viernes, 7 de marzo de 2025

Tus pasos por la escalera, de Antonio Muñoz Molina

 

(Este artículo, con algunas variaciones, ya fue publicado anteriormente en otras páginas).


Fotografía de Deensel

Confieso mi admiración por la obra de Antonio Muñoz Molina. Lo he leído desde muy joven y ha sido uno de los pocos artistas que ha podido sentirse contrariado ante mi interés por hablar con él. El otro fue Hilario Camacho. Les cuento.

            Fue a principios de los noventa. No recuerdo si iba hacia Madrid o venía de allí, pero sí que viajaba en tren. Yo había leído ya Beatus IlleEl invierno en Lisboa y El jinete polaco. Las tres novelas me habían gustado, sobre todo la última. En aquella época Muñoz Molina se prodigaba bastante en los periódicos, sobre todo en El País, creo, y su imagen ya era conocida. Llevaba el pelo más o menos como ahora pero no tenía gafas y lucía un frondoso bigote. Había visto su foto infinidad de veces. Y viajábamos en el mismo vagón. Era emocionante.

No soy un cazador de autógrafos ni nada por el estilo, pero los buenos artistas me pierden. Yo iba leyendo —bueno, miento, no leía, solo estaba pendiente de él, tenía el libro abierto y poco más— y él también. No recuerdo qué leía, pero sí el aspecto de su libro, una publicación en papel biblia, muy fino, con los filos de las hojas dorados y un marca páginas de tela. El recuerdo ya es lejano, han pasado unos treinta años, pero creo que intenté hablar con él en la zona situada entre dos vagones. Era un hombre alto, más de lo que imaginaba. Había salido a fumar, creo, y yo también. Entonces, sacando fuerzas no sé de dónde porque soy muy tímido, le pregunté, así, sin mediar presentación ni introducción alguna, si era Antonio Muñoz Molina. Sé que era él, estoy convencido, pero él vería en mis ojos y en mi forma de comportarme algo que le encendió la señal de alarma y me dijo que no. Me dijo que no y se quedó tan pancho.

A pesar de aquella negación suya, muy comprensible —no quería que un admirador inoportuno y pesado le diera el viaje—, seguí leyendo sus novelas. Recuerdo Ardor guerreroBeltenebros y Sefarad. Ninguna como El jinete polaco.

Hoy quiero hablarles de su novela Tus pasos por la escalera. Está escrita en primera persona. Es el punto de vista del narrador-protagonista, el mismo que ocupa el lector: este lo sabe todo a través de la mirada de aquel. La acción transcurre en Nueva York y Lisboa. El protagonista lleva unos años en Nueva York y decide mudarse a la capital portuguesa más o menos tras la primera victoria de Trump en las elecciones norteamericanas. El lector vive con él el desembarco en una ciudad tan distinta, sus problemas con el idioma, con los funcionarios municipales, con carpinteros, electricistas y reparadores en general. Vive la admiración por la luz de Lisboa, por las vistas de una ciudad de colinas sembradas de casas blancas asomadas a una ancha lámina de agua azul. La acción dura hasta el mismo año 2019. Lo prueba una referencia a la investigación sobre la forma en la que murió el periodista Khashoggi (pág. 286). La novela es principal, y casi únicamente, una historia de amor, un amor que lo llena todo de forma casi obsesiva. Pero también es otras muchas cosas, como un intento de concienciar sobre la necesidad de respetar la libertad individual y de hacer reflexionar sobre los avisos del cambio climático. El protagonista, de nombre Bruno, acaba de llegar a Lisboa, donde va a preparar una nueva residencia para él y su pareja. Los dos están ya cansados de la vida en Nueva York. La llegada de Bruno a la capital portuguesa precede a la mudanza y la preparación de la casa mientras espera la llegada de Cecilia. Bruno solo tiene la compañía de Luria, un perro muy inteligente, pero esta le basta. Durante el tiempo de espera, muy indefinido —quizá semanas, quizá meses, quizá un año—, Bruno rememora los años vividos en Manhattan junto a Cecilia, la incomodidad de aquella ciudad, tan estimulante por otra parte, pero solo habitable durante unas pocas semanas de otoño debido a lo riguroso de su clima. Resultan impresionantes, para los que tuvimos la suerte de no estar allí aquel once de septiembre, los pasajes dedicados a la forma en la que se vivió en la zona baja de Manhattan durante las semanas posteriores al ataque a las Torres Gemelas, y curiosos los continuos paralelismos que Bruno establece entre Nueva York y Lisboa, las dos ciudades con monumentales puentes elevados cientos de metros sobre caudalosos ríos en su desembocadura en el mar, el mismo océano, por cierto. Da la impresión, solo la impresión porque ya sabemos que un literato puede ser ante todo un gran mentiroso —O poeta é um fingidor—, que Muñoz Molina habla por boca de Bruno en muchos pasajes y realmente está cansado de la vida en aquella ciudad norteamericana, algo perfectamente comprensible para cualquiera que haya estado allí y haya comprobado cómo lo tratan a uno en el JFK o cómo es el invierno, o el pleno verano, en aquella ciudad de mercaderes, hormigón y acero.

