cobrar y habían perdido a su general en los primeros compases del asalto a la ciudad, saqueaban la población. La ocupación de esta duró al menos hasta febrero de 1528. Murieron decenas de miles de personas de forma violenta o por la epidemia de peste que brotó en unas circunstancias sanitarias más que deficientes, pues nadie se encargaba de dar sepultura a los cadáveres. Quien no había muerto había huido buscando un lugar seguro para vivir, de manera que a comienzos de 1528 Roma contaba tan solo con 11.000 habitantes. La mayoría de sus principales palacios y templos habían sido asaltados por los lansquenetes, que llevaban ya impresas en sus mentes las palabras de Lutero venidas a liberarles de su obediencia a Roma y de su creencia en los papas. Cualquier observador objetivo que conozca la vida de sumos pontífices como León X o de vendedores de indulgencias como el dominico Juan Tetzel puede explicarse lo que pasó, qué ira llevaban dentro aquellos soldados alemanes desbandados. Eso no quita que los hechos fueran lamentables. Cuentan que, al recibir la noticia de los sucesos, el Emperador, que disfrutaba en nuestro país de las fiestas organizadas para celebrar el nacimiento del príncipe heredero, el futuro Felipe II, ordenó suspender todos los festejos y vistió de negro durante años en señal de duelo.

Estos hechos, sin embargo, tuvieron algo bueno. El Saco de Roma produjo una diáspora de artistas, pues Roma había pasado de ser el lugar donde más trabajo había para ellos —singularmente en las obras de la Basílica de San Pedro— a ser un lugar completamente deprimido. Muchos de estos artistas eran admiradores de Rafael y Miguel Ángel y habían comenzado a intuir y expresar un nuevo arte, más sofisticado, elaborado y profundo que el clásico Renacimiento: el Manierismo. Se trata de artistas fundamentales, como Benvenuto Cellini, Parmigianino, Rosso Fiorentino, Perin del Vaga o Giulio Romano. Gracias al movimiento de todos estos creadores en busca de lugares más propicios donde trabajar, su arte, tan refinado, se extendió por el resto de Italia y Europa. Fue una emigración que, como todas en general, benefició el lugar elegido. El mundo en el que vivimos no pude entenderse sin ellas, ni en la música, ni en la danza, ni en ninguna expresión artística.

 

Víctor Espuny.

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