Vista parcial del Pasetto di Borgo (castel-sant-angelo-ticket.com)
Entender la historia sin las migraciones
humanas resulta imposible. Muchas de ellas —como aquella masiva de irlandeses a
Estados Unidos a mediados del siglo XIX— fueron provocadas por hambrunas. Otras,
por mejorar la economía familiar o salir de una población de cortos horizontes.
Este es el caso más común. Nadie podría entender la pujanza actual de Cataluña o
el País Vasco sin la aportación de tantos brazos venidos de Andalucía,
Extremadura y Murcia; de los Estados Unidos sin el aporte de sangre africana y
latina; de Almería o Huelva sin la contribución de la mano de obra del otro
lado del estrecho. Creo que son realidades objetivas. Pero a lo largo de la
historia ha habido otras muchas migraciones provocadas por las guerras y los
saqueos, por la destrucción de ciudades o la llegada al poder de un grupo que
odia al diferente o, simplemente, al opositor. Estos hechos han empujado, y
empujan, a muchas personas a huir de su tierra en busca de lugares donde seguir
viviendo con un mínimo de seguridad. En el transcurso del siglo XX hubo muchas
migraciones de este tipo. Todas, en general, son movimientos poblacionales que
empobrecen la tierra de la que salen y enriquecen aquella a la que llegan. Esto
es así señaladamente en el campo de la cultura. Es ya un tópico, no sé hasta
qué punto replicable, pero el final de la guerra incivil española convirtió la
cultura española en una especie de erial. Salvo contados casos, todos de escritores
cercanos al nuevo régimen, las personas de más talla intelectual cruzaron la
frontera para no volver. Los emigrados llevaron sus palabras, sus creaciones y
sus ideas a otros países, sobre todo americanos, donde contribuyeron de manera
significativa a la vida cultural. Más o menos en la misma época existió un
flujo continuo de habitantes de Centroeuropa que temían por su vida tras el
ascenso del partido nacionalsocialista obrero alemán. Muchos de ellos supieron
ver qué se avecinaba y pusieron tierra por medio antes de comenzar los
confinamientos, las agresiones y los asesinatos. La edad dorada del cine
estadounidense, por ejemplo, no puede entenderse sin el aporte de cineastas
europeos afincados en esa época en aquel país. Con ellos llevaban técnicas e
ideas desconocidas al otro lado del océano y contribuyeron notablemente al
brillo de esa industria en todos los campos. Hay, sin embargo, un episodio
histórico no muy divulgado que tuvo consecuencias notables en la historia del
arte y en el que España jugó un papel fundamental: el Saco de Roma.
En 1527 la ciudad italiana contaba con
55.000 habitantes. Era una población amurallada, pero a la sazón mal defendida.
El papa del momento, Clemente VII, miembro de la rica familia Medici, se
encontraba empeñado en hacer la guerra al emperador Carlos V. Tenía como
aliados a otros enemigos del emperador, señaladamente el rey francés Francisco
I, el mismo que había pasado una buena temporada preso en Madrid tras caer
prisionero en la batalla de Pavía. Nunca estuvo en el ánimo del Carlos V causar
daño a la hoy llamada Ciudad Eterna, pero no todo se puede controlar. Él estaba
en España feliz, casado un año antes y a punto de ser padre. El 6 de mayo de
aquel año, tropas imperiales formadas en su gran mayoría por soldados alemanes
luteranos, conocidos como lansquenetes, y comandadas por un general francés
enemigo de su rey, entraron en Roma tras superar las defensas, mal resguardadas.
El movimiento, inesperado, produjo el sacrificio de la casi totalidad de la
Guardia Suiza, cuyos soldados murieron protegiendo la posición para dar tiempo
al papa a huir por el Passeto di Borgo, el corredor —elevado pero
cubierto— que desde la Edad Media une la Ciudad del Vaticano con el castillo de
Sant’Angelo. Allí pudo refugiarse el sumo pontífice mientras las tropas
imperiales, que llevaban meses sin cobrar y habían perdido a su general en los
primeros compases del asalto a la ciudad, saqueaban la población. La ocupación
de esta duró al menos hasta febrero de 1528. Murieron decenas de miles de
personas de forma violenta o por la epidemia de peste que brotó en unas
circunstancias sanitarias más que deficientes, pues nadie se encargaba de dar
sepultura a los cadáveres. Quien no había muerto había huido buscando un lugar
seguro para vivir, de manera que a comienzos de 1528 Roma contaba tan solo con
11.000 habitantes. La mayoría de sus principales palacios y templos habían sido
asaltados por los lansquenetes, que llevaban ya impresas en sus mentes las
palabras de Lutero venidas a liberarles de su obediencia a Roma y de su
creencia en los papas. Cualquier observador objetivo que conozca la vida de sumos
pontífices como León X o de vendedores de indulgencias como el dominico Juan
Tetzel puede explicarse lo que pasó, qué ira llevaban dentro aquellos soldados
alemanes desbandados. Eso no quita que los hechos fueran lamentables. Cuentan
que, al recibir la noticia de los sucesos, el Emperador, que disfrutaba en
nuestro país de las fiestas organizadas para celebrar el nacimiento del príncipe
heredero, el futuro Felipe II, ordenó suspender todos los festejos y vistió de
negro durante años en señal de duelo.
Estos hechos, sin embargo, tuvieron algo
bueno. El Saco de Roma produjo una diáspora de artistas, pues Roma había pasado
de ser el lugar donde más trabajo había para ellos —singularmente en las obras
de la Basílica de San Pedro— a ser un lugar completamente deprimido. Muchos de
estos artistas eran admiradores de Rafael y Miguel Ángel y habían comenzado a
intuir y expresar un nuevo arte, más sofisticado, elaborado y profundo que el
clásico Renacimiento: el Manierismo. Se trata de artistas fundamentales, como
Benvenuto Cellini, Parmigianino, Rosso Fiorentino, Perin del Vaga o Giulio
Romano. Gracias al movimiento de todos estos creadores en busca de lugares más
propicios donde trabajar, su arte, tan refinado, se extendió por el resto de
Italia y Europa. Fue una emigración que, como todas en general, benefició el
lugar elegido. El mundo en el que vivimos no pude entenderse sin ellas, ni en
la música, ni en la danza, ni en ninguna expresión artística.
Víctor
Espuny.
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