Cecilia trabaja investigando en el laboratorio las conexiones neuronales de los cerebros de animales y humanos. Es una persona apasionada por entender todos los mecanismos cerebrales. Esa pasión se la ha contagiado a Bruno, que nos transmite sus conocimientos sobre las percepciones de los sentidos. Destaca, como ejemplar en cuanto a redacción, el capítulo 25 (págs. 138-141), en el que se nos ilustra sobre la consideración del paso y la medición del tiempo en distintas culturas y civilizaciones.

Y mientras les cuento esto, Bruno, sentado junto a Luria, mira por la ventana y espera, los dos con la fidelidad obsesiva de los canes. No se lo pierdan.

 

Antonio Muñoz Molina, Tus pasos en la escalera, Barcelona, Seix Barral, 2019.

 

Víctor Espuny.

jueves, 6 de marzo de 2025

El dueño del secreto, de Antonio Muñoz Molina

Imagen de una manifestación estudiantil de la época

(archivodelatransición.es).

            Escrita con un sentido del humor poco habitual en el Muñoz Molina de hoy —al menos el de los artículos periodísticos—, y poseedora de un capítulo final que recuerda la vuelta al pueblo y el aburguesamiento de uno de los principales personajes de La voluntad, de Azorín, la novela El dueño del secreto me ha dejado un excelente sabor de boca. Ambientada en su mayor parte en Madrid y en 1974, cuando el narrador protagonista tiene solo dieciocho años y está recién llegado para estudiar periodismo, la novela, corta, relata la implicación involuntaria de un muchacho de provincias en un golpe de estado que pretende acabar con el régimen de Franco e implantar la Tercera República. En la novela llama la atención el uso de los contrarios para generar comicidad en la existencia del personaje llamado Ramón Tovar, la antítesis del protagonista en la mayoría de las facetas de la personalidad. El protagonista es más bien tímido, amante de la lectura y la escritura en soledad; Ramón trabaja de mecánico y es expansivo, más bien basto, escandaloso, vital. Ambos, eso sí, se guardan lealtad y se apoyan como buenos paisanos perdidos en una ciudad desconocida. Para acentuar más lo que les separa, el autor coloca a los dos en la misma pensión y la misma habitación. También destaca la ternura del protagonista, su fragilidad, un antihéroe muy conseguido. Sin embargo, pesar de ser pusilánime y falto de carácter, el narrador protagonista parece tener claras algunas cuestiones principales, como su amor por la escritura y por la máquina de escribir ligera que posee, la más valiosa de sus propiedades, cuya recuperación casi al final de la novela da pie a un interesante giro en la trama. El capítulo de cierre finaliza en 1993, cuando el narrador tiene ya treinta y siete años, fecha que corresponde con el momento de escritura y de publicación (1994). Muñoz Molina estudió periodismo en Madrid y aprovechó su conocimiento de la ciudad, su sociedad y la vida universitaria para escribir este libro, sin duda valioso y entretenido. Su edad corresponde con la del protagonista. Afortunadamente para los lectores, el autor ubetense nunca volvió a su pueblo para establecerse allí, como el protagonista de El dueño del secreto, y siguió el periplo vital que todos conocemos, tan fértil en experiencias y publicaciones.  

 

Víctor Espuny.

lunes, 3 de marzo de 2025

Viaje por España hasta el Sahara, de Matilda Betham-Edwards

 

La Torre de las Damas antes de su restauración a comienzos del siglo xx.

(Imagen de Torres Molina. Archivo del Patronato de la Alhambra y Generalife).

 

Leo desde que tengo memoria, cuando en las casas de campo aún no había luz eléctrica y mis padres me prohibían leer después del atardecer para no perjudicar la vista. Entiendo que sus intenciones eran buenas, pero yo me escondía para leer a la luz de una vela o una linterna de petaca y seguía ensimismado en la lectura. Como lector de historia, leo también revistas y estoy suscrito a algunas. Una de ellas, Andalucía en la historia, regaló, con el número de enero, un libro, y de este pretendo hablarles hoy. Se titula Viaje por España hasta el Sahara, de Matilda Betham-Edwards (1836-1919).

            No voy a narrar aquí la biografía de la autora: está en la red en varios lugares e idiomas, pero sí a resaltar sus rasgos principales. Nacida en el condado inglés de Suffolk, de pastor anglicano y granjero y de una mujer de familia amante de la cultura, Matilda se decantó claramente por la rama materna, tanto que quiso conservar el apellido de la madre, Betham. Se sintió muy inclinada siempre por Francia y por todo lo que se la evocase, y llegó a conocer el país galo mejor que la mayoría de sus habitantes. Hablaba correctamente inglés, francés, alemán y conocía algo otros idiomas, como el español. Escribió novelas, alguna de éxito, y libros de viajes. Vivió de la escritura y la hospitalidad de los abundantes contactos que tenía. Fue autodidacta. Era feminista y nunca se casó ni se le conocieron novios. A finales de 1868 emprendió uno de sus muchos viajes, en esta ocasión por España y Argelia. Iba en compañía de Bárbara Bodichon, una amiga pintora e importante activista del feminismo afincada en Argelia. El libro de hoy, Viaje por España hasta el Sáhara (Sevilla, Renacimiento, 2023) —traducido y prologado por María Luisa Venegas Lagüens—, es fruto de aquel viaje.

            Tenemos a las dos amigas en la estación de Biarritz, donde van a tomar un tren con el que se van a adentrar en España. Estamos en otoño. Las dos viajeras son relativamente jóvenes, se sienten fuertes y son valientes. Su equipaje no es precisamente ligero. Además de un número indeterminado de baúles, consta de «un botiquín, un baño de goma plegable, un cesto con provisiones (precaución que no hay que descuidar), dos o tres paquetes de libros, dos o tres fardos de cobertores, un maletín de cuero con material para bosquejar, varios blocs de dibujo de diversos tamaños, una bolsa de seda con agujas e hilos y, por último, un bolsón con innumerables adminículos diversos tales como cuadernos, prismáticos, pasaportes, tetera, bolsa de agua caliente, infiernillo, cojín inflable y zapatillas» (p. 42). Imaginen. Pasan la frontera el diez de noviembre. Ver la España de 1868 con ojos de una inglesa francófila, protestante y creyente en la leyenda negra puede ser algo muy ilustrativo. ¿Qué opinión de nosotros vierte esta señora en su libro? Creo que los lectores se la pueden imaginar si alguna vez han advertido la creencia en su superioridad de muchos británicos en relación a nuestro país. Con un paseo de poco más de un mes por Burgos, Madrid, Toledo, Córdoba, Málaga, Granada. Loja y Algeciras, Betham-Edwards se cree con elementos de juicio suficientes para tachar a los españoles de vagos, zafios, procrastinadores y el resto de adjetivos negativos relativos a la conducta que puedan imaginarse. Salva de la quema las catedrales de Burgos y Toledo, el museo del Prado, la mezquita de Córdoba y la granadina Alhambra, pero de las personas no parece defender a casi nadie. En Málaga —a la que califica de mal oliente, polvorienta y sucia— hace, sin embargo, una excepción. No tiene la consideración, de mencionar su nombre, pero habla elogiosamente de doña Trinidad Grund, «una joven y atractiva viuda adinerada que, al perder a su marido y a sus hijos de forma repentina, dedica todo su tiempo y dinero a obras de caridad» (p. 137). Habla de las escuelas para huérfanos que fundó la viuda del mayor de los Heredia Livermore y describe su funcionamiento con cierto detalle, inclinada a la benevolencia, creo, por el hecho de que las hermanas que gestionaban estos centros benéficos fundados por doña Trinidad eran francesas. Después de haber pasado unos días en cada una de las ciudades mencionadas, Matilda y Bárbara consiguen llegar a Gibraltar y tomar un vaporcito que las lleva hasta Gazahouet, entonces llamada Nemours, en la costa occidental de Argelia. Nada más llegar a la entonces colonia francesa todo es perfecto: todo está limpio, los niños se portan bien, todo es francés y civilizado. Los militares les hablan de las barbaridades —asaltos, robos y asesinatos— que cometen los marroquíes del otro lado de la frontera, pero Betham-Edwards pone siempre en duda sus palabras y prefiere escuchar a los colonos franceses que viven allí, con los que se entiende perfectamente y a los que atribuye opiniones muy favorables sobre la seguridad de los caminos argelinos. Desde Nemours viajan hasta Orán pasando por Tremecén, a la que pone por encima de Granada en cuanto a arte islámico. El libro acaba con la descripción de las aldeas destruidas por el terremoto ocurrido en el norte de Argelia a comienzos de 1869. Cuando escribe sobre Argelia hace a veces mención de los españoles que viven allí y del pasado hispánico de aquellas tierras, sobre todo de Orán.

            A pesar de la poca ecuanimidad de las opiniones sobre España de la autora, el libro posee pasajes aprovechables. Su contenido no puede compararse desde luego con el Manual para viajeros por Andalucía y lectores en casa (1845) de Richard Ford (1796-1858), que sí conoció bien Andalucía, sabía de lo que hablaba por llevar años aquí y recorrerla a caballo, pero aun así vamos a darle una oportunidad porque Betham-Edwards era novelista, y su mirada esteticista modela su prosa. Casi todos los viajes que las dos amigas realizan en tierras españolas los llevan a cabo en tren, dejando así testimonio del estado en el que estaba el ferrocarril español en sus comienzos. Elogian los vagones de primera clase para señoras, donde viajaron solas casi todo el tiempo. El trayecto entre Madrid y Toledo les llevó ocho horas (p. 87) y aquel entre Córdoba y Málaga, once (p. 131); no les miento, es lo que se lee en el libro. A su paso por las montañas, el tren de Córdoba a Málaga iba tan lento que «la mayoría de los pasajeros se bajaron y fueron caminando» (p. 131). De Granada a Málaga realizan la primera parte del viaje, hasta Loja, en el primer tren con pasajeros que recorrió la línea, viajaron el día de la inauguración. Matilda escribe de la Alhambra: «No hay lugar en el mundo como la Alhambra, tan elegante, tan perfecto, tan triste. No hay palabras para describirla ni lápiz para dibujarla. Se guarda en un lugar aparte en el corazón y la imaginación, como una segunda y dorada juventud que llega brevemente, nos hace felices y se marcha» (p. 160). Son varios los pasajes como este que contiene el libro, y solo por ellos merece ser leído.

 

Víctor Espuny.

           

martes, 18 de febrero de 2025

Lucky Jim, de Kingsley Amis

Kingsley Amis (mediastorehouse.com). 

            Se trata de una novela humorística sobre la vida de los departamentos universitarios británicos. La acción transcurre en los años cincuenta del siglo XX, pero el lugar y la época son más o menos flexibles, quiero decir que las ideas sobre el funcionamiento de dichos grupos humanos son extraíbles a otros tiempos y lugares. Está narrada en tercera persona y el narrador siempre se halla escrupulosamente situado en el punto de vista del protagonista. Este es un joven ayudante recién llegado, y por un periodo de prueba de dos años, al departamento de Historia Medieval de una universidad de provincias. Vive en una pensión con otros compañeros y frecuenta, por obligación, la casa del catedrático jefe, a quien no puede ver, aunque se cuida mucho de demostrar su animadversión porque su empleo depende de este señor. El catedrático, un ser muy pagado de si mismo, pedante y, en general, poco atrayente, tiene mujer e hijos, y uno de ellos una novia de la que Jim se enamora perdidamente, sin remedio: cae víctima de una de las pasiones más dignas de ser vividas. Para hacer méritos académicos, Jim envía a revistas artículos de investigación, trabajos suyos que acaban siendo vampirizados por los editores. También en el departamento de historia ve cómo el catedrático se aprovecha continuamente de sus facultades y su capacidad de trabajo. Jim tiene un grave problema con el alcohol, el mismo que sufría Kingsley Amis (1922-1995): es dipsómano. Su afición a beber sin medida genera muchos de los pasajes más divertidos de la obra. Otros, sobre todo un trayecto en autobús situado casi al final de la novela, son reflejo de un momento de sobriedad, muestra clara de la posibilidad de vivir de forma libre y resultar igual de cómico si se desea. No pretendo realizar un elogio de la abstinencia, desde luego, pues de todos es conocido cómo muchas de las grandes obras de la literatura no hubieran existido sin la contribución de este hábito autodestructivo.

            Poco más voy a añadir. Si quiere pasar unos cuantos días con una novela desternillante y tan apasionante y apasionada como lo fue su autor, ya sabe cuál leer, a ver si, para acabar, tiene usted tanta suerte como su asendereado protagonista, un antihéroe de lo más memorable.


Kingsley Amis, Lucky Jim, Madrid, Impedimenta, 2018. [Lucky Jim, 1953]. Traducción de Eder Pérez Garay.

 

Víctor Espuny.   

domingo, 9 de febrero de 2025

Intercambios, de David Lodge

Unsplash

            David Lodge (1935-2025) fue un novelista, profesor y crítico literario londinense. Murió hace apenas un mes. Tuve conocimiento de su existencia y de su obra gracias a la noticia de su fallecimiento. Puestos a leer algo de él, elegí la novela que a decir de casi todo el mundo es la mejor. Y aquí me tienen.

            Intercambios. Historia de dos universidades (1975) cuenta las peripecias sufridas por dos profesores universitarios durante un semestre de 1969. Uno de ellos, Philip Swallow, es británico; imparte clases en la universidad —ficticia— de Rummidge, en el centro de la isla. El otro, Morris Zapp, norteamericano, da clases en la universidad —ficticia— de Euforia, en la costa oeste. Ambas universidades poseen equivalentes reales que los críticos se han encargado de dilucidar. La novela —titulada Changing Places en inglés y Changement de décor en francés— basa su argumento en un intercambio entre los dos profesores. Por cuestiones del azar, pero verosímiles, ambos acaban viviendo en casa del otro y durmiendo con la mujer del otro, de manera que el intercambio de papeles es total. La novela pertenece a esa sabrosa época de la literatura en la que la sociedad no era tan pesimista como ahora y sobraba talento para escribir como a uno le apeteciese, sin pensar en el mercado, y atreviéndose con ciertas dosis de experimentación. Aunque las alteraciones en el orden del relato de los acontecimientos —analepsis, prolepsis, etc.— son pocas, sí abundan los cambios de técnicas narrativas, variaciones que añaden a la lectura un encanto que de otra forma hubiera estado ausente. Así, unas partes están contadas por un narrador omnisciente clásico; otras forman parte de la literatura epistolar, como si hubiéramos vuelto al siglo XVIII en las formas; otras están dominadas por largos diálogos; otras están escritas como si de un guion cinematográfico se tratase; y otras, finalmente, como si leyéramos una obra de teatro. A los dos personajes principales, ya mencionados, hay que añadir sus esposas, Hilary y Desirée, cuyas voluntades son básicas para cambiar el devenir de la historia. Se encuentran inmersas en sociedades muy distintas, una, la norteamericana, mucho más avanzada, pero ambas viven los primeros años de los movimientos hippy, pacifista y de liberación de la mujer, brindando así a la obra una modernidad que aún hoy día la mantiene fresca. A estos cuatro personajes destacados hay que añadir toda una colección de secundarios muy bien caracterizados y definidos. Además, y sobre todo, la novela es muy divertida: contiene pasajes ciertamente desternillantes por los choques que reciben ambos profesores al ser trasladados a un medio tan distinto al suyo. A pesar de la aparente fantasía con el que está escrito, el libro posee un alto grado de verosimilitud al haber sido inspirado por una temporada que Lodge pasó becado en Norteamérica junto a su mujer y sus dos hijos. El autor conocía bien el medio universitario, tanto que acabó dejando la enseñanza para vivir con más libertad.

Si quiere pasar un buen rato y recordar aquellos años sesenta en los que todo lo bueno parecía posible aún, este es su libro, que tendrá que sacar de una biblioteca, porque por el momento está completamente agotado.

 

David Lodge, Intercambios. Historia de dos universidades, Barcelona, Anagrama, 1997. [Ghanging Places. A Tale of Two Campuses, 1975; traducción de Francesc Roca].

 

Víctor Espuny.

sábado, 8 de febrero de 2025

Metempsícosis

 


Alma llevada al cielo por dos ángeles

(William-Adolphe Bouguereau)

 

Según se lee en el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española (edición digital de 2024), metempsícosis —o metempsicosis— es un derivado del latín metempsychōsis, y este del griego μετεμψύχωσις. Se trata —copio literalmente— de una «doctrina religiosa y filosófica de varias escuelas orientales, y renovada por otras de Occidente, según la cual las almas transmigran después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior». Estamos, pues, ante un sinónimo de transmigración o reencarnación.

El recorrido lexicográfico de la palabra puede resumirse de la siguiente manera. En el primero de los diccionarios académicos españoles, conocido como Diccionario de Autoridades (1726-1739), la ortografía de la palabra es metempsychosis, la forma latina inalterada, aunque en el cuerpo de la definición se lee «pronunciase la ch como k». En cuanto a la definición, denota la intromisión de consideraciones morales o religiosas en el terreno de la ciencia, corriente aun en tiempos ilustrados por el poderoso influjo de la Iglesia en España. En su definición leemos: «Es voz griega, usada solamente para referir el error de Pythágoras y su Escuela, que creían que las almas de los que morían passaban à animar otros cuerpos, yá de hombres, yá de brutos indistintamente». Se habla de error, dejando bien sentada la ortodoxia religiosa de la obra. Doscientos años después, en la edición del Diccionario de la Lengua Española de 1914 (decimocuarta edición), a la información etimológica contenida en la edición digital de 2024 se añade el significado de μετεμψύχωσις: hacer pasar un alma a distinto cuerpo. La definición, copiada literalmente, es «doctrina religiosa y filosófica de varias escuelas orientales, y renovada por otras de Occidente, según la cual transmigran las almas después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior». Vemos que en más de cien años la definición, salvo en el orden de la secuencia «transmigran las almas», ha permanecido completamente inalterada.

En ese corto viaje por diccionarios históricos, podemos recalar también en la obra del onubense Roque Barcia titulada Diccionario general etimológico de la Lengua Española (1880-1883). En la «reseña» de la entrada —una explicación personal del significado de la palabra en cuestión— Barcia escribe: «Tránsito de un alma á otro cuerpo, después de la muerte, ó de una existencia anterior. Los filósofos griegos, en general; y Pitágoras, en particular, sostenían que las almas iban á animar los cuerpos de diferentes animales, pasando desde los más nobles á los más viles y feroces, y siguiendo con los mismos vicios que las habían dominado. Los griegos tomaron estas doctrinas de los sacerdotes egipcios, que admitían la circulación de las almas en diferentes cuerpos de animales terrestres, acuáticos, volátiles; de donde, al cabo de tres mil años, volvían a animar cuerpos humanos. Esta creencia existe aún entre sianeses [sic], japoneses y negros de la Guinea; y á ella se debe en gran parte que diferentes pueblos se abstengan de comer carne», no vayan a comerse a un antepasado, añado con un poco de guasa y dejando bien claro cómo hasta el mismo Barcia, que se supone de ideas avanzadas para la época, estaba dominado por la falsa, pero extendida, creencia en la superioridad de los occidentales.

En cualquier caso, diría un racionalista puro, nos encontramos ante una de las fantasías que la mente del hombre ha creado para buscar consuelo para la idea de la muerte, horrorosa y difícil de digerir para la mayoría.

 

Víctor Espuny.

martes, 28 de enero de 2025

El río, de Ana María Matute

 

Rincón de la Mansilla de la Sierra hoy sumergida.

(Foto subida por Abilio Estefanía).

 

Ana María Matute (1925-2014) fue —es— una autora muy destacada. Lo que más aprecio en su obra es el cuidado del lenguaje —cotrapesado, limado, pulido, como si de un diamante se tratase— y la atención que dedica al mundo de los niños.

            Al igual que otros muchos escritores de renombre, Matute no vivió una infancia lozana y llena de vigor, como suele pasar en los niños. Su falta de salud la obligó al recogimiento, y este le llevó a la hiperestesia, la lectura y la creación. Además, y a pesar de ello, la infancia aparenta haber sido para ella un paraíso perdido: siempre defendió con calor a la niña que vivía en su interior. Aunque nacida en Barcelona y residente en Barcelona y Madrid, durante esa primera parte de la vida pasó temporadas con sus abuelos en un pueblo de la provincia de Logroño (actual comunidad autónoma de La Rioja) llamado Mansilla de la Sierra, un pueblo entonces de quinientos habitantes. Se trataba de un lugar más saludable. Siguiendo un proyecto de época republicana, el emplazamiento de Mansilla, donde confluían varios ríos, fue elegido por los técnicos del medio fluvial para construir un embalse que sumergiría la localidad y los escenarios donde la autora había vivido, jugado y sido feliz. En los años cincuenta se construyó un pueblo nuevo relativamente cerca del antiguo, a unos trescientos metros del embalse. El antiguo quedó sumergido.

El motivo, inventado o no de este bello libro de cuentos, es una visita al pueblo nuevo. Escrito en primera persona, narrador además homodiegético, el libro posee un prólogo, y este comienza así: «Después de once años, he vuelto a Mansilla de la Sierra, el paisaje de mi niñez. El pantano ha cubierto ya el viejo pueblo, y un grupo de casas blancas, demasiado nuevas y como asombradas, resplandecen en el verdor húmedo de otoño». (Pág. 9). Todas las personas que han sufrido esa perdida, muchas, demasiadas, saben lo que eso significa, pues la desaparición de los escenarios hace mucho más difícil la recuperación de sensaciones y recuerdos. Pero Matute no es un narrador cualquiera. Ella alberga en su interior esos recuerdos bien conservados y, si no, los recrea, los literaturiza. La protagonista-narradora de los cuentos juega con los niños del pueblo como si fuera uno más de ellos, se ensucia, se mete en el barro, se hiere las rodillas y los codos como cualquier otro niño, y uno no sabe si esas vivencias descritas responden a la realidad recordada o a un deseo de haberlas vivido, pues al estar enferma puede que estuviera un poco aislada de los otros niños. El caso es que estos se yerguen como protagonistas destacados de los relatos. Son niños valientes, orgullosos de su forma de ser, agreste, salvaje, pero también sumisa ante lo que admiran. El padre de la protagonista es una especie de dios todopoderoso para ellos. A él lo respetan y a él lo buscan para interpretar ciertas facetas de la vida que no entienden, como si se apoyasen en ese adulto privilegiado para mantener su mundo. Porque la realidad en la que viven los niños de Mansilla, seres de imaginación aventajada, es distinta, mágica. Los críos viven en un mundo donde todo es posible y al que muy pocos adultos tienen acceso. De hecho, la protagonista narradora, que habla desde cierta lejanía temporal, desde la edad adulta, solo puede acceder a ese mundo infantil gracias a su hijo, que le acompaña en esa vuelta a Mansilla y hace de puente entre los dos mundos. Su hijo —niño— puede ver y saber cosas que están vedadas a los adultos. Todas estas ideas, tan entrañables y profundas a un tiempo, vienen a recordar eso que escribió alguien que no recuerdo ahora, que vino a decir que la vida acaba cuando acaba la infancia, pues después solo se malvive.

El río está formado por unos cincuenta cuentos cortos, de apenas tres páginas. Algunos no contienen acción, son más bien reflexiones sobre la vida de la Mansilla perdida, sumergida en el pantano. Están escritos con un preciosísimo prosístico casi juanramoniano, el lirismo lo impregna todo. Es una prosa demorada, trabajada, más adjetiva que sustantiva, elaborada de manera ejemplar, muy efectiva para desencadenar las emociones del lector. Los niños del libro son a veces contradictorios. Aparecen como seres delicados, pero también terribles y crueles, adaptados a una naturaleza en la que el lobo es el rey y los ejemplos que dan los mayores no son realmente de ternura. A pesar de ello, de que esos niños actúen de manera brutal con los animales pequeños, la protagonista los quiere, los respeta y se deja llevar por ellos hasta el punto de actuar ella también de manera cruel. Ella, niña de ciudad, es feliz viéndose aceptada por aquellos niños rurales y medio cimarrones, quiere ser como ellos.

Un libro que muchos mayores debían leer para intentar reanimar ese niño que aún vive en su interior. (Si lo duda, rebusque bien: igual lo tiene muy escondido).

 

Ana María Matute, El río, Barcelona, Destino, 1972. (Esta es la edición que he leído. Según creo, la obra se publicó por primera vez en 1963).

 

Víctor Espuny.

miércoles, 22 de enero de 2025

Memorias de Leticia Valle, de Rosa Chacel

Rosa Chacel, su hijo y Luis Cernuda en los años treinta.

            Se trata de una novela contada en primera persona por un narrador homodiegético, tecnicismo al que debemos acostumbrarnos los amantes del análisis de las obras de ficción. El narrador es la misma Leticia, protagonista y poseedora del único punto de vista disponible. Leticia escribe cinco meses después de la conclusión de los hechos narrados, y da fin al relato justo el día de su décimo segundo cumpleaños. Ahí surge un problema, algo que chirría un poco: la atribución a una niña de once años de una voz narrativa adulta. Resulta poco verosímil que una persona tan joven pueda poseer la madurez y la capacidad de penetración de Leticia, aun suponiéndola inspirada en la misma Rosa Chacel, una superdotada en todos los aspectos intelectuales. De naturaleza enfermiza, aunque acabaría viviendo casi cien años, Chacel fue educada por su madre en su casa y vivió la pasión lectora desde muy temprano, circunstancias, unidas a su carácter, a la suerte y a unas oportunas relaciones sociales, que la convertirían en amiga y colaboradora de Ortega, Juan Ramón, Altolagirre y otros españoles de mente privilegiada de las primeras décadas del siglo XX. La novela, en realidad un cuaderno redactado por Leticia (pág. 170), se supone escrita en alguna población de la Suiza de habla germana, pero la acción transcurre en Valladolid y, sobre todo, en Simancas. Uno de los principales personajes, don Daniel, es precisamente el director del célebre archivo simanquino, en principio repertorio de documentos para uso exclusivo de la administración, aunque abierto a los investigadores desde 1844.

El drama de la narración —pues no se trata de una comedia— pasa preciosamente entre Leticia, huérfana de madre desde muy pequeña y distanciada de un padre alcohólico y rudo; la esposa de don Daniel, doña Luisa, que viene a sustituir a la madre que Leticia no tiene, y don Daniel mismo, persona muy preparada intelectualmente, aunque de carácter misterioso y oscuro, a quien Leticia admira como solo pueden los niños. Lo admira, sí, pero también disfruta jugando con él, sacándolo de sus casillas, convirtiéndose así Leticia en una lolita avant la lettre. La gran diferencia con la obra de Nabokov, además del intelectualismo de la protagonista, está en el tratamiento de las relaciones carnales, ocultas en el caso de la obra de Chacel, pues la novela de la autora vallisoletana no muestra las acciones que dan razón de ser al traumático final. La acción de la historia relatada en el cuaderno termina con un episodio trágico no aclarado que tiene que ver con don Daniel y Leticia, pues el relato nos inclina a pensar que don Daniel acaba sus días de manera voluntaria por la imposibilidad de vivir la pasión prohibida y escandalosa que siente por la niña. El valor de la obra está, pues, en un uso arriesgado pero efectivo de las elipsis narrativas. Resulta mucho más definitivo lo que no se cuenta de lo que sí.

La acción transcurre en ambientes sombríos, marcados por la represión y, sobre todo, la ausencia de claridad en la exposición de los sentimientos de la gran mayoría de los personajes. Los únicos que se salvan de la quema parecen la esposa de don Daniel —profesora de música—, y los miembros de la familia de Leticia que viven en Suiza: estos han podido sustraerse al casticismo, la vulgaridad y la cerrazón de miras de la carpetovetónica España descrita en la novela. La obra está ambientada a principios del siglo XX.

Memorias de Leticia Valle vio la luz por primera vez en 1945 y en Buenos Aires. La he leído en la edición de Bruguera de 1985. 

Clicando aquí puede leer otra reseña de una novela de Chacel.

 

Víctor Espuny.

miércoles, 15 de enero de 2025

El verano sin hombres, de Siri Hustvedt

 

Campo en Minnesota (mnprairieroots.com)

            He terminado hace unos instantes esta deliciosa lectura. No he tenido tiempo de reflexionar sobre ella después del punto y final, pero ya lo había hecho durante los días previos.

            Contada en primera persona por alguien muy implicado en el relato —narrador llamado homodiegético según los técnicos—, El verano sin hombres cuenta cómo vive la protagonista narradora unos meses de separación de su marido, tiempo que coincide con el verano del año 2009. Todos los personajes del relato que tienen protagonismo directo en él, que aparecen en primer plano, todos sin faltar uno, son mujeres, de ahí el título. La protagonista narradora se va de su ciudad al pueblo donde reside su madre, y allí vive sola en una casa que no es suya, pero que está cerca de donde habita su progenitora. Su vida durante ese verano transcurre en contacto con varios grupos humanos o  individuos: su madre en soledad; su madre y sus ancianas amigas; las adolescentes de un taller de poseía que ella imparte (la protagonista es poeta); su vecina, su hija y su bebe; su marido, con el que poco a poco reinicia las relaciones; su hija y un curioso desconocido autor de anónimos, textos que al principio le fastidian, pero poco a poco van encajando en su vida emocional y resultándole beneficiosos. Esa variedad de personas y grupos humanos con el que la narradora protagonista tiene contactos dota a la novela de un dinamismo que el lector sin duda agradece. Además, el texto está lleno de reflexiones muy acertadas sobre el comportamiento humano y sobre la manera y los problemas de narrar, sobre todo en relación al tiempo, al orden del relato de los acontecimientos —a la pertinencia de hacerlo de una manera y no de otra—, y al vínculo que se establece entre el narrador y los lectores.

Uno se reconcilia con el género humano leyendo novelas como esta; los médicos debían recetarlas.

 

Un verano sin hombres, de Siri Hustvedt, Barcelona, Anagrama, 2011, (The Summer Without Men, 2011; traducción de Cecilia Ceriani).    

 

Víctor Espuny.

martes, 7 de enero de 2025

La isla de la mujer dormida, de Arturo Pérez-Reverte


Imagen de la isla de Syros, donde transcurre

parte de la acción (aegeanislands.gr).

 

            La última novela de Pérez-Reverte puede entenderse y valorarse de muy distintas maneras. Ante todo, puede considerarse una novela de aventuras y entretenimiento. El texto, desde el inicio, posee varios guiños a las novelas de Joseph Conrad, sobre todo a Lord Jim, pero no llega a lograr la profundidad de aquellas. Tiene el mérito, eso sí, que alcanzan otras obras marítimas del cartagenero —como La carta esférica—, en las cuales parece tenerse bien en cuenta la recreación de ambientes marineros, señaladamente en lo tocante al léxico y a la psicología de los hombres del mar. El héroe-protagonista absoluto de La isla de la mujer dormida, Miguel Jordán Kyriazis, es muy clásico: un hombre atractivo, rudo solo hasta cierto punto, misterioso, valiente y sereno. En este sentido la novela satisface todas las expectativas del género.

            La narración posee una trama principal, que relata las andanzas de una lancha torpedera en aguas del mar Egeo durante 1937 —en el contexto de la Guerra Civil española—, y varias subtramas relacionadas con aquella. Una comprende la inevitable historia de amor entre el protagonista y una mujer muy atractiva, otro tópico de los contenidos en la novela. Otra, la relación, interesada pero de cierta amistad, existente entre dos espías de los bandos enfrentados, el republicano y el nacional. Aquí el autor consigue cierta equidistancia, caracteriza a los dos como completos sinvergüenzas, aunque sus simpatías parecen inclinarse hacia el bando nacional, al que pertenece el protagonista, no obstante ser este, esencialmente, un marino. Otra subtrama es la historia del matrimonio del que forma parte la amante del protagonista. Y otra, la más interesante, que estaría comprendida en la trama principal, es la sostenida por la relación de compañerismo que existe entre los tripulantes de la lancha torpedera. Para mí, esta es la parte sobresaliente de la novela. No sé si todos los lectores podrán apreciarla, pero sí cualquiera que haya sido joven, haya tenido sangre caliente en las venas y haya despreciado el riesgo en compañía de otros como él.

            Comencé la novela porque no tenía otra que leer, solo ensayos, y al final he quedado satisfecho. A fin de cuentas, uno lee novelas por placer: no puede estar buscando la perfección en todos los títulos.

 

Arturo Pérez reverte, La isla de la mujer dormida, Barcelona, Alfaguara, 2024.

 

Víctor Espuny.